– No entiendo qué hacía ese hombre…

– Ve a buscar agua limpia -le interrumpió Béatrice-. Que esté tibia.

Cuando Marie-Céleste se apresuró a entrar en la casa alguien debió de aparecer en el umbral detrás de mí, porque Béatrice volvió la cabeza.

– Preguntad si tienen árnica. De lo contrario, un puñado de margaritas o caléndulas secas en agua tibia ayudará.

La persona que escuchaba hizo un movimiento y se marchó.

– ¿Era Claude? -pregunté. Apenas podía mover los labios.

Como Béatrice no respondía, abrí los ojos y los alcé hasta los suyos, marrones, que ocupaban tanto sitio en su rostro insignificante.

– No -dijo-. Era la hija de la casa.

No supe si mentía. Volví la cabeza y escupí dos dientes. Pasaron rozando la falda azul de muaré de Béatrice y rebotaron sobre el suelo.

– ¿Qué habéis hecho para recibir semejante paliza? -preguntó Béatrice en voz baja-. Fuera lo que fuese, probablemente os lo merecíais.

– Béatrice, metedme la mano en el bolsillo.

Las cejas, pintadas y arqueadas, le crearon arcos todavía más pronunciados en la frente.

– Por favor. Tengo algo ahí que quiero que entreguéis.

Béatrice vaciló, pero luego metió la mano en mi jubón y sacó la nota. Estaba manchada de sangre.

– Dádsela a Claude.

Béatrice miró hacia atrás.

– Sabéis que no puedo hacer eso -susurró.

– Sí, sí que podéis. Claude querría que lo hicierais. Sois su dama, ¿no es cierto? Debéis hacer lo que es mejor para ella -la miré fijamente. Las mujeres han dicho con frecuencia que los ojos son lo que más les gusta de mí. Menos mal que nunca han mencionado los dientes.

El rostro de Béatrice se dulcificó, la barbilla metida en el cuello, las ventanas de la nariz dilatadas. No dijo nada, pero se guardó la nota en la manga.

Marie-Céleste regresó enseguida con un cuenco que olía a flores. Cerré los ojos y dejé que Béatrice y ella me lavaran. En otra ocasión habría disfrutado con las atenciones de dos mujeres, pero ahora estaba tan dolorido que sólo quería dormir y olvidarme de los golpes. Madame de Belleville apareció un momento para ordenar que unos criados me llevaran a casa. Estaba quedándome dormido cuando su voz se hizo áspera para dirigirse a Marie-Céleste.


Estuve tres días en la cama antes de poder moverme con normalidad. Tenia rígidas las articulaciones, los ojos morados, la nariz hinchada y una costilla rota, de manera que un dolor agudo me atravesaba de parte a parte cuando trataba de moverme. Guardé cama y bebí cerveza, aunque sin comer nada, y dormí la mayor parte del tiempo, aunque por la noche permanecía despierto maldiciendo los dolores que me asaltaban.

Tenía la esperanza de que apareciese Claude. Al cuarto día oí pasos en la escalera, pero no fue ella quien abrió la puerta, sino Léon le Vieux, que se quedó en el umbral examinando mi habitación, fría y sucia: la criada de Le Coq d'Or no había subido aún ni a encender el fuego ni a llevarse la comida que me había traído el día anterior. De ordinario Léon no me visita, sino que envía un mensajero que me lleve a su casa. Me esforcé por incorporarme.

– Te has portado mal, ¿no es eso?

Empecé a protestar, pero renuncié enseguida. Léon parecía saberlo todo: no tenía sentido mentirle. Volvía tumbarme.

– Me dieron una buena paliza.

Léon rió entre dientes.

– Descansa ahora. Tienes que ponerte bien pronto; por tus sufrimientos te voy a mandar de peregrinación.

Me quedé mirándolo.

– ¿De peregrinación? ¿Dónde?

Léon sonrió.

– No al sur, sino al norte. A ver una reliquia en Bruselas.

Geneviéve de Nanterre

Claude no me miró mientras regresábamos a la rue du Four. Caminaba tan deprisa que casi pisó a un barrendero que recogía estiércol y desperdicios. Béatrice se esforzaba por seguirla. Es más pequeña que Claude, que sale a su padre en el tamaño. Otro día me hubiera reído al ver a mi antigua dama de honor trotar detrás de su ama como un perrito. Hoy no me he reído.

