– Siete. Te daré dos mañana, luego otras dos y tres al final.
Cambié de tema: siempre es mejor dejar que los mercaderes esperen un poco.
– ¿Dónde se harán los tapices?
– En el norte. Probablemente en Bruselas. Allí están los mejores artesanos.
¿Norte? Me estremecí. Tuve que ir una vez a Tournai por razones de trabajo y me gustó tan poco la luz sin matices y lo desconfiada que era la gente que juré no volver nunca a ningún sitio que quedara al norte de París. Me consoló saber que sólo me correspondía preparar los dibujos y que eso podía hacerse en París. Una vez terminados, no tendría nada más que ver con la fabricación de los tapices.
– Alors, ¿qué sabes de la batalla de Nancy? -preguntó Léon.
Me encogí de hombros.
– ¿Qué más da? Todas las batallas son iguales, n’est-ce pas?
– Eso es como decir que todas las mujeres son iguales.
Sonreí.
– Lo repito: todas las batallas son iguales.
Léon movió la cabeza.
– Me compadezco de tu mujer, el día que la tengas. Ahora dime, ¿qué vas a poner en los tapices?
– Caballos, soldados con armadura, estandartes, picas, espadas, escudos, sangre.
– ¿Qué llevará Luis XI?
– Armadura, por supuesto. Quizá un penacho especial en el casco. No lo sé, a decir verdad, pero conozco a gente que me puede asesorar sobre ese tipo de cosas. Alguien llevará el estandarte real, supongo.
– Espero que tus amigos sean más listos que tú y te cuenten que Luis XI no estuvo en la batalla de Nancy.
– Ah -era el estilo de Léon le Vieux: dejar por idiotas a todas las personas que tenía a su alrededor, excepto a su señor. A Jean le Viste no se le ponía en ridículo.
– Bon -Léon se sacó unos papeles del bolsillo y los dejó sobre la mesa-. Ya he hablado del contenido de los tapices con monseigneur y he realizado algunas mediciones. Tú tendrás que hacerlas con mayor exactitud, como es lógico. Veamos -señaló seis rectángulos que había esbozado muy someramente-. Hay sitio para dos largos aquí y aquí, y cuatro más pequeños. Éste es el orden de la batalla -procedió a explicármela cuidadosamente, sugiriendo escenas para cada uno de los tapices: la distribución de los dos bandos, el ataque inicial, dos escenas del caos de la contienda, la muerte de Carlos el Temerario y el desfile triunfal de los vencedores. Aunque escuché e hice esbozos en el papel por mi cuenta, una parte de mí permaneció al margen, preguntándose qué era lo que me estaba comprometiendo a hacer. No habría mujeres en aquellos tapices, nada en miniatura ni delicado, nada que me resultara fácil pintar. Ganaría mis honorarios con mucho sudor y largas horas.
– Una vez que hayas hecho las imágenes definitivas -me recordó Léon-, tu trabajo habrá terminado. Me encargaré de llevarlas al norte, al tejedor, y su cartonista las ampliará para utilizarlas en el telar.
Debería haberme alegrado de no tener que pintar caballos grandes. Lo que hice, en cambio, fue preocuparme por mi trabajo.
– ¿Cómo sabré que ese cartonista es un buen profesional? No quiero que eche a perder mis dibujos.
– No cambiará lo que Jean le Viste haya decidido; sólo hará modificaciones que ayuden al diseño y la fabricación de los tapices. No te han encargado muchos hasta ahora, ¿verdad que no, Nicolas? Sólo un escudo de armas, si no recuerdo mal.
– Que amplié después yo mismo; no tuve necesidad de cartonistas. Seguro que también soy capaz de hacerlo en este caso.
– Estos tapices son una cosa muy diferente de un escudo de armas. Necesitarán un cartonista de verdad. Tiens, hay una cosa que había olvidado mencionar. Asegúrate de que el escudo de armas de Le Viste figura en todos los tapices. Monseigneur insistirá en eso.
– ¿Participó monseigneur en la batalla de Nancy?
Léon se echó a reír.
– Ten la seguridad de que Jean le Viste estaba en el otro extremo de Francia durante la batalla de Nancy, trabajando para el Rey. Eso no importa: limítate a poner sus armas en banderas y escudos que lleven otros. Quizá quieras ver alguna representación de esa y de otras batallas. Ve a la imprenta de Gérard en la rue Vieille du Temple; te podrá mostrar un libro con grabados de la batalla de Nancy. Le avisaré de que irás a hacerle una visita. Ahora te voy a dejar solo para que tomes medidas. Si tienes problemas, ven a verme. Y tráeme los dibujos el Domingo de Ramos; tal vez quiera que introduzcas cambios, y necesitarás tiempo para hacerlos antes de que monseigneur vea los resultados.
No había duda de que Léon le Vieux era los ojos de Jean le Viste. Tenía que complacerlo, y si le gustaba lo que veía, Jean le Viste estaría de acuerdo.
No me resistí a hacer una última pregunta.
– ¿Por qué me habéis elegido para este encargo?
Léon se recogió la sencilla túnica marrón que llevaba, en su caso sin adornos de piel.
– No he sido yo. Habría elegido a alguien con más experiencia en tapices, o habría ido directamente al tejedor; tienen dibujos preparados y pueden trabajar con ellos. Resulta más barato y los dibujos son buenos -Léon era siempre sincero.
