Disponer un telar para un encargo de este tamaño exige al menos cuatro personas que sostengan madejas de hilos de urdimbre y tiren de ellas mientras otras dos giran el rodillo para recoger la urdimbre en el plegador trasero. Otra persona comprueba la tensión de los hilos mientras pasan. Ha de ser la correcta desde el principio, de lo contrario surgen problemas más adelante. Aliénor es quien se encarga siempre de eso: sus manos tienen tanta sensibilidad que resultan perfectas para esa tarea.
Georges padre e hijo estaban ya a ambos lados del rodillo cuando entramos. Aliénor fue a reunirse con su padre mientras yo le mostraba a Nicolas las madejas de hilos de urdimbre preparadas para nosotros. Luc sostenía ya varias en un extremo.
Nos faltaba una persona.
– ¿Dónde está Philippe? -preguntó Georges.
– Todavía en casa de su padre -dijo Nicolas.
– Madeleine, ¡aparta un poco las lentejas del fuego y ven aquí! -llamé.
Madeleine llegó de la cocina, tiznada y calurosa. La coloqué entre Luc y yo para que no estuviera junto a Nicolas: no me apetecía que se hicieran ojitos cuando tenían que estar trabajando. Con una madeja en cada mano nos colocamos a cierta distancia del telar. Expliqué a Nicolas y a Madeleine cómo mantener los hilos tensos e iguales y tirar con decisión. No es fácil hacerlo de manera que se consiga la uniformidad. Sostuvimos nuestras madejas y fuimos arrastrados lentamente hacia el telar a medida que Georges padre e hijo giraban las manivelas a ambos lados del rodillo. Cuando se detuvieron unos instantes, Aliénor se acercó a la urdimbre que descansaba sobre el rodillo y caminó a todo lo largo, rozando los hilos con la mano. Todo el mundo guardó silencio. Su rostro estaba iluminado y lleno de concentración, la misma expresión que veo en la cara de Georges cuando teje. Por un momento casi pensé que veía. Cuando llegó al final se dio la vuelta y caminó en dirección contraria, deteniendo la mano en hilos que sostenía Nicolas.
– Demasiado flojos -dijo-. Aquí y aquí -extendió de nuevo la mano y tocó hilos de Madeleine-. Tirad más con la izquierda -les ordenó a ambos-. Es vuestra mano más débil; con ésa hay que tirar siempre más fuerte.
Cuando los hilos estuvieron igualados, Georges padre e hijo giraron de nuevo las manivelas, enrollando lentamente la urdimbre en torno al plegador mientras nosotros cuatro la manteníamos tirante. Después de recorrer todo el camino hasta el telar, soltamos la urdimbre y empezamos de nuevo, retomando los hilos desde más lejos. Aliénor volvió a comprobar la tensión. Esta vez la mano derecha de Nicolas estaba demasiado floja, y también parte de la izquierda de Luc. A continuación Madeleine y otra vez Nicolas. Aliénor y yo les dijimos cuánto tenían que tirar.
Nicolas se quejó.
– Esto puede llevar horas. Me duelen los brazos.
– Si prestáis atención iremos más deprisa -le dije secamente.
Mientras Georges padre e hijo giraban las manivelas, me llegó el olor de algo que se quemaba.
– ¡Las lentejas!
Madeleine dio un salto.
– ¡No sueltes los hilos! -grité-. Aliénor, ve y aparta las lentejas del fuego.
Una expresión temerosa cruzó el rostro de Aliénor, que perdió su alegría. Sé que no le gusta el fuego, pero no quedaba otra solución: nadie más tenía las manos libres.
– Madeleine, ¿retiraste las lentejas como te dije? -pregunté mientras Aliénor abandonaba el taller a la carrera.
La sirvienta miró enfadada los hilos que manejaba. Tenía los dedos rojos y blancos a causa de la presión.
– ¡Qué chica tan tonta!
Nicolas rió entre dientes.
– Es como Marie-Céleste.
Madeleine alzó la cabeza.
– ¿Quién es ésa?
– Una muchacha que trabaja en casa de los Le Viste. Igual de descarada.
Madeleine le hizo una mueca a Nicolas. Georges le Jeune los miró a los dos con desaprobación.
Aliénor regresó.
– He dejado la olla en el suelo -dijo.
Volvimos a la preparación de la urdimbre: nosotros tirábamos, los dos Georges giraban la manivela y Aliénor hacía pruebas. Ya no resultaba tan divertido. También a mí me dolían los brazos, aunque nunca lo habría admitido. Me preocupaba además la cena y qué ofrecer a los comensales. Tendría que buscar a toda prisa a la mujer del panadero para comprarle una empanada: las vende en casa mientras su marido despacha en la panadería. Madeleine resoplaba, suspiraba y se enfurruñaba a mi lado y Nicolas empezaba a poner los ojos en blanco de aburrimiento.