Renuncié a tratar de mantenerme a la altura de mi hija y caminé a un paso más tranquilo con mis damas. Nos dejaron muy atrás enseguida, y dificultaron mucho la tarea del lacayo enviado para acompañarnos a la rue des Cordeliers y regresar luego con nosotras. Iba y venía corriendo entre los dos grupos, pero sin atreverse a pedir a Claude que caminara más despacio, ni a mí que me apresurase. Habló, es cierto, con Béatrice, pero no sirvió de nada: al llegar a la porte Saint-Germain, las habíamos perdido de vista.

– Déjalas -tranquilicé al lacayo cuando regresó junto a nosotras-. Ya no están lejos de casa de todos modos.

A mis damas se les escaparon exclamaciones de asombro. Sin duda tenía que parecerles extraño. Durante todo un año había mantenido a Claude estrechamente vigilada y ahora, en cambio, la dejaba que se perdiera de vista precisamente cuando el hombre del que la protegía se había presentado en la casa que visitábamos. ¿Cómo podía haber concertado Claude semejante encuentro bajo nuestros propios ojos? No acababa de creérmelo, pese a que había reconocido a Nicolas des Innocents en el instante mismo en que lo vi tumbado en el suelo, la cara magullada y ensangrentada. El espectáculo me horrorizó y tuve que quedarme muy quieta para que Claude no me viera estremecerme. Tampoco ella se movió, como para ocultar lo que sentía. Y así nos quedamos, la una al lado de la otra, como piedras, mirándolo desde arriba. Sólo Béatrice se movía de aquí para allá, como una abeja libando de flor en flor. Fue un alivio decirle que bajase a atender al herido.

Estaba cansada de pensar en Claude. Estaba cansada de preocuparme por lo que pudiera pasarle, cuando era tan evidente que a ella no le importaba. Por un momento tuve incluso la tentación de arrojarla en brazos del pintor y dar por zanjado el problema de una vez por todas. Claro está que no podía hacerlo, pero permití que Béatrice y ella se perdieran de vista, casi con la esperanza de que Claude tomara la iniciativa.

Al llegar a casa, el mayordomo me dijo que Claude estaba en su habitación. Subí a mi cuarto, mandé llamar a Béatrice, y pedí que una de mis damas ocupara su sitio junto a Claude.

Béatrice, nada más entrar, cayó de rodillas junto a mi silla y empezó a hablar antes de que yo pudiera decir una palabra.

– Madame, vuestra hija afirma que no sabía nada de la presencia de Nicolas des Innocents en la rue des Cordeliers. La sorprendió tanto como a nosotras verlo allí abajo y en aquel estado. Jura por Nuestra Señora que no ha tenido ningún contacto con él.

– ¿Y tú la crees?

– Es imposible que lo haya tenido; de lo contrario lo sabría. He estado con ella todos estos meses.

– También de noche? Tendrás que dormir.

– Nunca me duermo antes que ella. Me pellizco para estar despierta -jamás he visto tan abiertos los ojos de Béatrice-. Y cuando se duerme le ato un cordón de seda al tobillo, para enterarme si se levanta.

– Claude sabe deshacer nudos -estaba más bien divirtiéndome con la angustia de Béatrice. Sin duda temía perder su puesto.

– Madame, no ha visto a Nicolas. Os lo juro -se buscó en la manga y sacó un trozo de papel. Tenía manchas de sangre, al igual que la manga y el corpiño de Béatrice-. Mirad, quizá esto nos explique lo que ha pasado. El pintor me lo dio para entregárselo a mademoiselle.

Cogí el papel y lo desdoblé con cuidado. La sangre ya estaba seca.


Mon amour:

Ven a mí: la habitación encima de Le Coq d'Or, junto a la rue Saint-Denis. Cualquier noche, tan pronto como puedas.

Ça c'est mon seul désir.

Nicolas


El grito que lancé me desgarró la garganta. Béatrice retrocedió asustada, apartándose de mí como si yo fuera un jabalí a punto de atacar. Mis damas se pusieron en pie a trompicones.

No pude evitarlo. Ver mis palabras -porque supe al instante que eran un eco suyo- escritas en un trozo de papel ensangrentado, con una letra muy vulgar, por algún borracho que reía con desdén en una taberna, era más de lo que podía soportar.

Claude pagaría por ello. Si yo no podía conseguir mon seul désir, me aseguraría de que tampoco ella realizara el suyo.

– Ve a lavarte el vestido -le dije a Béatrice, estrujando el papel-. Está impresentable.

Me miró fijamente, se recogió la falda con manos temblorosas y se puso en pie.

Cuando se hubo marchado les dije a mis damas:

– Venid a cambiarme de traje y a peinarme. Voy a ver a mi señor.


