– ¿Nicolas no ha venido con vosotros? -le pregunté a Georges le Jeune, que se había tumbado en su catre, cerca de mis pies. Olía a cerveza, al humo del hogar de la taberna y, arrugué la nariz, a un agua de flores barata que las prostitutas compran en el mercado.
Mi hermano soltó una gran carcajada, como si hubiera bebido demasiado para darse cuenta de que hacía mucho ruido. Lo hice callar para que no despertara a nuestros padres o a Madeleine.
– No creo que vuelva esta noche. Ha encontrado su propio catre, y es amarillo -a continuación rió de nuevo.
Me levanté y pasé por encima de él para entrar en casa. Prefería volver a mi cama y no seguir en el taller, con su peste a cerveza y sus tonterías, aunque me quedara trabajo pendiente. Me levantaría pronto y cosería mientras los hombres dormían aún.
Nicolas no regresó hasta bien avanzada la mañana, cuando llevábamos horas trabajando, a excepción de Luc, todavía tan mareado que no servía para nada y dormía en casa. Los tejedores estaban en sus telares. Mamá y yo trabajábamos con la remesa de lana nueva que acababa de llegar: en parte para los tapices que estábamos haciendo, el resto para preparar los dos últimos. Mamá la clasificaba, y utilizaba una devanadera para formar madejas con el hilo de lana, que luego colgaba por colores sobre rodillos. Yo preparaba carretes uniendo hebras de hilo de los rodillos y enrollándolas, de manera que quedaran ya listos para que los usasen los tejedores.
– ¿Por qué no aparece? -preguntaba mamá una y otra vez, mientras tiraba de la lana.
Papá no parecía preocupado.
– Vendrá cuando esté listo.
– Lo necesitamos ahora.
No entendía por qué se enfadaba tanto. Nicolas no nos debía nada y tampoco lo necesitábamos. Si quería pasar la mañana durmiendo con su puta, estaba en su derecho. No tenía que importarnos su paradero.
Finalmente se presentó, casi tan maloliente como Jacques le Boeuf. Pero aún estaba alegre después de una noche en Le Vieux Chien, mientras que los demás callaban, con su resaca a cuestas. Palmeó a papá y a Georges le Jeune en la espalda y luego se dirigió a mamá y a mí.
– ¿Sabéis -dijo- que Philippe ya ha conocido los placeres de la carne? Anoche encontró el camino con una prostituta o, más bien, ella se lo enseñó. Ahora sabrá ya lo que tiene que hacer -aquellas últimas palabras me parecieron otras tantas flechas dirigidas contra mí desde el lado opuesto del taller. Agaché la cabeza sobre el carrete y enrollé el hilo más deprisa.
Mamá me puso una mano sobre las mías para que no corriera tanto. Sentí la indignación en su manera de tocarme.
– No habléis de pecar con tanta desvergüenza delante de Aliénor -murmuró-. Podéis volveros directamente a París con vuestras fornicaciones.
– Christine… -dijo papá.
– No voy a tolerar semejante porquería en mi casa. Me da lo mismo lo mucho que necesitemos su ayuda.
– Cállate ya -dijo papá.
Mamá se calló. Cuando mi padre utiliza un determinado tono de voz siempre lo hace. Papá se aclaró la garganta y yo dejé de enrollar el hilo: de ordinario hace ese ruido cuando se dispone a decir algo que merece la pena escuchar.
– Veamos, Nicolas -empezó papá-, anoche dijiste que nos ayudarías durante algún tiempo. Quizá la cerveza se haya llevado esas palabras, de manera que las repito para que las recuerdes. Nos puedes ayudar con esta nueva entrega de lana: Aliénor y tú la prepararíais, para que Christine se dedique a otras cosas. Aliénor te enseñará lo que hay que hacer y tú podrás ser sus ojos.
Me recosté sorprendida. No quería tenerlo sentado junto a mí, con olor a otras mujeres.
Luego papá nos sorprendió todavía más.
– Christine, teje en lugar de Luc por el momento. Cuando ese muchacho esté otra vez bien, ocuparás el sitio de tu hijo. Georges le Jeune, tú harás las figuras en Á Mon Seul Désir.
– ¿Las figuras? -dijo mi hermano-. ¿Qué partes?
– Todas. Empieza con la cara en cuanto esté lista la lana. Tienes la preparación necesaria para hacer ese trabajo sin que yo te supervise.
Georges le Jeune movió los pedales con estrépito.
– Gracias, papá.
– Vamos, Christine -dijo papá.
El banco crujió cuando mamá y Georges le Jeune se sentaron uno al lado del otro. Por lo demás el taller permaneció en silencio.