– ¿Qué se hace cuando se termina esta tarea tan tediosa? -preguntó.
– Enhebramos los lizos para hacer la calada -dije.
Nicolas puso cara de no entender.
– Los lizos sirven para separar los hilos de manera que se pueda pasar la trama por ellos -le expliqué-. Se aprieta un pedal y la urdimbre se separa en dos. El espacio entre esos dos grupos de hilos es la calada.
– ¿Dónde se pone el tapiz mientras se está tejiendo?
– Se enrolla en ese plegador delante de nosotros.
Nicolas pensó durante un momento.
– Pero en ese caso no lo veis.
– No. Sólo la tira en la que se está trabajando, que, a continuación, se enrolla. No vemos el tapiz entero hasta que terminamos.
– Eso es imposible. ¡Sería como pintar a ciegas! -hizo un gesto de contrariedad mientras lo decía y miró a Aliénor, que siguió comprobando la tensión de los hilos como si no le hubiera oído.
Pero Nicolas siguió haciendo preguntas.
– ¿Dónde se pone el cartón?
– Sobre una mesa que colocamos debajo de la urdimbre, de manera que podamos mirarlo mientras tejemos. Philippe trazará además el dibujo en los hilos de la urdimbre.
– ¿Para qué sirve eso? -señaló la devanadera situada en un rincón.
– Señor, ¿no parará nunca de hablar? -Georges le Jeune expresó lo que todos pensábamos. Nuestro taller es un sitio tranquilo, aunque es cierto que hay otros en los que se habla alto y hay más bullicio. Cuando Georges trae a otros tejedores para que ayuden (como sucederá con estos tapices) siempre elige a los más callados. En una ocasión contrató a uno que hablaba todo el día, y hubo que despedirlo. Nicolas tampoco para: cotilleos de París, en su mayor parte, tonterías todo ello. Hace tantas preguntas que me dan ganas de abofetearlo. Menos mal que casi siempre trabaja en el jardín, de lo contrario Georges acabaría gritando. Es un hombre afable, pero no soporta las conversaciones insustanciales.
Nicolas abrió la boca para hacer otra pregunta, pero Aliénor tiró en aquel momento de algunos hilos y tuvo que tensar la mano izquierda.
– Menos hablar y más pensar en tu trabajo -dijo Georges-. De lo contrario estaremos aquí hasta que anochezca.
No tardamos tanto, de todos modos. Concluimos y pude ocuparme de la cena.
– Viens, Aliénor -dije-. Ayúdame a elegir la empanada que mejor huela.
A mi hija le encanta ir a casa de la panadera.
– Por favor, madame, iré a buscársela si me da un trozo -dijo Madeleine.
– Tendrás que cenar lentejas agarradas, hija mía. Trae a los hombres de beber cuando acabes aquí y luego dedícate a frotar la olla.
Madeleine suspiró, pese al guiño que le hizo Nicolas. Georges le Jeune volvió a fruncir el ceño. Cuando Nicolas dio un paso atrás y alzó las manos como para mostrar que no la había tocado, tuve de pronto dudas sobre mi hijo y Madeleine. Quizá Nicolas habla visto algo que a mí se me había escapado.
Revisé el aspecto de Aliénor mientras salíamos. Lo cuida, pero a veces tiene hollín en la mejilla y no se da cuenta, o, como sucedía ahora, ramitas de cerezo en el pelo. Es bastante guapa, con largos cabellos dorados como los míos, nariz recta y cara redonda. Son sus grandes ojos vacíos y la manera de torcer la boca cuando sonríe lo que hace que la gente la mire con pena.
Cuando echamos a andar por la rue Haute, Aliénor me agarró por la manga, un poco más arriba del codo. Camina con brío y quienes no la conocen no se imaginan lo que le pasa, como le ha sucedido a Nicolas. Conoce tan bien el camino que, en realidad, no me necesita para guiarla, si no fuera por las boñigas que podría pisar, el contenido de algún orinal que le podría caer encima, o los caballos que a veces se desbocan. Aparte de eso va por las calles como guiada por los ángeles. Si ya ha estado antes en un sitio, es capaz de encontrarlo. Aunque ha tratado de explicarme cómo lo hace -el eco de sus pisadas, el número de pasos, la sensación de las paredes a su alrededor, los olores que le dicen dónde está-, la seguridad con que camina sigue siendo un milagro para mí. De todos modos prefiere ir acompañada; se siente mejor cogida de mi brazo.
