Le puse los pies en el suelo, la tomé de la mano y empecé a tirar de ella, de manera que corría a medias, y a medias iba colgada de mi mano. Sus chillidos y mis gritos resonaron por los arcos del claustro. El convento no había oído tanto ruido desde que se escapó un cerdo o a una monja empezaron a subirle hormigas por las piernas mientras trabajaba en el huerto. Varias hermanas aparecieron en puertas y ventanas para vernos. Incluso la abadesa Catherine de Ligniéres salió y nos estuvo mirando, los brazos cruzados sobre el pecho. Alcé a la niña y corrí y corrí, una vuelta, dos, cinco vueltas al claustro, gritando todo el tiempo, y nadie nos detuvo. Cada vez que pasábamos junto a ella, Béatrice parecía más avergonzada.
Finalmente no nos detuvo una persona sino una campana. Cuando repicó, todas las monjas desaparecieron.
– Sexta -anunció, mientras pasaba yo corriendo, la monja que estaba junto a Béatrice, antes de marcharse también. Mi dama de honor la siguió con la mirada y luego se volvió hacia mí. Corrí todavía más deprisa, la niña saltando en mis brazos. Cuando terminé la sexta vuelta, Béatrice también se había ido y estábamos solas. Di unos cuantos pasos más y luego me detuve: ya no había razón alguna para seguir corriendo. Me dejé caer en un banco y puse a la niña a mi lado. Inmediatamente me apoyó la cabeza en el regazo. Su rostro rubicundo estaba encendido, y al cabo de un momento se quedó dormida. Es curioso lo deprisa que un bebé se puede dormir cuando está cansado.
– Por eso llorabas, chérie -susurré, acariciándole los rizos-. Necesitas sueño, no oraciones. Esas monjas tan tontas no saben nada de niñitas ni de lo que necesitan.
Al principio me gustó estar sentada en el banco con ella en el regazo y al sol, a solas y con un huerto que contemplar. Pero pronto empezó a dolerme la espalda de tener que estar quieta y erguida cuando no había nada donde apoyarse. Empecé a tener calor y, como no llevaba sombrero, me preocupó que me salieran pecas. No me apetecía parecer una mujer vulgar que sale a sembrar al campo. Empecé a querer que apareciera alguien a quien entregarle a la niña, pero no había nadie: seguían rezando. Las oraciones no tienen nada de malo, pero no veo por qué han de repetirlas ocho veces al día.
No supe qué más hacer con la pequeñina, así que volví a cogerla en brazos y la llevé a mi celda. No se despertó cuando la dejé sobre el camastro. Busqué en mi bolso una labor de bordado, volví a salir y me senté en otro banco a la sombra. No me gusta mucho bordar, pero no había dónde elegir. Aquí no se puede ni montar a caballo, ni bailar, ni cantar, ni jugar a las tablas reales con Jeanne, ni hay clases de caligrafía, ni se puede adiestrar a los halcones con mamá en los campos más allá de Saint-Germain-des-Prés, ni ir a visitar a mi abuela en Nanterre. No hay ferias ni mercados a los que ir, ni bufones ni juglares para distraerse. No hay fiestas: de hecho no hay alimento alguno que me sea posible comer. Me habré convertido en un saco de huesos cuando llegue el momento de marcharme, cuando quiera que sea. Béatrice no me lo quiere decir.
No hay hombres que mirar, ni siquiera un viejo jardinero encorvado empujando una carretilla. Ni siquiera un mayordomo desconfiado. Nunca creí que llegara a alegrarme de ver al miserable mayordomo de mi padre, pero si ahora atravesara la puerta del convento le sonreiría y le daría la mano para que me la besase, pese a la paliza que le propinó a Nicolas.
No hay otro espectáculo que unas cuantas mujeres, y bien aburridas por añadidura, con rostros que me miran desde blancos marcos ovalados, sin cabellos ni joyas para suavizarlos. Caras ásperas y coloradas, con mejillas, barbillas y narices que sobresalen como un revoltijo de zanahorias, y con ojos tan pequeños como pasas de Corinto. Aunque, pensándolo bien, las monjas no están hechas para ser guapas.
Béatrice me dijo en una ocasión que mamá quiere, desde hace mucho tiempo, profesar en Chelles. No había vuelto a pensar en ello hasta verme aquí encerrada. Ahora no me imagino el rostro delicado de mi madre echado a perder con un hábito, ni la veo escardar entre los puerros y las coles, ni salir corriendo para rezar las horas ocho veces al día, ni vivir en una celda ni dormir sobre paja. Mamá cree que la vida en el convento es muy parecida a lo que hace cuando viene de visita y la abadesa la mima, preparándole platos exquisitos con alimentos que de ordinario las monjas venderían en el mercado. Imagino que también hay una habitación muy agradable para que repose, llena de cojines, tapices y crucifijos dorados. Si mi madre profesara y se convirtiera en esposa de Jesucristo, el convento recibiría una dote muy importante. Y por eso la abadesa es tan amable con mamá y con otras mujeres ricas que vienen de visita.
