– Y las agradezco, pero ¿por qué no podría casarme con un hombre más de mi agrado, como otras mujeres? Nadie quiere a ese animal maloliente. ¿Por qué he de aceptarlo yo? Aliénor se estremeció, su cuerpo atravesado por la repugnancia que sentía. Iba a ser desgraciada en la cama con Jacques le Boeuf, no era difícil preverlo. Y me costaba trabajo imaginar las manos teñidas de azul del tintorero en el cuerpo de mi hija sin estremecerme también yo.

– Es una boda de conveniencia -dije-. Si te casas con Jacques ayudarás a su negocio de glasto y al taller de tu padre. Tu marido tendrá siempre encargos de Georges y tu padre conseguirá el azul más barato. ¿Sabes? Tu padre y yo nos casamos para que los talleres de nuestros padres pudieran unirse. Mi padre no tenla hijo varón, y eligió a Georges como heredero haciendo que se casara conmigo. Eso no ha impedido que nuestro matrimonio funcione bien.

– La mía no es una boda de conveniencia -dijo Aliénor-. Sabes que no, mamá. Podríais haberme casado con cualquier otro comerciante: uno de los mercaderes de la lana, o de la seda, u otro tejedor, o incluso un artista. Me queréis emparejar, sin embargo, con un hombre que tiene tantas faltas como para pasar por alto las mías.

– Eso no es verdad -dije, aunque sí lo era-. Cualquiera puede ver lo útil que nos resultas; cómo la ceguera no te impide llevar una casa y ayudar en el taller y cultivar tu huerto.

– Me he esforzado muchísimo -murmuró Aliénor-. He trabajado sin descanso para complaceros, pero al final no ha servido de nada. ¿Quién escogerá a una ciega si puede evitarlo? Hay muchas chicas en Bruselas a las que se elegirá antes que a mí, de la misma manera que se aceptará a la mayoría de los hombres antes que a Jacques le Boeuf. Él y yo somos lo que queda cuando se vacía el barril. Ésa es la razón de que estemos destinados el uno al otro.

No dije nada: Aliénor había argumentado como lo podía haber hecho yo, aunque no parecía convencida. La frente se le había llenado de arrugas y se retorcía un trozo de falda. Le puse una mano encima de la suya para que dejara de hacerlo.

– No hay nada decidido -comenté, apartándole las manos y alisando la tela arrugada-. Hablaré con tu padre. De todos modos te necesitamos para los nuevos tapices; no podemos prescindir de ti en estos momentos. Tiens, Jacques debe de haberse ido ya. Vayamos a casa del panadero antes de que se coman nuestra empanada.

El panadero ya estaba en casa y la familia se disponía a cenar. Sólo conseguí que su mujer nos vendiera una empanada después de prometerle un cesto de guisantes del huerto de Aliénor. No había empanadas con carne de vacuno, sólo de capón. A Georges no le gustan tanto.

Al acercarnos a nuestra casa, Aliénor se asustó como un caballo y se agarró a mi brazo. El hedor a orines de oveja nos había precedido: Jacques le Boeuf debía de ir camino de nuestra casa cuando nos descubrió en la rue Haute. Para su visita había elegido, por supuesto, la hora de la cena, de manera que tuviéramos que invitarlo.

– Quédate con los vecinos -le dije a mi hija-. Vendré a recogerte cuando se haya ido.

La dejé en la puerta del tejedor de paño, a dos casas de distancia de la nuestra, y Aliénor se deslizó en su interior.

Jacques bebía cerveza con Georges en el huerto. A no ser que haga mucho frío siempre lo llevamos allí cuando nos visita. Imagino que debe de estar acostumbrado a que se le trate así. El Oído y El Olfato, las pinturas de Nicolas, colgaban todavía de la pared, pero el artista había desaparecido. Jacques le Boeuf consigue ese efecto dondequiera que va.

– Hola, Jacques -dije, entrando en el huerto para saludarlo y esforzándome para no sentir náuseas.

– Acabáis de escapar de mí hace un momento -se lamentó con voz atronadora-. ¿Por qué habéis escapado la muchacha y vos?

– No sé lo que quieres decir. Aliénor y yo íbamos a la Chapelle a rezar antes de pasar por la casa del panadero. Teníamos que darnos prisa para llegar antes de que cerrase, de manera que íbamos corriendo, pero no para evitarte. Te quedarás a cenar, bien sûr. tenemos empanada -insoportable o no, pedirle que se quedara era lo correcto, sobre todo si iba a acabar siendo nuestro yerno.

– Habéis escapado de mí -repitió Jacques-. No deberíais haberlo hecho. Vamos a ver, ¿dónde está la chica?