Una vez, un día de mercado en otoño, cuando era niña, la dejé sola en la place de la Chapelle, que estaba llena de personas y mercancías: manzanas y peras, zanahorias y calabazas, pan, empanadas y miel, pollos, conejos, gansos, cuero, guadañas, telas, cestos. Me encontré con una buena amiga que había guardado cama muchas semanas por culpa de unas fiebres, y empezamos a pasear y a cotillear para ponernos al día. Sólo me di cuenta de que Aliénor había desaparecido cuando aquella amiga me preguntó por ella, y entonces comprobé que no sentía sus dedos en la manga. Buscamos por todas partes y por fin la encontramos en medio del bullicio, llenos de lágrimas los ojos muertos, entre gemidos y retorcimiento de manos. Se había parado a acariciar una piel de cordero y se soltó de mi manga. Es raro que, como en aquel caso, la ceguera pueda más que ella.
Ya empezaban a olerse las empanadas de la panadera. Les añade bayas de enebro y adorna la corteza con el rostro risueño de un bufón. Eso siempre me hace sonreír.
Aliénor no sonreía, en cambio: arrugaba la nariz, el rostro deformado por el sufrimiento y la repulsión.
– ¿Qué te pasa? -exclamé.
– Por favor, mamá, ¿podemos ir a la iglesia de Sablon, sólo un momento?
Sin esperar respuesta, me empujó hacia la rue des Chandeliers. Incluso angustiada, había contado los pasos y sabía dónde estaba.
Me detuve.
– La panadera dejará pronto de vender; no queremos llegar tarde.
– Por favor, mamá -Aliénor siguió tirándome del brazo.
Olí entonces lo que mi hija ya había advertido a pesar de la carne y el enebro. Jacques le Boeuf. De repente aquel hedor repugnante estaba en todas partes.
– Ven -ahora era yo la que tiraba de ella. Llegamos a la rue des Samaritaines y nos disponíamos a entrar por ella cuando oí el grito de Jacques:
– ¡Christine!
– Corre -susurré, mientras le rodeaba los hombros con el brazo. Tropezamos con los adoquines desiguales, y nos golpeamos con paredes y transeúntes-. Por aquí -la empujé hacia la izquierda-. La iglesia de Sablon está demasiado lejos: entremos mejor en la Chapelle. No creo que se le ocurra mirar.
La hice atravesar rápidamente la plaza, donde los dueños de los puestos recogían ya para volverse a casa. Llegamos a la iglesia y entramos. Llevé a Aliénor a la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, no lejos de la puerta, e hice que se arrodillara detrás de una columna que la ocultaría a los ojos de Jacques le Boeuf si es que aparecía. Me arrodillé, recité una plegaria y luego me senté sobre los talones. No dijimos nada durante un rato y nos limitamos a recobrar el aliento. Si no hubiera sido porque era de Jacques de quien escapábamos, podría haberme reído entonces, porque las dos debíamos de tener un aspecto muy cómico. Pero no lo hice: el rostro de Aliénor reflejaba una intensa angustia.
Miré a mi alrededor. La iglesia estaba vacía. Terminado el rezo de sexta, los fieles se habían marchado. Me gusta bastante la Chapelle -es grande y luminosa gracias a sus muchas ventanas y la tenemos muy cerca-, pero prefiero la iglesia de Sablon. Crecí a un tiro de piedra de sus muros, y ha prestado muchos servicios a los tejedores de esta zona. Es pequeña y está construida con más cuidado, con mejores vidrieras, con animales de piedra y personas que miran hacia abajo desde los muros exteriores. Esas cosas no significan nada para Aliénor, como es lógico; los mejores detalles de una iglesia carecen de sentido para ella.
– Mamá -susurró-, por favor, no hagáis que me case con él. Preferiría entrar en un convento a vivir con ese olor.
El olor -de los orines de oveja fermentados con los que se empapa el glasto para fijar el color- es lo que ha obligado a esos tintoreros a casarse con sus primas durante muchas generaciones. En Aliénor, Jacques le Boeuf debe de ver sangre nueva además de una dote y un vínculo con el taller de un buen lissier.
– ¿Cómo podría vivir con ese hedor sólo para producir un color que ni siquiera veo? -añadió.
– Trabajas en tapices que tampoco ves.
– Sí, pero no huelen mal. Y los toco. Siento su historia entera con los dedos.
Suspiré.
– Todos los hombres tienen defectos, pero eso no es nada comparado con lo que recibes de ellos: comida y ropa, una casa, un medio de vida, una cama. Jacques le Boeuf te dará todas esas cosas y deberías agradecer a Dios tenerlas -había más convicción en mi voz que en mis sentimientos.
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