No hay cojines en los sitios donde me siento, ni tapices para calentar las paredes. Tengo que conformarme con cruces de madera, lana basta y zapatos sin adornos, potajes sin especias y pan hecho con gruesa harina morena. Todo aquello lo había deducido por mi cuenta después de pasar sólo cuatro días en el convento.
Miré disgustada el bordado. Estaba haciendo un halcón para la funda de un cojín, pero parecía más bien una serpiente con alas. Y había utilizado además un color equivocado, rojo donde tenía que ser marrón, y los hilos se me habían enredado. Suspiré.
Entonces oí pasos y alguien dijo:
– ¡Oh!
Levanté la vista. Al otro lado del claustro, frente a mí, vi a Marie-Céleste, muy desconcertada.
– Ah, Marie-Céleste, me alegro de que estés aquí -la llamé-. Me puedes ayudar a desenredar los hilos -era como si estuviésemos las dos en la rue du Four, cosiendo en el patio, mientras Jeanne y Geneviéve jugaban a maestro alrededor.
Pero no estábamos en París. Me erguí en el asiento.
– ¿Qué haces en este sitio?
Marie-Céleste me hizo una reverencia y luego se echó a llorar.
– Acércate, Marie-Céleste.
Estaba tan acostumbrada a obedecerme que ni siquiera ahora vaciló, si se exceptúa que eligió dar toda la vuelta alrededor del claustro en lugar de cruzar por el huerto. Cuando llegó a donde estaba yo, me hizo otra reverencia y se secó los ojos con la manga.
– ¿Has venido para sacarme de aquí? -le pregunté, ansiosa, porque no se me ocurría otra razón para su presencia en el convento.
Marie-Céleste pareció todavía más desconcertada.
– ¿Vos, mademoiselle? No sabía que estuvierais aquí. He venido a ver a mi hija.
– ¿No te ha mandado mi padre? ¿O mamá?
Marie-Céleste negó con la cabeza.
– Ahora no trabajo en vuestra casa, mademoiselle. Lo sabéis y también sabéis por qué -frunció el ceño de una manera que me resultó extrañamente familiar, como sentir de nuevo en la boca el gusto de un pastel de almendras que acabas de comer.
– ¿Qué otro motivo tendrías para venir, si no es por mí? -no podía renunciar a la idea de que fuese la solución para escaparme de Chelles.
Marie-Céleste miró a su alrededor.
– Mi hija…, me han dicho que estaba aquí. Sé que no debo venir y que la pequeña ni siquiera piensa en mí como su mamá, pero no lo puedo evitar.
La miré sorprendida.
– ¿La niñita es hija tuya?
Marie-Céleste pareció igualmente sorprendida.
– ¿No lo sabíais? ¿No os lo han dicho? Se llama Claude, igual que vos.
– Aquí no me cuentan nada. Alors está dormida allí -le señalé el corredor que llevaba a mi celda-. La cuarta puerta.
Marie-Céleste asintió.
– Sólo la veré un momento, mademoiselle. Pardon -atravesó el claustro y desapareció por el corredor.
Mientras la esperaba, recordé el día en que Mari-Céleste me dijo que pondría mi nombre a su niña. Luego me vino algo más a la memoria: me había comprometido a decirle a mamá que se había ido a cuidar de su madre y que volvería. Lo había olvidado por completo. Mamá me trató tan mal aquel día y todos los que siguieron que hablaba con ella lo menos posible. Y por eso Marie-Céleste ya no trabajaba en nuestra casa. No estoy acostumbrada a sentirme culpable, pero en aquel momento el peso de mi ingratitud me enfermó.
Cuando regresó Marie-Céleste me corrí hacia un extremo del banco.
– Ven a sentarte conmigo -le dije, dando palmaditas al espacio que había quedado libre.
Marie-Céleste pareció incómoda.
– Debería volver, mademoiselle. Mi madre no sabe que he venido aquí y me estará esperando.
– Sólo es un momento. Me puedes ayudar con el bordado. Regarde, llevo una cosa que hiciste tú -me alisé el corpiño.
Marie-Céleste se sentó de mala gana. Debía de estar enfadada conmigo. Tendría que hacer méritos si quería que me ayudara.
