Mientras cruzaba el patio tuve una idea y regresé a toda prisa a los establos.
– Salgo otra vez -les dije a los sorprendidos mozos-. Llevadme a la rue des Rosiers.
Léon le Vieux también se sorprendió: pocas veces lo visita una aristócrata, y menos aún sola. Se comportó con gran amabilidad, sin embargo, y me invitó a instalarme cómodamente junto al fuego. Ha prosperado mucho: tiene una casa excelente, llena de alfombras, lujosos arcones y bandejas de plata. Conté dos criadas, si bien fue su esposa quien nos trajo vino dulce y me hizo una profunda reverencia. Parecía razonablemente feliz y en su vestido había seda tejida con la lana.
– ¿Cómo os va, dame Geneviéve? -me preguntó Léon mientras nos sentábamos-. ¿Y Claude? ¿Y Jeanne y la pequeña? -nunca olvida interesarse por todas mis hijas. Siempre me ha sido simpático, aunque temo por su alma. Su familia se ha convertido, pero él, sin embargo, no es como nosotros. Busqué con la mirada algún signo que me lo confirmara, aunque sólo vi un crucifijo en la pared.
– Necesito vuestra ayuda, León -dije, tomando un sorbo del vino-. ¿Habéis tenido noticias de mi esposo?
– ¿Sobre los tapices? Sí, esta mañana. Hacía los preparativos para encaminarme a Bruselas cuando habéis llegado.
– He de pediros algo. Quizá os resulte incluso ventajoso. Enviad a Nicolas des Innocents a Bruselas en representación vuestra.
Léon se quedó con el vaso de vino a mitad de camino hacia la boca.
– Es una petición inesperada. ¿Puedo preguntaros por qué, dame Geneviéve?
Quería compartirlo con alguien. Léon es un hombre discreto; podía hablar con él sin que nuestra conversación se convirtiera en la comidilla del día siguiente. De manera que le conté todo lo que le habla ocultado a Jean: cómo Claude y Nicolas habían estado juntos por vez primera en la cámara de mi marido, todo lo que había hecho para mantenerlos a distancia y el encuentro en la rue des Cordeliers.
– La he llevado a Chelles -terminé-, donde permanecerá hasta sus esponsales. Nadie sabe que está allí excepto vos, Jean y yo. Por eso hemos adelantado la ceremonia, que será inmediatamente antes de Cuaresma y no después de Pascua. Pero no me fío de Nicolas. Lo quiero lejos de París durante algún tiempo, hasta que tenga la seguridad de que no va a encontrar a mi hija. Vos tenéis tratos con él: decidle que vaya a Bruselas en vuestro lugar.
Léon le Vieux escuchó impasible. Cuando terminé movió la cabeza.
– No debí dejarlos solos -murmuró.
– ¿A quiénes?
– No tiene importancia, dame Geneviéve. Haré lo que me pedís. No lo considero, además, un sacrificio: el viaje a Bruselas en esta época no me resultaba nada conveniente -dejó escapar un gruñido-. Esos tapices parecen causar muchos problemas, ¿no es cierto?
Suspiré y contemplé el fuego.
– Es cierto: ¡más de los que se merece ningún tapiz!
Claude le Viste
Al principio no quería salir de mi celda, ni comer, ni hablar con nadie a excepción de Béatrice; y muy poco con ella, a decir verdad, una vez que comprobé cuál era el contenido de mi equipaje. Me había traído los vestidos más modestos: ni seda, ni brocado, ni terciopelo. Tampoco joyas para el cabello o la garganta; ningún tocado, sino simples pañuelos, nada para pintarme los labios y sólo un peine de madera. Cuando la acusé de saber dónde íbamos y de no habérmelo dicho, lo negó. No la creí.
No me costó trabajo dejar de comer: lo que me daban no estaba siquiera a la altura de los cerdos. La celda, por otra parte, era tan pequeña y tan austera que bastó un día para que deseara librarme de ella. Sólo había sitio para un camastro con un colchón de paja y un orinal, y las paredes de piedra no tenían otro adorno que un pequeño crucifijo de madera. No había sitio para el catre de Béatrice: tuvo que instalarse fuera, junto a la puerta. Nunca he dormido sobre paja. Pica y es ruidosa, y echo de menos las plumas suaves de casa. Papá se enfadaría muchísimo si viera a su hija dormir sobre paja.