Durante el último año no había dicho una palabra a mi esposo sobre la actitud rebelde de la mayor de nuestras hijas. Sabía cuál sería su respuesta: arrojarme a la cara mis propias palabras y acusarme de no cuidar bien de Claude. No es que esté muy unido a Claude o a sus otras hijas -aunque quizá sienta cierta debilidad por Jeanne-, pero la primogénita es su heredera, para bien o para mal. Hay ciertas cosas que se esperan de ella, y es responsabilidad mía prepararla. Si Jean supiera la verdad -que Claude, en lugar de conservar la virginidad para su esposo, preferiría perderla con un artista de París-, me pegaría a mí, no a ella, por no haberle enseñado a obedecer.

Pero ahora tenía que romper el silencio. Lo que me proponía hacer con Claude requería su consentimiento: precisamente el consentimiento que el padre Hugo me había desaconsejado pedir para mí un año antes.

Jean estaba en su cámara con el mayordomo, repasando las cuentas de la casa. Es una tarea que me corresponde a mí, pero de la que Jean prefiere ocuparse, como de todo lo demás. Hice una profunda reverencia ante la mesa donde estaban sentados.

– Monseigneur, me gustaría hablar con vos. A solas.

Jean y el mayordomo alzaron la cabeza y fruncieron el ceño al unísono, como si fueran marionetas dirigidas por el mismo titiritero. Por mi parte, mantuve los ojos fijos en el cuello de piel de la túnica de Jean.

– ¿No podéis esperar? El mayordomo ha estado fuera y acabamos de sentarnos.

– Lo siento, monseigneur, pero es urgente.

Al cabo de un instante, Jean le dijo al mayordomo:

– Espera fuera.

El otro asintió con un gesto de cabeza, pero dio la sensación de haber dormido mal y de tener tortícolis. Me alcé al levantarse él. Después de dirigirme una breve reverencia, nos dejó solos.

– ¿De qué se trata, Geneviéve? Estoy muy ocupado.

Tendría que andarme con pies de plomo.

– Se trata de Claude. Se prometerá el año que viene, como es lo adecuado, y decidiréis pronto, o quizá lo hayáis decidido ya, quién será su señor y esposo. He empezado a prepararla para su nueva vida, enseñándola a comportarse y vestirse, a llevar a los criados y las cuestiones relacionadas con la casa, a atender a los invitados y bailar. Progresa adecuadamente en todas esas cosas.

Jean no dijo nada pero golpeó repetidamente la mesa con un dedo. Su silencio me obliga con frecuencia, al tratar de llenarlo, a utilizar más palabras de las necesarias. Luego se limita a mirarme, y todo lo que he dicho parece no tener más valor que las bromas de un bufón en el mercado. Empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación.

– Existe un terreno, sin embargo, en el que necesita más dirección de la que puedo darle. No ha asimilado de verdad los principios de la Iglesia, ni el amor a Nuestra Señora y a Nuestro Señor Jesucristo.

Jean agitó la mano. Conozco bien ese gesto de impaciencia, lo he visto cuando la gente le habla de cosas que no le interesan. La indiferencia de Claude hacia la Iglesia quizá sea consecuencia de la de su padre: siempre ha descartado que tenga importancia para su alma, y sólo le preocupa por su influencia sobre el Rey. Para él los sacerdotes no son más que hombres con quienes hay que hacer tratos, y el momento de la misa, una ocasión de reunirse y hablar de asuntos de la Corte.

– Para una aristócrata es importante tener una fe sólida -dije con energía-. Nuestra hija ha de ser pura de espíritu, no sólo de cuerpo. Cualquier noble auténtico esperará eso de ella.

Jean frunció el ceño, y temí haber ido demasiado lejos. No le gusta que se le recuerde que algunos no le consideran un auténtico aristócrata. Me vino entonces a la memoria el desconsuelo que sentí cuando mi padre me anunció que contraería matrimonio con Jean le Viste. Mi madre se había encerrado en su habitación y lloraba, pero, por mi parte, tuve buen cuidado de no mostrar lo que sentía al verme ligada a un hombre cuya familia había comprado su elevación a la aristocracia. Mis amigas se mostraron amables, pero sabía que se reían a mis espaldas y que me compadecían: pobre Geneviéve, un peón en la partida de su padre con la Corte. Nunca supe qué ventajas obtuvo mi padre entregándome a Jean le Viste. Desde luego, mi marido salió beneficiado: el apoyo de mi familia paterna fue decisivo para él. Fui yo quien perdió. Había sido una chica alegre, no muy distinta de Claude a su edad. Pero años de convivencia con un hombre tan frío acabaron con mis sonrisas.