Aquella noche soñé con una tira de tapiz en la que estaba tejido el rostro de Claude, y al despertar comprobé que había tenido una polución, algo que llevaba algún tiempo sin sucederme. Al día siguiente encontré una excusa para ir a Saint-Germain-des-Prés: un amigo que vive por allí podría contarme más cosas sobre cetrería. Podría, por supuesto, haber preguntado a alguien de la rue Saint Denis, pero así recorrería la rue du Four y vería la casa de los Le Viste, cosa que llevaba algún tiempo sin hacer. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, aunque apenas había pasado el Domingo de Resurrección y no era probable que la familia hubiera salido ya camino de Lyon. Aunque esperé, nadie entró ni salió.

Tampoco encontré a mi amigo, y regresé sin prisa hacia el centro. Al cruzar las murallas de la ciudad por la porte Saint-Germain y abrirme camino entre los puestos del mercado que la rodea, vi una cara conocida, una mujer que fruncía el ceño mientras miraba unas lechugas tempranas. Ya no estaba tan gorda.

– Marie-Céleste -la llamé por su nombre sin saber que lo recordaba.

Se volvió y me miró sin sorprenderse mientras me acercaba.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Ver tu sonrisa.

Marie-Céleste gruñó y se volvió hacia las lechugas.

– Ésta tiene manchas por todas partes -le dijo al que las vendía,

– Busca otra, entonces -le respondió el hortelano con un encogimiento de hombros.

– ¿Haces la compra para los Le Viste?

Marie-Céleste empezó a revisar las demás lechugas, la boca convertida en una línea adusta.

– Ya no trabajo allí. Deberías saberlo.

– ¿Por qué no?

– Tuve que marcharme para dar a luz a mi hija, ésa es la razón. Claude iba a hablar en mi favor, pero cuando regresé había otra chica en mi puesto y la señora no quiso saber nada.

Oír el nombre de Claude me hizo temblar de deseo. Marie-Céleste me miraba indignada y traté de pensar en otra cosa.

– ¿Qué tal está la niña?

Sus manos dejaron de moverse por un momento. Luego empezó otra vez a revisar las lechugas.

– Se la di a las monjas -cogió una lechuga y la agitó.

– ¿A las monjas? ¿Por qué?

– Necesitaba volver a trabajar para mantener a mi madre, que está demasiado vieja y enferma para cuidar de un bebé. No podía hacer otra cosa. Y luego resultó que tampoco tenía un empleo al que volver.

Me callé, pensando en una hija entregada a las monjas. No era lo que deseaba para la descendencia que pudiera tener.

– ¿Cómo se llama?

– Claude.

La abofeteé con tanta fuerza que se le escapó la lechuga de la mano.

– ¡Oye! -exclamó el vendedor-. ¡Si la dejas caer, la pagas!

Marie-Céleste se echó a llorar. Recogió su cesto y se alejó corriendo.

– ¡No la dejes en el suelo! -gritó el del puesto.

Recogí la lechuga -se le caían las hojas- y la tiré encima de las demás antes de correr tras ella. Cuando la alcancé, Marie-Céleste tenía la cara roja de correr y de llorar al mismo tiempo.

– ¿Por qué le pusiste ese nombre? -grité, cogiéndola del brazo.

Marie-Céleste agitó la cabeza y trató de soltarse. Empezó a reunirse un grupo de curiosos: en un mercado todo es espectáculo.

– ¿Vas a pegarle otra vez? -se burló una mujer-. Si es así, aguarda a que venga mi hija para que sepa lo que le espera.

Aparté a Marie-Céleste de los mirones y la llevé hasta un callejón. Los vendedores habían echado allí sus basuras: coles podridas, restos de pescado, estiércol de caballo. Una rata salió corriendo cuando empujé a mi presa más allá del montón de residuos.

– ¿Por qué le has puesto ese nombre a mi hija? -le pregunté en voz más baja. Era extraño utilizar la palabra hija.

Marie-Céleste me miró con gesto de cansancio. Su rostro blancuzco era como un bollo con dos pasas clavadas, y los cabellos oscuros se le escapaban, lacios, de la cofia. Me pregunté por qué había querido alguna vez llevármela a la cama.

– Le dije a Claude que lo haría -respondió-. Le agradecí mucho que se ofreciera a interceder en mi favor. Pero luego no lo hizo; cuando hablé con dame Geneviéve juró que mademoiselle no le había dicho nada. La señora pensó que la había dejado plantada y perdí el empleo. Así que a la niña le puse Claude para nada, después de todo lo que había hecho por mademoiselle de pequeña. Por suerte he conseguido otro trabajo en la rue des Cordeliers. Los Belleville. No son tan ricos como los Le Viste, pero no tengo motivo de queja. En ocasiones invitan incluso a las damas de la familia Le Viste.

