– ¡Christine! -dijo papá, mientras Georges le Jeune y Luc reían.
– Digo lo que siento. No se trata sólo de mí, hay que pensar también en Aliénor y en Madeleine. No quiero que cualquier conquistador las engatuse con palabras almibaradas.
Papá empezó a decir algo, pero Nicolas le interrumpió:
– Os aseguro, madame, que no era mi intención faltaros al respeto ni a vos, ni a vuestra hija, ni a la bella Madeleine.
Madeleine se retorció de nuevo y tuve que llamarla al orden con la punta del pie.
– Veremos -dijo mamá-. Porque la mejor manera de mostrar vuestro respeto será ir a misa. No habéis ido ni una sola vez desde que llegasteis.
– Tenéis razón, madame: he fallado imperdonablemente. Trataré de repararlo asistiendo esta tarde a nona. Quizá vaya a vuestra Dame du Sablon para echar de paso una ojeada a sus famosas vidrieras.
– No -dijo papá-. La misa puede esperar. Necesito que el primer cartón esté acabado cuanto antes para que podamos empezar. Philippe y tú trabajad hasta que lo acabéis; después podrás ir a misa.
La indignación de mamá la hizo estremecerse, pero no dijo nada. Nunca antepondría el trabajo a las obligaciones religiosas, pero papá es el lissier, y es quien decide sobre cosas como ésas. No estuvo mucho tiempo enojada con él, de todos modos. Nunca le duran los enfados. Después de cenar, mis padres pasaron al taller. Aunque mamá no debe tejer -el Gremio multaría a papá si lo hiciera-, a menudo le ayuda en trabajos de otro tipo. Su padre era tejedor, y mamá sabe cómo vestir un telar, enhebrar lizos, ovillar o clasificar lana, y calcular cuánta lana y seda se necesitan para cada tapiz, así como cuánto tiempo hará falta para terminarlos.
No la puedo ayudar con esas cosas, pero coso, en cambio. Por la noche, cuando los tejedores han terminado, me paso horas familiarizándome con el tapiz en el telar, busco las hendiduras que se forman cuando un color se detiene y comienza otro. De esa manera llego a conocer los tapices tan bien como los tejedores que trabajan en ellos.
Por supuesto, si el cliente está dispuesto a pagar lo suficiente y el diseño lo permite, papá ensambla los colores, y teje hilos de diferentes colores unos con otros, entrelazándolos, de manera que no queden hendiduras que coser. Es un trabajo complicado que lleva más tiempo y cuesta más, por lo que muchos clientes no lo piden, como sucede en el caso de monseigneur Le Viste. Parece tacaño y con prisa: exactamente lo que yo esperaba de un aristócrata parisiense. Tendré mucho que coser en los próximos meses.
Mientras ellos se quedaban en el taller, trabajé de nuevo en el huerto, arrancando malas hierbas y mostrando a Nicolas y Philippe las flores que necesitaban para dibujar y pintar el cartón sobre un trozo de tela de lino. Estuvimos juntos, reinó la paz y me alegré: prefiero que no nos peleemos todo el tiempo.
Más tarde, Georges le Jeune y Luc salieron al huerto y vieron pintar a Nicolas y a Philippe. El sol ya no estaba alto. Cogí dos cubos y me dispuse a ir a por agua para las plantas. Cuando pasaba por la cocina de camino hacia el pozo al final de la calle, oí mencionar el nombre de Jacques le Boeuf. Me detuve exactamente junto a la puerta que lleva al taller.
– Lo he visto hoy, para decirle que pronto encargaría el azul -estaba diciendo papá-. Ha vuelto a preguntar por tu hija.
– No hay ninguna prisa, ¿verdad que no? -respondió mamá-. Sólo tiene diecinueve años. Muchas chicas esperan más si quieren hacer una buena boda o que sus novios se decidan, o prepararse el ajuar. No es como si Jacques tuviera una fila de mujeres delante de la puerta esperando para casarse con él.
– El olor las mataría, como primera providencia -dijo papá.
Rieron los dos entre dientes.
Sujeté muy bien los cubos y no respiré por temor a que mis padres me oyeran. Luego noté que alguien que venía del jardín se detenía en el umbral detrás de mí.
– Es una propuesta de matrimonio, de todos modos -dijo papá-. La única que le han hecho. No podemos descartarla sin más ni más.
– Hay otras cosas que puede hacer además de casarse con un tintorero de glasto. ¿Es eso lo que quieres para tu hija?
– No es nada fácil encontrar marido para una muchacha ciega.