– ¿Cómo es que conoces este sitio? -le pregunté como si fuéramos dos buenas amigas haciéndose confidencias. Lo habíamos sido, en otro tiempo.
– Vengo desde niña. Vivimos muy cerca y mi madre trabajaba aquí. No era monja, por supuesto, pero ayudaba en los campos y en la cocina. Las monjas están tan ocupadas con sus rezos que necesitan ayuda.
Ahora lo entendía.
– Y mamá te encontró aquí.
Marie-Céleste asintió.
– Quería una doncella nueva y pidió a las monjas que se la buscaran. Vuestra madre venía tres o cuatro veces al año. Quería hacerse monja, pero, claro está, no era posible.
– Y tú le pusiste mi nombre a tu bebé.
– Sí -lo dijo como si lo lamentara, cosa que estaba del todo justificada.
– ¿La ha visto el padre?
– ¡No! -movió la cabeza con tanta violencia como si espantara una mosca-. No le importamos nada ni la niña ni yo. Me tuvo una vez, pero le traía sin cuidado lo que me sucediera. Dos años después se presentó a verme, el muy desvergonzado. Otra vez le interesaba, y tampoco le importaría que naciera otro bebé. Bueno, le di una lección, ¿no es cierto? -convirtió la mano en un puño-. Se merecía lo que le pasó. Si vos no os hubierais asomado a la ventana… -se interrumpió, los ojos asustados de repente.
Mi hermana Jeanne tiene un juguete que le divierte mucho: una copa de madera en el extremo de un palo, con una pelota atada al palo con una cuerda. Lanza la pelota a lo alto y trata de cogerla con la copa. Sentí como si hubiera estado lanzando la pelota una y otra vez y, de repente, la capturase con el clic de madera contra madera.
Quizá el convento empezaba a afectarme. Si hubiera estado en cualquier otro sitio y hubiese descubierto una cosa así me habría puesto a gritar. Ahora, sin embargo, sentada en aquel tranquilo huerto, ni grité, ni le saqué los ojos a Marie-Céleste, ni lloré. Me limité a preguntar en voz baja:
– ¿Nicolas des Innocents es el padre de Claude?
Marie-Céleste asintió.
– Sólo estuvimos juntos una vez, cuando fue a ver a vuestro padre para algún encargo. Eso fue todo.
– Entonces, ¿por qué estabas con él en el patio el otro día? Para que le dieran una paliza, me pareció.
Marie-Céleste me miró con miedo y empezó otra vez a llorar.
Apreté los dientes.
– Basta. ¡Deja de llorar!
Tragó saliva, se secó los ojos y luego se sonó la nariz en la manga del vestido. Marie-Céleste es realmente muy estúpida. Si estuviéramos en París iría directamente al cepo -o algo todavía peor- por un delito así. Pero yo estaba atrapada en el convento: no me era posible hacer nada para castigarla.
Algo parecido se le ocurrió también a ella, porque cuando dejó de llorar me miró de reojo.
– ¿Qué estáis haciendo aquí, mademoiselle? No me lo habéis dicho.
No podía, por supuesto, decirle nada de Nicolas. Marie-Céleste ignoraba lo que sentía por él y lo que había hecho con el, o lo que había intentado al menos, y que ella, en cambio, sí había hecho. Ahora me resultaba odiosa, pero no podía dejárselo ver. Tendría que dar la sensación de que estaba voluntariamente en el convento. Retomé el bordado, para tener algo que mirar todo el tiempo.
– Mamá y papá decidieron que me convenía pasar aquí los últimos meses antes de mis esponsales, para aprender mejor las enseñanzas de la Iglesia. Cuando una mujer se casa, pierde la pureza de su vida de doncella. Es importante que su espíritu siga siendo puro, que no se deje seducir por la carne y no se olvide de Nuestra Señora ni del sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz.
Hablé casi como mamá, aunque no con tanta convicción. Marie-Céleste no se lo creyó: lo noté enseguida porque puso los ojos en blanco. Aunque, por otra parte, había perdido la virginidad hacía mucho tiempo, y no le daba tanto valor a la suya como mi familia a la mía.
– Me preguntó por vos -anunció Marie-Céleste de repente.
– ¿Quién? -el corazón me latió más deprisa. Clavé con fuerza la aguja en el bordado.
Marie-Céleste miró, desaprobándola, la confusión que había logrado con los hilos. Extendió la mano y se lo entregué.
– Ese cabrón de artista -dijo, tirando de los hilos para desenredarlos-. Quería saber cómo ibais vestida y cuándo visitaríais a los Belleville.
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