– ¿Las Le Viste van a tu casa?

– Ya me encargo de que no me vean cuando lo hacen -Marie-Céleste había acabado por serenarse. Miró a su alrededor en el callejón y esbozó una sonrisa-. Nunca pensé que acabara otra vez contigo en un callejón.

– ¿Quiénes van de visita? ¿Sólo dame Geneviéve, o la acompañan sus hijas?

– De ordinario Claude va con ella -dijo Marie-Céleste-. Hay una hija de la misma edad con la que se lleva bien.

– ¿Van a menudo?

Marie-Céleste arrugó la frente como la anciana en la que se convertirá algún día.

– ¿Qué más te da?

Me encogí de hombros.

– Simple curiosidad. He trabajado para monseigneur Le Viste, como sabes, y me preguntaba cómo son las mujeres de su familia.

En el rostro de Marie-Céleste apareció una sonrisa maliciosa.

– Imagino que quieres venir y verme allí, ¿no es eso?

Me quedé boquiabierto, sorprendido de que coqueteara conmigo después de todo lo sucedido. Pero, por otra parte, podía serme útil. Sonreí y le quité una pluma del hombro.

– Tal vez.

Cuando adelantó el brazo y me puso la mano en la entrepierna, noté que me excitaba muy deprisa, y de repente su rostro se me antojó menos blancuzco y más rosado. Marie-Céleste retiró la mano con la misma rapidez, sin embargo.

– Se me hace tarde. Ven un día a verme -me describió la casa de la rue des Cordeliers.

– Quizá vaya cuando os visiten las Le Viste -añadí-. Así podré echar una ojeada para satisfacer mi curiosidad.

– Como quieras. De hecho sé que vienen pasado mañana. Se lo he oído decir a mi señora.

Era demasiado fácil. Una vez que Marie-Céleste se alejó, balanceando el cesto mientras se alejaba, me pregunté por un momento qué era lo que esperaba sacar de aquello, aparte de un placer momentáneo entre las piernas. Pero no lo pensé mucho tiempo. Quería ver a Claude le Viste y eso me bastaba.


Por supuesto era demasiado fácil. La generosidad de Marie-Céleste no llegaba a tanto.

La casa de los Belleville carecía, sin duda, del esplendor de la morada de los Le Viste. Tenía dos pisos y cristales en algunas de las ventanas, pero la rodeaban otras casas y algunas de las vigas se estaban pudriendo. La estudié mientras esperaba a Marie-Céleste al otro lado de la calle, preguntándome si vería entrar a Claude. No sabía cómo me iba a ser posible tener un tête-á-tête con ella. Estarían cerca su madre y Béatrice, así como las damas de la casa. Y no había que olvidar a Marie-Céleste: quizá tuviera que montarla sólo para librarme de ella. Carecía de plan, excepto el de estar atento y verlo todo. Y, por lo menos, trataría de hablar un momento con Claude para concertar otra cita. Había pagado incluso a un individuo para que me escribiera una nota: Claude sería capaz de leerla, a diferencia de mí. El escribano sonrió al escuchar mis palabras, pero las había escrito. Las personas hacen casi cualquier cosa por una moneda o dos.

Marie-Céleste abrió la puerta principal, se asomó y me hizo señas. Crucé la calle corriendo y me metí en la casa. Me hizo atravesar una habitación, luego otra decorada con tapices -aunque estaba demasiado oscura para verlos bien-, y después seguimos en dirección contraria a través de la cocina, donde el cocinero, inclinado sobre una olla puesta al fuego, me fulminó con la mirada.

– No hagáis ruido o habrá problemas -gruñó. No recordaba si Marie-Céleste había hecho ruido cuando se me abrió de piernas por vez primera, pero le seguí la corriente, y le sonreí con intención antes de salir por la puerta de atrás.

– Idiota -murmuró el otro.

No tuve tiempo de entender la advertencia que se escondía detrás de aquella palabra. Al poner el pie en el jardín trasero, oí un ruido a mi espalda y recibí un golpe tal en la cabeza que vi las estrellas. Me tambaleé, y ni siquiera pude volverme para tratar de reconocer a mi agresor antes de que una patada me derribase. Luego seguí recibiendo golpes en el costado y en la cabeza. Conseguí mirar pese a la sangre que me cegaba y vi a Marie-Céleste cruzada de brazos.