– No nos queda otro remedio que hacer estos cambios -dijo papá-. De lo contrario nunca terminaremos los tapices a tiempo. Ni una palabra de todo esto fuera del taller. Si el Gremio tuviera noticia de que Christine está tejiendo podría multarnos o incluso cerrarnos los telares. Mi mujer trabajará siempre en el telar de atrás, junto a la puerta del huerto, de manera que nadie la vea al mirar por la ventana que da a la calle. Joseph y Thomas, al final habrá una bonificación para los dos por tener la boca cerrada.
Joseph y Thomas no dijeron nada. ¿Qué podían decir? Sus empleos dependían de que mamá trabajara también. Como había explicado papá, no nos quedaba otro remedio.
Nicolas se me acercó.
– Bueno, preciosa, ¿qué tengo que hacer? Enséñame. Aquí están mis manos -las colocó sobre las mías. Todo él olía a cama poco limpia.
Retiré las manos.
– No me toquéis.
Nicolas rió.
– ¿No estarás celosa de una puta, verdad? Creía que yo ni siquiera te gustaba.
– ¡Mamá!
Pero mi madre comentaba algo con Georges le Jeune y reía en voz baja. Había olvidado su enfado con Nicolas, tan contenta estaba de empezar a tejer ya. Tendría que defenderme sola de Nicolas.
Me volví de espaldas y coloqué las manos en la devanadera abandonada por mamá, tirando de los tensos hilos con los dedos.
– Enrollamos esta lana en madejas -dije con decisión-. Luego preparamos los carretes a partir de ellas. Tiens, tendremos que desenrollar lo que mamá ha hecho y empezar otra vez. Sostened aquí y enrollaos el hilo alrededor de las manos mientras lo saco de la devanadera. No lo dejéis caer al suelo porque se mancharía.
Nicolas recogió el hilo y empecé a girar la devanadera, cada vez más deprisa de manera que no pudiera seguirme.
– ¡Cuidado! -exclamó-. Recuerda que nunca he manejado lana. Habrás de tener paciencia conmigo.
– No disponemos de tiempo para eso. Vos y Jean le Viste os habéis encargado de que así sea. Seguid a mi ritmo.
– De acuerdo, preciosa. Como quieras.
Al principio me cuidé de mantenerme todo lo lejos de Nicolas que pude, sin permitir que nuestras manos se tocaran, algo que no es fácil cuando se trabaja con lana. No conversaba con él y respondía a sus preguntas con las palabras imprescindibles. Lo criticaba en cuanto tenía ocasión y nunca lo alababa.
En lugar de enfadarse o distanciarse, mi reserva parecía atraerlo aún más. Empezó a llamarme Señora de la Lana, y me hacía más preguntas a medida que mis respuestas se acortaban. Incluso después de que hubiera aprendido a hacer una madeja uniforme con la devanadera, con frecuencia se le enredaban los hilos, por lo que tenía que ayudarle a deshacer los nudos y le tocaba los dedos. Era un buen alumno. A los pocos días podía hacer madejas y preparar carretes casi tan bien como mamá o como yo. En ocasiones le dejaba incluso que trabajase solo mientras me ocupaba de mis plantas: mayo no es época en la que se pueda descuidar un huerto.
Nicolas tenía un ojo excelente para el color y separaba la lana en más madejas de tonos diferentes de lo que mamá lo hubiera hecho. Se dio cuenta incluso de que un lote de lana roja era en realidad dos, teñidos por separado y mezclados, de manera que no hacían juego por completo. Papá devolvió el lote y pidió una indemnización al tintorero a cambio de no presentar una reclamación ante su gremio. Para celebrarlo, aquella noche llevó de nuevo a la taberna a Nicolas, que no reapareció hasta bien entrada la mañana. Esta vez nadie lo reprendió. Me limité a pasarle el carrete que había estado preparando y escapé al huerto para no tener que soportar el olor a prostituta que llevaba encima.
Ahora que se había quedado a ayudarnos, a mamá le preocupaba menos que Nicolas estuviera conmigo, dado que eso le permitía tejer a ella. Nunca la he sentido tan feliz como cuando trabajaba en el telar. No nos prestaba apenas atención ni a Madeleine ni a mí, a no ser que Nicolas o yo le pidiéramos ayuda con la lana. Durante el día trabajaba en silencio con tanta eficacia como cualquiera de los otros tejedores y de noche, cuando me ocupaba de coser lo que había tejido, comprobaba que era de buena calidad, tenso y uniforme. Después de la cena se sentaba con papá y hablaba de lo que ya había hecho y de lo que aún podría hacer. Papá no intervenía mucho cuando se explayaba así, excepto para decir «no» al mencionar mi madre que le gustaría aprender a hacer sombreado.