Béatrice había traído papel, pluma y tinta, y se me ocurrió escribir a mi padre para que viniera a sacarme. No dijo nada sobre conventos cuando habló conmigo en su cámara; sólo me recordó que llevaba su apellido y que obedeciera a mamá en todo. Quizá sea eso lo que tenga que hacer, pero no creo que quisiera decir que iban a encerrarme en un convento, que iba a dormir sobre paja y que me iba a romper los dientes con un pan tan duro como una piedra.
Nunca he sido capaz de sincerarme con mi padre. Quería decirle que su mayordomo no es de fiar, que lo había visto golpeando a Nicolas en la rue des Cordeliers. Aunque, por supuesto, no me es posible hablar de Nicolas, de manera que no dije nada, y lo escuché mientras disertaba sobre el marido con quien me casaré un día y sobre la importancia de que me conserve casta y de que sea piadosa para honrar así el apellido familiar. Después lloré de frustración. No he vuelto a llorar desde entonces, pero todavía estoy enfadada con todo el mundo: papá, mamá, Béatrice, incluso Nicolas, por ser responsable en parte de que me hayan encerrado aquí, aunque no lo sepa.
Al cabo de cuatro días estaba tan cansada de mi celda que rompí el silencio y le supliqué a Béatrice que me encontrara un mensajero. Regresó algún tiempo después para contarme que, según la abadesa, no tengo permiso ni para enviar ni para recibir mensajes. De manera que estoy de verdad presa.
Despedí a Béatrice y luego salí de la celda con una nota que había escrito para mi padre. La até a una piedra y traté de arrojarla por encima del muro, con la esperanza de que la encontrase algún aristócrata, se apiadara de mí y se la hiciese llegar a papá. Lo intenté una y otra vez, pero la nota se separaba de la piedra y echaba a volar, y además yo no tenía la fuerza suficiente para conseguir que pasara por encima del muro.
Lloré entonces, y fueron lágrimas muy amargas. Pero no volví al interior del convento. El día estaba soleado y, en el centro del claustro, había un huerto mucho más acogedor que mi celda diminuta. Me senté en uno de los bancos de piedra situados alrededor del claustro, sin importarme que el sol me quemara. Algunas monjas que trabajaban en el huerto me miraron de manera peculiar. Hice caso omiso. Delante de mí los rosales empezaban a florecer y la planta más cercana estaba cubierta de prietos capullos blancos. Los contemplé, luego extendí una mano y me clavé una espina en la yema del dedo gordo. Apareció una gota de sangre, pero mantuve el brazo en alto y dejé que me corriera mano abajo.
Luego oí un ruido que no habría esperado escuchar nunca en un convento. En algún sitio del interior del edificio resonaron unas risas infantiles. Al cabo de un momento el ruido de unos pasitos de niño me llegó desde la puerta más cercana, y una criaturita apareció en el umbral. Llevaba un vestido gris y un gorro blanco, y me recordó a mi hermana Geneviéve de pequeña. En realidad no era más que un bebé, y avanzaba a trompicones con pasos desiguales, a punto de caerse en cualquier momento y de abrirse la cabeza. Tenía una carita divertida, muy decidida y seria, como si caminar fuese una partida de ajedrez que tuviera que ganar. No se podía saber si llegaría a ser guapa cuando creciera: su rostro parecía el de una anciana, y eso no siempre es agradable en un bebé. Tenía buenos mofletes, y la frente, escasa, sobresalía sobre unos ojos marrones algo cansados, ojos que podrían haber sido un poco más claros de lo que eran. Pero su pelo me pareció precioso, rojo oscuro como de castañas, en grandes rizos enmarañados.
– Ven aquí, ma petite -la llamé, limpiándome en el vestido la mano manchada de sangre-. Ven aquí y siéntate conmigo.
Detrás de la niña apareció una monja con su largo hábito blanco. Aquí, en Chelles, visten de blanco. Al menos no estoy rodeada de negro: el negro no le sienta bien a un rostro de mujer.
– Así que estás ahí, pillina -le reprendió la monja-. Ven.
Igual podría estar hablando con una cabra, porque la niña no le prestó la menor atención. Superó la puerta como pudo, tropezó con el escalón y cayó en el claustro, los brazos por delante.
– ¡Vaya! -exclamé mientras me ponía en pie de un salto y corría hacia ella. No tenía que haberme molestado: la niñita se incorporó como si nada hubiera sucedido y echó a correr por uno de los laterales del claustro.
La monja no la siguió, sino que se quedó mirándome de arriba abajo.