– Cuidado con la colada -le dijo al individuo que seguía oculto para mí. Pero ya era demasiado tarde: la sábana colgada detrás de ella estaba salpicada de sangre.

Recuperé el aliento lo bastante para quejarme antes de que el otro me pateara de nuevo.

Todo estaba extrañamente silencioso, a excepción del ruido de los golpes y del de los zapatos de Marie-Céleste al aplastar la tierra cuando se apoyaba en un pie o en otro. Me había hecho un ovillo, tratando de protegerme el vientre y recibía los golpes en la espalda. Después de una o dos patadas en la cabeza, perdí el conocimiento unos instantes. Al volver en mí oí un gemido muy agudo, como de un conejo pillado en una trampa. ¿Por qué hacía aquel ruido Marie-Céleste?, pensé.

– Cállate -dijo ella entre dientes, y entonces me di cuenta de que el ruido lo hacía yo.

– Pégale en los huevos -le dijo Marie-Céleste a mi atacante-. Que no vuelva a dejar embarazada a nadie.

El agresor me buscó las rodillas con otra patada para que cambiara de postura y quedara boca arriba. Mientras se preparaba para el golpe de gracia cerré los ojos. Luego oí el crujido de unos postigos. Abrí los ojos y vi el rostro de Claude asomado al alféizar de una ventana muy por encima de donde yo estaba. Sus ojos claros estaban muy abiertos. Era como una franja de tapiz.

– ¡Arrétez! -gritó Marie-Céleste. Su esbirro hizo una pausa, miró hacia arriba y se marchó en un abrir y cerrar de ojos. Nunca hubiera creído que se podía desaparecer tan deprisa. Le vi lo bastante de la cara, sin embargo, para reconocer al mayordomo de Le Viste. Que me anduviera con cuidado, claro que sí. Siempre me había odiado: lo suficiente, al parecer, para arriesgar su posición privilegiada. Se trataba de eso o de que había puesto los ojos en Marie-Céleste.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Eres tú, Marie-Céleste? -llamó Claude desde arriba-. Y -sobresaltada- ¿Nicolas?

Otros rostros aparecieron junto al de Claude: los de Geneviéve de Nanterre, Béatrice, madame y mademoiselle de Belleville. Era tan extraño ver sus cabezas apiñadas mirándome desde lo alto -como pájaros en un árbol contemplando un gusano- que volví a cerrar los ojos.

– ¡Oh, mademoiselle, un individuo ha atacado a monsieur! -exclamó Marie-Céleste-. No sé de dónde ha salido, ¡sólo lo he visto cuando se le echaba encima!

De repente sentí el dolor de los golpes por todas partes. Gemí en contra de mi voluntad. Sentí el sabor de la sangre.

– Voy a bajar -dijo Claude.

– No, no lo harás -respondió su madre-. Béatrice, ve tú y ayuda a Marie-Céleste a atenderlo.

Cuando abrí los ojos todas las cabezas habían desaparecido, excepto la de Claude. Me miraba. Completamente inmóvil. Nos sonreímos. Contemplar su rostro era como ver el cielo azul entre las hojas de un árbol. Luego desapareció de repente, como si la hubieran apartado de la ventana.

– No te atrevas a decir nada -susurró Marie-Céleste-. Habías venido a verme y ese individuo trató de robarte.

Seguí tumbado sin moverme. No ganaría nada contando a Béatrice lo que realmente había pasado: si lo hacía, Marie-Céleste podría decirle que teníamos una hija y ella se lo contaría a Claude. No quería que Claude lo supiera.

Béatrice apareció con un cuenco de agua y un trozo de tela. Se arrodilló a mi lado, me puso la cabeza en el regazo y empezó a limpiarme la sangre de la cara. El simple movimiento del cuello me mareaba y tuve que cerrar los ojos.

Cuando Marie-Céleste volvió a contar que un individuo me había atacado para robarme, Béatrice no dijo nada. Aquello asustó mucho a Marie-Céleste, que empezó a tejer un relato cada vez más complicado, con rencillas y bolsas de dinero y amigos de hermanos y palabras violentas. Acabó metiéndose en un lío terrible.

Finalmente Béatrice la interrumpió:

– ¿Cómo entró el ladrón en la casa? Tenía que conocer a alguien.

Marie-Céleste trató de dar nuevas explicaciones, pero acabó por descubrir que las palabras eran su enemigo y se calló como si alguien le hubiera metido un trapo en la boca.

Cuando Béatrice me abrió la túnica y me pasó el paño húmedo por los hombros y el pecho, gemí e hice muecas de dolor. Mis gritos soltaron de nuevo la lengua de Marie-Céleste.