Miré con asombro a Nicolas, preguntándome por qué se atrevía a provocar a un individuo mucho más grande que él. ¿No quería conservar su cara bonita para las mujeres? Oí moverse a Aliénor detrás del telar y traté de no mirar hacia allí. Quizá estaba pensando en salir, para que Nicolas no sufriera las consecuencias de palabras tan imprudentes.
Jacques le Boeuf también pareció sorprendido. No respondió con los puños, sino que entornó los ojos.
– ¿Es esto lo que has hecho, entonces? -se acercó para colocarse a nuestro lado y mirar las pinturas extendidas sobre el suelo. Traté de evitar que su olor me produjera arcadas-. Más rojo que azul. Quizá no me merezca la pena que Georges trabaje en ellos -sonrió y se dispuso a pisar el dibujo de la dama con el unicornio en el regazo.
– ¡Jacques! ¿Qué haces?
La indignación de las palabras de Christine hizo que Jacques le Boeuf se inmovilizara, el pie alzado sobre la tela. Dio un paso atrás, al tiempo que la expresión avergonzada en su cara de gigante resultaba muy cómica.
Christine se le acercó decidida.
– Si es ésa tu idea de una broma, no tiene ninguna gracia. Ya te he dicho que Georges ha salido. Irá enseguida a hablar contigo sobre la lana azul para esos tapices…, si no los estropeas antes. Ya te estas marchando, ahora mismo; tenemos mucho que hacer -abrió la puerta que daba a la calle y se hizo a un lado.
Era como ver a un perro meter a una vaca en el establo. Jacques agachó la cabeza y se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies. Sólo cuando ya había salido a la calle se atrevió a asomar la cabeza por una ventana y espetarnos:
– Decidle a la chica que he preguntado por ella.
Cuando estuvimos seguros de que se había ido y su fétido olor empezaba a desvanecerse, Nicolas se inclinó y sonrió a Aliénor tras el telar.
– Ya puedes salir, preciosa: la bestia se ha marchado -y procedió a tenderle la mano. Al cabo de un momento ella extendió la suya y la tomó; luego le permitió ayudarla a levantarse. Cuando estuvo de pie alzó la cara hacia la suya y dijo:
– Gracias, monsieur.
Era la primera vez que lo miraba de la manera que mira Aliénor -sus ojos tratando de encontrarse con los de otra persona pero sin conseguirlo-, y la sonrisa de Nicolas se esfumó al instante. Se diría que un golpe le había cortado la respiración. Finalmente, pensé, se da cuenta. Para ser artista no es muy observador.
Aliénor supo que por fin entendía: había decidido darle una oportunidad para que se percatara. Lo hace de cuando en cuando. Acto seguido apartó su mano de la de Nicolas e inclinó la cabeza.
– Vamos, Aliénor -dijo Christine con una mirada feroz a Nicolas-, o llegaremos tarde -salió por la misma puerta que Jacques le Boeuf.
– La misa -me recordó Aliénor, antes de echar a correr para reunirse con su madre.
– ¿Misa? -repitió Nicolas. Alzó la vista al sol que entraba por la ventana-. Es demasiado pronto para sexta, ¿.no es cierto?
– Se trata de una misa especial de los tejedores en Notre Dame du Sablon -dije-. Una iglesia que no está lejos de aquí.
– ¿Los tejedores tienen su propia misa?
– Tres veces por semana. Es un gremio poderoso.
AI cabo de un momento preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que está así?
Me encogí de hombros.
– Toda la vida. Por eso es tan fácil no darse cuenta. Para ella es una cosa natural.
– ¿Cómo…? -señaló con un gesto el tapiz de la Adoración de los Magos, extendido sobre el telar donde se había confeccionado.
– Gracias a unos dedos muy adiestrados y sensibles. A veces pienso que tiene los ojos en los dedos. Distingue entre la lana azul y roja y lo atribuye a que los tintes se diferencian al tacto. Y oye cosas que nosotros no oímos. En una ocasión me dijo que no hay dos personas que caminen igual. Yo no me doy cuenta, pero Aliénor siempre sabe quién entra en el taller si ha oído antes su paso. Ahora reconocerá también el tuyo.
– ¿Todavía es muchacha?
Fruncí el ceño.
– No entiendo esa pregunta -de repente no quería seguir hablando de Aliénor.
Nicolas sonrió.
– Sí que la entiendes. Has pensado en ello.
– Déjala en paz -salté indignado-. Tócala y su padre te destrozará. Aunque seas un artista de París.
– Tengo todas las mujeres que quiero cuando me apetece. Estaba pensando en ti. Aunque supongo que les gustas a las chicas, con esas pestañas tan largas. A las chicas les encantan unos ojos como los tuyos.