– Así que por fin has salido -comentó con acritud.
– No estaré aquí mucho tiempo -respondí muy deprisa-. Volveré pronto a casa.
La monja no dijo nada pero siguió mirándome. Parecía interesarle mucho mi soso vestido. Aunque, a decir verdad, no era tan soso comparado con el suyo: áspera lana blanca que le colgaba como un saco. El mío podía haber sido marrón, pero la lana era delicada y tenía diminutos bordados amarillos y blancos en el corpiño. Era eso lo que miraba la monja, de manera que dije:
– Lo hizo una de nuestras criadas. Es…, era muy hábil con la aguja.
La monja me lanzó una mirada peculiar y luego volvió a interesarse por la niña, que había recorrido a trompicones dos lados del claustro y estaba torciendo en la siguiente esquina.
– Attention, mon petite chou! -llamó la monja-. ¡Mira dónde vas!
Sus palabras parecieron provocar precisamente lo que trataban de evitar. La niña cayó de nuevo al suelo y esta vez se quedó inmóvil y empezó a llorar. La monja corrió dando la vuelta al claustro, arrastrando el hábito tras ella. Al llegar junto a la niña se detuvo y empezó a reprenderla. No estaba, desde luego, acostumbrada a tratar con niños. Me acerqué decidida, me arrodillé, abracé a aquella criaturita y me la puse en el regazo como había hecho tantas veces con mi hermana Geneviéve.
– Pobrecita mía -dije, dándole palmaditas en los brazos y las rodillas y sacudiéndole el vestidito-. Pobrecita, te has hecho daño. ¿Dónde te duele? ¿Las manos? ¿Las rodillas?
La niña seguía llorando, de manera que la abracé con fuerza y la acuné hasta que se calló. La monja siguió riñéndola, aunque, por supuesto, la pequeña apenas entendía una sola palabra.
– Has hecho una tontería muy grande corriendo tan deprisa. No te habría sucedido nada si me hubieras obedecido la primera vez. Durante el rezo de sexta harás penitencia de rodillas.
Resoplé ante la idea de que una niña tan pequeña rezara pidiendo perdón. Apenas era capaz de decir «mamá» y mucho menos aún «Padre nuestro, que estás en los cielos…». A Geneviéve no la llevamos a misa hasta que cumplió tres años e incluso entonces era una criatura ruidosa que no se estaba quieta un momento. Aquella niñita no parecía tener mucho más de un año. Era como una muñequita acurrucada en mi regazo.
– ¿Te arrepientes ahora, Claude? ¿Te arrepientes?
Miré ferozmente a la monja.
– Habéis de llamarme mademoiselle. Y no tengo nada de que arrepentirme: ¡no he hecho nada malo, diga lo que diga mi madre! Es insultante que me digáis una cosa así. Se lo contaré a la abadesa.
La niñita empezó a llorar de nuevo al advertir la indignación en mi voz.
– Callandito, callandito -susurré, dando la espalda a la monja-. Callandito.
Y empecé a cantar una canción que me había enseñado Marie-Céleste.
Soy alegre
dulce, agradable,
una doncellita muy joven,
de menos de quince abriles.
Mis pechitos
florecen como es debido.
Debería estar aprendiendo
el amor
y sus caminos,
pero me tienen
presa.
¡Maldiga Dios a quien
aquí me trajo!
La monja trató de decir algo, pero canté con más fuerza, meciendo a la niñita.
Ha sido maldad, vileza y pecado
encerrar a esta doncellita
en un convento.
Claro que sí,
palabra de honor.
En el convento
vivo apesadumbrada,
Dios mío, porque soy muy joven.
Siento las primeras dulces punzadas
por debajo del cinturón.
¡Maldito sea el que me hizo monja!
La niñita había dejado de llorar y hacía ruiditos o se sorbía la nariz, como si también estuviera tratando de cantar aunque sin conocer la letra. Era múy agradable acunar a la pequeña y cantar desvergüenzas que la monja pudiera oír. La canción, además, podría haberse escrito para mí.
Oí pasos detrás de nosotras y supe que eran de Béatrice, mi carcelera, tan odiosa como las monjas.
– ¡No cantéis esa canción! -susurró.
No le hice ningún caso.
– ¿Quieres volver a correr? -le pregunté a la niñita-. ¿Corremos juntas? Ven, vamos a dar la vuelta a todo el claustro lo más deprisa que podamos.
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