– No tiene por qué casarse.
– ¿Y ser una carga para el taller toda su vida?
Me estremecí. Estaba claro que no había sido tan útil como creía.
Quienquiera que estuviese detrás de mí se movió un poco y, al cabo de un momento, regresó en silencio al jardín, dejándome sola, con mis lágrimas silenciosas. Ésa es una función que mis ojos comparten con los de otras personas: producir lágrimas.
Christine du Sablon
No podía apartar los ojos de la ropa. La dama que toca el órgano lleva una espléndida túnica con un dibujo amarillo y granate. Toda la orla está adornada de perlas y piedras preciosas que hacen juego con las que lleva en torno al cuello. La túnica interior es azul, de mangas que se ensanchan y caen con gracia. Georges será capaz de lucirse con esas mangas, al pasar del azul oscuro al claro.
Hasta la criada que mueve el fuelle del órgano lleva una ropa preciosa: más elegante que todo lo que poseemos Aliénor o yo. Imagino que es así como visten las damas de honor parisienses. Por supuesto, su ropa es más sencilla que la de su señora, pero no deja de ser un muaré azul marino con ribete rojo -otra ocasión para que Georges se luzca- y largas mangas amarillas, redondas más que en pico. Si yo me pusiera un vestido así, esas mangas se me meterían en la sopa y se engancharían con los hilos de la urdimbre.
La dama de honor lleva además dos collares con colgantes de flores. No son tan lujosos como el de su señora, pero las cadenas son de oro. Y se adorna el tocado con joyas. Me gustaría tener alguna parecida. Aunque es cierto que poseo un collar de rubíes engastados en esmaltes: Georges me lo regaló cuando el taller pasó a ser suyo. Lo llevo en los banquetes del Gremio, y me paseo por la Grand-Place como una reina.
A veces pienso en lo acomodado de nuestra posición, aunque no lo aparentemos, y me pregunto qué diría Georges si decidiera ser una dama como las de los tapices. Qué pasaría si vistiera ropa elegante, comiera peladillas y tuviera damas de honor pendientes de mí, que me peinaran, me llevaran el devocionario, las cestas y los pañuelos, que ordenaran mis cosas y me calentaran la habitación. Se supone que la primera tarea diaria de Madeleine es encender el fuego, pero la mitad de las veces está todavía dormida cuando me levanto, y soy yo quien se ocupa de hacerlo.
No me parezco en nada a las damas de esas pinturas. Ni sé tocar el órgano, ni tengo tiempo para dar de comer a las aves, ni para trenzar claveles ni para mirarme en espejos. La única dama a la que entiendo un poco más es la que sujeta al unicornio. Eso es lo que yo haría: asegurarme de que lo tengo bien agarrado.
Disponemos de dinero, pero Georges no lo gasta en cosas de calidad. Nuestro hogar es más grande que la mayoría, eso es cierto: hemos unido dos casas para disponer así de una cámara muy grande destinada a taller, y contamos con camas para el aprendiz y otras personas que nos ayudan. En cuanto a mí, tengo el collar y una buena cama de madera de nogal. La tela para nuestros vestidos, aunque sencilla, es de buena calidad y está bien cortada. Y tanto Aliénor como yo tenemos tres vestidos, mientras que otras sólo tienen dos, o uno. Las mangas no nos entorpecen el trabajo.
Georges, en lugar de alardear de nuestra riqueza, la utiliza para comprar diseños de tapices: posee más que la mayoría de los lissiers de esta ciudad. Y disponemos de dos buenos telares horizontales, mientras que otros talleres parecidos al nuestro no suelen tener más que uno. Mi marido paga generosamente para que se digan misas por nuestra familia y contribuye a los gastos para construir Notre Dame du Sablon.
Sólo de cuando en cuando he deseado que mi vestido fuera azul en lugar de marrón, y con un poco de seda en lugar de sólo lana. Me gustaría tener pieles para calentarme, tiempo que dedicar a peinarme y una dama de honor que lo hiciera como debe hacerse. Madeleine lo intentó una vez, pero parecía un nido de pájaros. Me gustaría que mis manos fuesen tan suaves como los pétalos de rosas en los que esas damas de los tapices ponen las suyas en remojo. Aliénor me ha hecho un ungüento con pétalos, pero manejo demasiada lana áspera para que se noten los resultados.
Me gustaría tener siempre un fuego junto al que sentarme, y más comida de la que necesito.