– Ha ido a hacer una visita.

– Bien.

– Jacques quiere hablar con nosotros sobre Aliénor -le interrumpió Georges.

– No; quiero hablar con vos de vuestro ridículo encargo de azul para los nuevos tapices -Jacques le Boeuf hizo un gesto en dirección a El Oído-. Mirad eso: apenas hay azul, en especial con tantísimas flores. El gusto por las millefleurs acabará conmigo, todo rojos y amarillos. Y todavía menos azul en este otro, por lo que parece -contempló El Olfato, esbozado ya, aunque sólo estaban pintados el rostro y los hombros de la dama-. Me dijisteis que habría mucho más azul en esos tapices; que la mitad del suelo sería azul por la hierba. Ahora sólo son islas de azul, y hay mucho más rojo.

– Hemos añadido árboles a los dibujos -replicó Georges-. El azul que les corresponda compensará en gran parte la ausencia de hierba.

– No lo suficiente: la mitad de las hojas son amarillas Jacques le Boeuf fulminó con la mirada a Georges.

Era cierto que habíamos cambiado la cantidad de azul que nos disponíamos a encargarle. Una vez que tuvimos uno de los dibujos a escala, Georges y yo calculamos la noche anterior cuánto íbamos a necesitar para todos los tapices. Y por la mañana mi marido había mandado a nuestro hijo a casa de Jacques le Boeuf para contárselo.

– Los dibujos han cambiado desde la primera vez que hablamos -dijo Georges tranquilamente-. Eso sucede con frecuencia. Nunca te prometí una cantidad concreta de azul.

– Me habéis engañado y tendréis que compensarme -insistió Jacques.

– ¿Comerás aquí la empanada? -intervine-. Es agradable comer fuera algunas veces. Madeleine, trae la empanada -llamé hacia el interior de la casa.

– Jacques, sabes que no puedo garantizar cantidades -dijo Georges-. No es así como se trabaja en este negocio. Las cosas cambian a medida que avanzamos.

– No os proporcionaré el azul hasta que hayáis accedido a lo que pido.

– Entregarás la lana mañana, como prometiste -Georges hablaba lentamente, como si le explicase algo a un niño.

– No lo haré hasta que me prometáis acceder a lo que pido.

– ¿Acceder a qué?

– A vuestra hija.

Georges me miró.

– No lo hemos hablado aún con Aliénor.

– ¿Qué es lo que hay que hablar? Me dais su dote y será mi mujer. Es todo lo que hay que decirle.

– Todavía necesitamos a Aliénor -les interrumpí-. Esos tapices son el encargo más importante que hemos aceptado, y hará falta que trabaje todo el mundo. Prescindir incluso de Aliénor podría significar que no los terminásemos a tiempo y eso querría decir que no te encargaríamos azul para ninguno de ellos.

Jacques le Boeuf hizo caso omiso de lo que le decía.

– Dadme a vuestra hija como esposa y os aprovisionaré de lana azul -dijo mientras Madeleine aparecía con la empanada y un cuchillo. Contenía la respiración para que no le entrara el olor de Jacques en la nariz, pero se le vaciaron los pulmones en un resoplido de sorpresa cuando oyó lo que decía el tintorero. Fruncí el entrecejo y negué con la cabeza, mirándola, mientras ella dejaba precipitadamente la empanada sobre la mesa y se apresuraba a volver a la casa.

– Christine y yo tenemos que hablarlo -dijo Georges-. Te daré mañana mi contestación.

– Bien -dijo Jacques. Se apoderó del cuchillo y se cortó una generosa porción-. Me dais a la chica y conseguiréis vuestro azul. Y no tratéis de acudir a otros tintoreros de glasto: me conocen a mí mejor de lo que os conocen a vos -por supuesto que sí: son todos primos.

Georges había estado a punto de cortarse un trozo de empanada, pero se detuvo con el cuchillo suspendido en el aire. Cerré los ojos para no ver la cólera en su rostro. Cuando los abrí de nuevo había hundido la punta del cuchillo en la empanada, dejándolo clavado completamente recto.

– Tengo trabajo pendiente -dijo, levantándose-. Te veré mañana.

Jacques le Boeuf dio un enorme bocado a su trozo de empanada; no pareció ofenderle que Georges se marchara mientras él comía.

Me retiré también y fui en busca de Madeleine. La encontré inclinada sobre la olla de las lentejas, el rostro encendido por el calor.

– No le digas una palabra a Aliénor -le susurré-. No necesita enterarse de esto ahora mismo. Además, nada está decidido.

Madeleine alzó los ojos para mirarme, se colocó un mechón de cabellos detrás de la oreja y empezó de nuevo a frotar el fondo de la olla.