No dije nada; me limité a echar mano de mi bolsa y a sacar papel y carboncillo.
Nicolas se echó a reír.
– Ya veo que tendré que hablaros a los dos del cuerno del unicornio.
– Ahora no. Hemos de trabajar. No empezarán a tejer hasta que no terminemos uno de los cartones -apreté los dientes al utilizar la primera persona del plural.
– Ah, sí, los cuadros. Afortunadamente tengo aquí mis pinceles. No me fiaría de un pincel de Bruselas: si pintara mi unicornio con uno de ellos, ¡seguro que parecería un caballo!
Me arrodillé junto a las pinturas; aquello me sirvió para no darle una patada.
– ¿Has dibujado o pintado cartones alguna vez?
Nicolas se guardó sus sonrisitas. No le gusta que se le recuerden las cosas que no sabe.
– Los tapices son muy distintos de los cuadros -dije-. Los artistas que no han trabajado con ellos no lo entienden. Creen que lo que pintan se puede ampliar sin más y tejer tal como lo han hecho. Pero mirar un tapiz no es como contemplar un cuadro. De ordinario un cuadro es menor, y resulta posible verlo todo de una sola vez. En lugar de acercarte mucho, te quedas a uno o dos pasos, como si tuvieses delante a un sacerdote o a un profesor. En el caso del tapiz te acercas tanto como si se tratara de un amigo. Sólo ves una parte, y no necesariamente la más importante. Así que ningún detalle debe destacar más que el resto: se tiene que integrar en un diseño placentero para los ojos, prescindiendo de dónde se detengan. Estos cuadros no tienen aún ese diseño. El fondo de millefleurs ayudará, pero todavía tenemos que cambiarlos.
– ¿Cómo? -preguntó Nicolas.
– Añadiendo cosas. Más figuras, para empezar. A la dama debe acompañarla al menos una dama de honor, n’est-ce pas? En El Olfato, alguien que le sostenga los claveles mientras los entreteje; en El Oído, alguien que trabaje con el fuelle del órgano; en El Gusto, alguien que le ofrezca un cuenco para que dé de comer al periquito. Has añadido una criada que le presenta el cofre de las joyas en Á Mon Seul Désir. ¿Por qué no en los otros?
– En una seducción, la dama debe estar sola.
– Las damas de honor tienen que haber presenciado seducciones.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Has seducido alguna vez a una aristócrata?
Me puse colorado. Ni en sueños se me ocurriría entrar en las habitaciones de una aristócrata. Poquísimas veces estoy en la misma calle que algún noble, y no digamos nada de la misma habitación. Sólo durante la misa compartimos el mismo aire, si bien ellos están muy lejos, en los primeros bancos, separados del resto de los fieles. Se marchan antes que nosotros, y sus caballos se los llevan velozmente antes de que los plebeyos como yo lleguemos al atrio de la iglesia. Aliénor dice que los nobles huelen a las pieles que llevan, pero nunca he estado lo bastante cerca para comprobarlo. El olfato de Aliénor es más fino que el de la mayoría.
Está claro que Nicolas ha estado con damas de la nobleza. Debe de saberlo todo sobre ellas.
– ¿A qué huelen las aristócratas? -pregunté sin poderlo evitar.
Nicolas sonrió.
– Clavo. Clavo y menta.
Aliénor huele a melisa. Siempre las está pisando en su huerto.
– ¿Te imaginas a qué saben? -añadió.
– No me lo cuentes -rápidamente tomé el carboncillo y, después de decidir que copiaría primero El Olfato, empecé el esbozo. Dibujé unas cuantas líneas para el rostro y el tocado de la dama, luego el collar, el corpiño, las mangas y el vestido-. No queremos grandes masas de color. La túnica amarilla, por ejemplo, necesita más variedad. En otros sitios has utilizado un brocado granate: en El Gusto y en Á Mon Seul Désir. Vamos a añadirlo aquí, así, para romper el color.
Mientras yo llenaba con hojas y flores el triángulo de tela, Nicolas contemplaba lo que hacía por encima del hombro.
– Alors, tienes al león y al unicornio que sostienen la bandera y el estandarte a izquierda y derecha. Entre la dama y el unicornio, sobre un banco, vemos a un mono con un clavel. Eso está bien. ¿Qué tal si añadimos una criada entre la dama y el león? Puede ofrecer flores en una bandeja, que la dama utilizará para hacerse una corona -dibujé, de perfil, la silueta de una dama de honor-. Ya está mucho mejor. Las millefleurs del fondo llenarán la escena. No las voy a dibujar aquí, sólo en el cartón. Aliénor nos podrá ayudar cuando lo hagamos.