Nicolas iba a Le Vieux Chien casi todas las noches, aunque no siempre se quedaba hasta la mañana siguiente. Georges le Jeune lo acompañaba a veces, pero no Luc, que había escarmentado con la cerveza de aquella primera noche. Lo más frecuente, sin embargo, era que Nicolas fuese solo. Más tarde le oía regresar calle adelante, cantando o hablando con los individuos que había conocido en la taberna. Me sorprendió que encontrara acomodo entre las gentes de aquí con tanta facilidad. Cuando estuvo con nosotros el verano anterior no se había mostrado tan amable y cordial con otras personas, siempre en su papel de arrogante artista parisiense. Ahora había hombres -y también mujeres- que iban a buscarlo y que nos preguntaban por él en el mercado.
A menudo aún seguía cosiendo cuando él regresaba. Tenía incluso más trabajo, porque mamá no me ayudaba ya: estaba cansada después de tejer todo el día y necesitaba descansar los ojos para el día siguiente. Nicolas se alojaba con nosotros esta vez, para ahorrarse el precio de la posada, y cuando regresaba de la taberna se tumbaba en su catre cerca del telar donde se tejía El Gusto. Siempre que yo trabajaba en ese tapiz, Nicolas yacía casi a mis pies. Noche tras noche estábamos juntos de esa manera en la oscuridad. No hablábamos apenas, porque yo no quería despertar a Georges le Jeune y a Luc. Pero algunas veces sentía que estaba vuelto hacia mí. Si ver es como un hilo de urdimbre atado entre dos barras de un telar, yo sentía su hilo, muy tenso.
Una noche regresó muy tarde. Todo el mundo se había acostado hacía tiempo, excepto yo. Cosía el rostro de la dama en El Gusto, con cuidadosas puntadas alrededor de un ojo. La cara estaba a medio terminar: Nicolas satisfaría pronto su deseo de verla.
Cuando se tumbó en el catre a mis pies sentí que se tensaba el hilo que nos unía. Nicolas quería decir algo, pero se contuvo. El silencio pesaba mucho. Esperé hasta que no pude aguantar más.
– ¿De qué se trata? -susurré en el taller en calma, con la sensación de que por fin me rascaba la picadura de una pulga.
– Algo que quiero decirte desde hace mucho, preciosa. Desde el verano pasado.
– ¿Lo que hizo que os marcharais?
– Sí.
Contuve el aliento.
– Jacques le Boeuf ha estado esta noche en la taberna.
Apreté los dientes.
– Alors?
– Es de una zafiedad espantosa.
– Eso no es ninguna novedad.
– No soporto la idea…
– ¿Qué idea?
Nicolas hizo una pausa. Recorrí con los dedos la hendidura del ojo de la dama y clavé la aguja con fuerza.
– El verano pasado oí hablar a tus padres de Jacques le Boeuf. Georges había llegado a un acuerdo con él. Sobre ti.
No le resultaba nada fácil, pero no dije nada para ayudarle.
– Vas a casarte con él. Para Navidad, tal era el acuerdo, aunque quizá eso cambie ahora que los tapices se necesitan antes. Imagino que cuando los terminéis. Para Cuaresma, diría yo.
– Estoy al corriente.
– ¿Lo sabes?
– Me lo dijo Madeleine. Se lo oyó a mi hermano. Esos dos… -agité la mano y no terminé de decir lo que Georges le Jeune y Madeleine hacían. Nicolas se lo podía imaginar-. Aunque me aseguró que no se lo contaría a nadie, es probable que lo sepa todo Bruselas. Pero ¿qué os importa lo que me suceda? No soy nada para vos: tan sólo una chica ciega que no puede admirar vuestra apostura.
– No me gusta que una muchacha bonita tenga que casarse con una bestia, c’est tout -su tono de voz no me dio la impresión de que aquello fuera todo. Esperé.
– Es extraño -continuó-. Esos tapices: es como si me hicieran ver a las mujeres de otra manera. Algunas mujeres.
– Pero no son mujeres de verdad haciendo cosas de verdad.
Nicolas rió entre dientes.
– Las caras, sin embargo, son de verdad: al menos algunas de ellas. Por eso se me conoce, después de todo: por pintar retratos de damas. Y ahora, tapices.
– ¿Os ha ido bien con esos diseños, alors?
– Mejor que a tu padre, por lo que parece.
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