Jacques se comió la mitad de la empanada antes de marcharse. Yo no la probé: había perdido el apetito. Aliénor no dijo nada cuando fui a buscarla a casa de los vecinos: entró directamente en el huerto y empezó a recoger la cesta de guisantes para el panadero. Me alegré de que no hiciera preguntas, porque no habría sabido responderle. Más tarde se ofreció a llevar los guisantes a la mujer del panadero. Cuando se hubo marchado llevé a Georges hasta el extremo más distante del huerto, junto al emparrado cubierto de rosas, para que nadie pudiera oírnos. Nicolas y Philippe trabajaban codo con codo en El Olfato: Nicolas pintaba los brazos de la dama y Philippe empezaba con el león.

– Qué vamos a hacer con Jacques le Boeuf, entonces? -pregunté.

Georges contempló las rosas silvestres como si estuviera escuchándolas a ellas en lugar de a mí.

– Alors?

Georges suspiró.

– Tendremos que dársela.

– El otro día bromeabas diciendo que el olor la mataría.

– No sabía aún que íbamos a reducir el azul de los tapices. Si no conseguimos pronto ese azul nos retrasaremos y Léon nos multará. Jacques está informado. Me tiene en sus manos.

Me acordé de los escalofríos de Aliénor en la Chapelle.

– Lo detesta.

– Christine, sabes que a tu hija no le harán otra propuesta mejor. Es una suerte que cuente con ésa. Jacques la cuidará. No es mala persona, aparte del olor, y Aliénor acabará por acostumbrarse. Algunas personas se quejan del olor de la lana en nuestra casa, pero nosotros no lo notamos, ¿verdad que no?

– La nariz de Aliénor es más delicada que las nuestras.

Georges se encogió de hombros.

– Jacques le pegará -dije.

– No si le obedece.

Resoplé.

– Vamos, Christine, eres una mujer práctica. Más que yo, la mayor parte del tiempo.

Pensé en Jacques le Boeuf devorando la mitad de nuestra empanada, y en su amenaza de arruinar el negocio de Georges. ¿Cómo podía aceptar mi marido que un hombre así se llevara a nuestra hija? Pero incluso mientras lo pensaba, ya sabía que era muy poco lo que me estaba permitido decir. Conocía a mi marido y su decisión era firme.

– Ahora no podemos prescindir de ella -dije-. La necesitamos para coser esos tapices. Además no le he preparado el ajuar.

– No se irá aún, pero podrá marcharse cuando los tapices estén casi acabados. Tú podrías terminar de coser los dos últimos. A finales del año que viene, pongamos. Sin duda podría estar en casa de Jacques para Navidad.

Nos quedamos callados y contemplamos las rosas silvestres que crecían en el emparrado. Una abeja que recogía polen hizo que el cáliz se balanceara arriba y abajo.

– Aliénor no debe saber nada de esto por el momento -dije por fin-. Haz que a Jacques le quede bien claro que no puede ir por ahí presumiendo de su prometida. Si dice una palabra se rompe el compromiso.

Georges asintió con la cabeza.

Quizá era una crueldad por mi parte. Quizá había que decírselo ya a Aliénor. Pero no soportaba la idea de vivir con su rostro entristecido durante año y medio mientras esperaba lo que más temía. Mejor para todos que sólo lo supiera cuando llegase el momento.

Regresamos atravesando el huerto de Aliénor, que resplandecía con flores, guisantales, cuidadas hileras de lechugas, plantas bien recortadas de tomillo, romero y espliego, menta y melisa. ¿Quién cuidará de esto cuando se haya ido?, pensé.

– Philippe, deja de pintar ahora: te necesito para dibujar en la urdimbre una vez que hayamos colocado el cartón debajo -dijo Georges, adelantándome. Se acercó a El Oído-. Tiens, ayúdame a llevar esto dentro, si está seco. ¡Georges, Luc! -llamó. Parecía severo y enérgico: su manera de poner punto final a nuestra conversación.

Philippe dejó caer el pincel en un recipiente con agua. Los otros muchachos se apresuraron a salir del taller. Georges le Jeune se subió a una escalera para retirar el cartón de la pared. Luego, una persona en cada esquina, lo llevaron hasta el telar.

Al desaparecer el cartón, el huerto pareció repentinamente vacío. Me quedé a solas con Nicolas, que pintaba las manos de la dama, que sostenían un clavel. También él tenía uno en la mano. En lugar de volverse, siguió dándome la espalda, algo impropio de Nicolas: de ordinario no pierde ocasión de hablar a solas con una mujer, aunque sea madura y esté casada.