Nicolas me miró incrédulo.
– ¿Cómo puede sernos útil? -se señaló los ojos.
Fruncí el ceño.
– Siempre ayuda a su padre con las millefleurs. Se ocupa de un huerto excelente y conoce bien las plantas, sabe para qué sirven. Hablaremos con ella cuando empecemos los cartones. Alors, entre las millefleurs hay que añadir algunos animales -dibujé mientras hablaba-. Un perro en algún sitio para la fidelidad, quizá. Algunas aves de cetrería para el momento en que la dama dé caza al unicornio. Un cordero a sus pies para recordarnos a Jesucristo y a Nuestra Señora. Y por supuesto un conejo o dos. Ésa es la firma de Georges: un conejo que alza una pata hasta la cara.
Terminé de dibujar y contemplamos el cuadro y el apunte, uno al lado del otro.
– No acaba de estar bien -dije.
– ¿Qué sugieres, entonces?
– Árboles -respondí al cabo de un momento.
– ¿Dónde?
– Detrás de las banderas y los estandartes. Hará que el escudo de armas rojo destaque a pesar del fondo rojo. Luego otros dos más abajo, entre el león y el unicornio. Cuatro en total, para señalar las cuatro direcciones y las cuatro estaciones.
– Todo un mundo en un cuadro -murmuró Nicolas.
– Sí. Y el azul que hay que añadir será bien recibido por Jacques le Boeuf.
No es que quiera complacerlo. Todo lo contrario. Dibujé un roble junto al estandarte: roble para el verano y para el norte. Luego un pino detrás de la bandera, para el otoño y el sur. Acebo detrás del unicornio, para el invierno y el occidente. Naranjo detrás del león, para la primavera y el levante.
– Eso está mejor -dijo Nicolas cuando hube terminado. Parecía sorprendido-. Pero ¿podemos hacer tantos cambios sin que el cliente los apruebe?
– Son parte de la verdure -dije-. A los tejedores se les permite dibujar las plantas y los animales del fondo: lo único que no podemos hacer es cambiar las figuras. Años atrás se aprobó aquí en Bruselas una ley sobre eso, de manera que no hubiese problemas entre clientes y tejedores.
– O entre artistas y cartonistas.
– Eso también.
Me miró.
– ¿Hay problemas entre nosotros?
Me senté sobre los talones.
– No -no, al menos, en cuestiones de trabajo, añadí para mis adentros. No tengo valor suficiente para decir esas cosas en voz alta.
– De acuerdo -Nicolas echó mano de El Gusto y apartó El Olfato-. Ahora haz éste.
Examiné a la dama que daba de comer a su periquito.
– Le has pintado la cara con más cuidado que a las otras.
Nicolas jugueteó con el carboncillo, tocándolo y frotando luego la mancha negra hasta que se le volvía gris entre los dedos.
– Estoy acostumbrado a pintar retratos, y prefiero que las mujeres de los tapices sean todo lo reales que esté en mi mano.
– Destaca demasiado. La dama de Á Mon Seul Désir también; resulta demasiado triste.
– No las voy a cambiar.
– Las conoces, ¿no es eso?
Se encogió de hombros.
– Son aristócratas.
– Y las conoces bien.
Negó con la cabeza.
– No tan bien. Las he visto unas cuantas veces, pero…
Me sorprendió verlo hacer un gesto de dolor.
– La última vez que las vi fue el Primero de Mayo -continuó Nicolas-. Ésta… -señaló al cuadro de El Gusto- bailaba en torno a un mayo mientras su madre vigilaba. Llevaban vestidos que hacían juego.
– El brocado de color granate.
– Sí. No me pude acercar. Sus damas se ocuparon de ello -frunció el ceño al recordarlo-. Sigo pensando que no debería haber criados en estos tapices.
– La dama necesita una acompañante, de lo contrario no parecería correcto.
– Vayamos ahora a la seducción misma -insistió.
– ¿Por qué no ponemos criadas en todos menos en el de la captura del unicornio? En La Vista, cuando descansa en su regazo.
– Y en El Tacto -añadió Nicolas-, cuando lo sujeta por el cuerno. Tampoco ahí hace falta una acompañante -sonrió. Había vuelto a ser el mismo de antes, su melancolía desaparecida de repente, como una tormenta-. ¿Te cuento lo del unicornio, entonces? Quizá te ayude. Antes de que pudiera responder, Aliénor introdujo la cabeza por la ventana donde antes había estado Jacques le Boeuf. Nicolas y yo nos sobresaltamos.
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