Pero sólo algunas veces pienso en esas cosas. Había estado tan ocupada enhebrando lizos en el taller con los demás, que me resultó muy agradable quedarme en el huerto un rato viendo lo que han pintado Nicolas des Innocents y Philippe. Hasta el momento el único cartón que habían ampliado era El Oído, y estaba clavado en la pared del huerto, donde los dos trabajan. Philippe ha hecho todos los dibujos, dado que Nicolas no entendía que tejemos de atrás adelante y necesitamos cartones que sean imágenes especulares de los tapices finales. Requiere un talento especial partir de un dibujo pequeño y ampliarlo y luego tejerlo de izquierda a derecha en lugar de derecha a izquierda. Todos nos hemos reído de la expresión en la cara de Nicolas al ver El Oído dibujado al revés. Pero ha llegado a acostumbrarse y ha conseguido pintarlo bien. Aunque presumido, es un artista excelente y aprende deprisa.
Aliénor y Nicolas estaban en el huerto cuando salí: él pintaba, ella, subida a una escalera, podaba los cerezos. Philippe había ido a casa de su padre a por más pinturas. Aunque se hallaban en extremos opuestos del huerto y pendientes de su trabajo, no me gustó verlos solos. No era mucho lo que podía hacer de todos modos: estoy demasiado ocupada para dedicarme a vigilar a mi hija. Es una chica sensata, aunque me he dado cuenta de que cambia cuando Nicolas entra en la habitación.
Nicolas trabajaba ya en el cartón siguiente y pintaba en un gran trozo de tela donde ya existía un esbozo a carboncillo. Se trataba de El Olfato, en el que la dama confecciona una corona nupcial con claveles, la flor de los esponsales. Esta dama debe de estar segura de que capturará al unicornio puesto que prepara ya su corona. Nicolas le pintaba el rostro, pero no había empezado aún con el vestido, que era lo que yo tenía más ganas de ver.
Al advertir mi presencia dejó de pintar y vino a colocarse a mi lado, delante de El Oído.
– ¿Qué os parece, madame? No habéis dicho nada. Muy bonito, n 'est-ce pas?
– Nunca esperáis a que os hagan un cumplido, ¿verdad que no? Disfrutáis igual si os los hacéis vos.
– ¿Os gusta su vestido?
Me encogí de hombros.
– El vestido está bien, pero todavía me parecen mejor las millefleurs. Philippe ha hecho ahí un trabajo espléndido y también con los animales entre la hierba.
– El unicornio y el león los he hecho yo. ¿Qué os parecen?
– El unicornio está demasiado gordo, y no es tan vigoroso como esperaba.
Nicolas frunció el ceño.
– Ya no hay tiempo para cambiarlo -añadí-. Servirá. El león, por lo menos, tiene mucha personalidad. ¿Sabéis? Con esos ojos redondos y esa boca tan ancha tiene cierto parecido con Philippe.
Aliénor dejó escapar una risita desde lo alto del cerezo.
Me coloqué delante de El Olfato.
– ¿Cómo será el vestido de la dama en este tapiz? ¿Y el de la criada?
Nicolas sonrió.
– Lleva el brocado granate bajo un vestido azul, con la túnica exterior levantada y sujeta a la cintura, lo que permite ver el forro rojo. El vestido de la criada es un reflejo del de su señora: túnica exterior azul, interior roja, pero la tela es un muaré más sencillo.
Resultaba tan pagado de sí mismo mientras hablaba que tuve que poner una objeción:
– Una criada no debería llevar dos collares -dije-. Uno bastaría, y con una cadena más sencilla.
Me hizo una reverencia.
– ¿Algo más, madame?
– No seáis impertinente -bajé la voz-. Y manteneos lejos de mi hija.
Aliénor dejó de agitar rítmicamente las ramas del cerezo.
– ¡Mamá! -gritó.
Siempre me sorprende que tenga un oído tan fino. Antes de que nadie pudiera decir nada más, Georges nos llamó a todos al taller para colocar la urdimbre en el telar. Ya habíamos empezado a prepararlo para tejer, con los hilos de la urdimbre en un guiahilos y sujetos al plegador en un extremo del telar. Ahora llegaba el momento de enrollar la urdimbre en el plegador trasero antes de sujetarla al delantero para disponer de una superficie en la que tejer. Los hilos de la urdimbre son más gruesos que la trama y están hechos además de una lana más áspera. Para mí son como esposas. Su trabajo no es llamativo: todo lo que se ve es la protuberancia que hacen bajo los hilos de la trama, llenos de color. Pero si no estuvieran allí, no habría tapiz. Georges se deshilacharía sin mí.
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