– ¿Por qué me ha elegido Jean le Viste, entonces?
– No tardarás en saberlo. Alors, ven a verme mañana; tendré preparados los papeles que has de firmar, y el dinero.
– Todavía no he aceptado las condiciones.
– Me parece que si. Hay algunos encargos a los que un artista no dice que no. Y éste es uno de ellos, Nicolas des Innocents -me miró significativamente mientras salía.
Tenía razón. Había hablado como si estuviera dispuesto a hacerlos. De todos modos, las condiciones no eran malas. De hecho, Léon no había regateado demasiado. De repente me pregunté si al final me iban a pagar o no en livres de París.
Me puse a examinar las paredes que iba a vestir de manera tan suntuosa. ¡Dos meses para dibujar y pintar veinte caballos y sus jinetes! Me coloqué en un extremo de la habitación y caminé hasta el otro y conté doce pasos; a continuación la crucé, y conté seis pasos. Puse una silla junto a una de las paredes, me subí, pero incluso alzando un brazo todo lo que pude, aún quedaba muy lejos de tocar el techo. Retiré la silla y, después de vacilar un momento, me subí a la mesa de roble. Volví a alzar el brazo, pero aún faltaba la altura de un hombre para llegar al techo.
Me estaba preguntando dónde podría encontrar una vara lo bastante larga para hacer las mediciones cuando oí que alguien tarareaba detrás de mí y me volví. Una muchacha me contemplaba desde la puerta. Una joven encantadora: piel blanca, frente alta, nariz larga, cabellos color de miel, ojos claros. No había visto nunca una chica así. Durante unos momentos no supe qué decir.
– Hola, preciosa -conseguí articular por fin.
La chica se echó a reír y saltó de un pie a otro. Llevaba un sencillo vestido azul, con un corpiño ajustado, cuello cuadrado y mangas estrechas. Estaba bien cortado y la lana era delicada, pero carecía de adornos. Llevaba además un pañuelo sencillo y el cabello, largo, le llegaba casi hasta la cintura. En comparación con la muchacha que había limpiado el hogar de la chimenea, era a todas luces demasiado elegante para ser una criada. ¿Quizá una dama de honor?
– La señora de la casa quiere veros -dijo; luego se dio la vuelta y escapó corriendo, sin dejar de reír.
No me moví. Años de experiencia me han enseñado que perros, halcones y mujeres vuelven si te quedas donde estás. Oí el ruido de sus pasos en la habitación vecina, pero acabaron por detenerse. Al cabo de un momento se reanudaron y la joven reapareció en la puerta.
– ¿Venís? -aún sonreía.
– Lo haré, preciosa, si caminas conmigo y no corres por delante como si fuese un dragón del que tienes que huir.
Rió.
– Venid -me llamó; y esta vez me bajé de la mesa de un salto. Tuve que darme prisa para mantenerme a su altura mientras corría de habitación en habitación. Su falda ondeaba, como si la empujase un viento secreto. De cerca olía a algo dulce y picante, subrayado por el sudor. Movía la boca como si estuviera mascando algo.
– ¿Qué tienes en la boca, preciosa?
– Dolor de muelas -la joven sacó la lengua; sobre su punta sonrosada descansaba un clavo de olor. El espectáculo de aquella lengua me excitó. Tuve ganas de montarla.
– Ah, eso debe de molestar mucho -yo la libraría mucho mejor de aquella molestia-. Vamos a ver, ¿para qué me quiere ver tu señora?
Me miró, divertida.
– Imagino que os lo podrá decir ella.
Aflojé el paso.
– ¿Por qué tanta prisa? A tu señora no le importará, ¿no es cierto?, que tú y yo charlemos un poco por el camino.
– ¿De qué queréis hablar?
Empezó a subir por una escalera circular. Salté para ponerme delante de ella y cortarle el paso.
– ¿Qué clases de animales te gustan?
– ¿Animales?
– No quiero que pienses en mí como un dragón. Preferiría que me vieras como otra cosa. Algo que te caiga bien.
La muchacha pensó.
– Un periquito, quizá. Me gustan los periquitos. Tengo cuatro. Me comen en la mano -me esquivó para colocarse velozmente por encima de mí. Pero no siguió subiendo. Sí, pensé. He sacado mis mercancías y viene a verlas. Acércate más, cariño, y contempla mis ciruelas. Pálpalas.
– Un periquito, no -dije-. Seguro que no te parezco un tipo que arma bulla y sólo sabe imitar.
– Mis periquitos no hacen ruido. Pero, de todos modos, sois un artista, n’est-ce pas? ¿No es eso lo que hacéis, imitar la vida?
– Hago las cosas más hermosas de lo que son, aunque hay algunas, niña mía, que no se pueden mejorar con pintura -la evité para colocarme tres escalones por encima. Quería ver si vendría a mí.
Así fue. Mantuvo los ojos serenos y muy abiertos, pero apareció en su boca una sonrisa de complicidad. Con la lengua se pasó el clavo de una mejilla a otra.
Vas a ser mía, pensé. Estoy seguro.
– Quizá seáis un zorro, más bien -dijo-. Vuestros cabellos tienen un poco de rojo entre el castaño.
Torcí el gesto.
– ¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿Parezco taimado? ¿Engañaría yo a alguien? ¿Corro de lado y nunca en línea recta? Mejor un perro que se tumba a los pies de su señora y le es siempre fiel.
– Los perros quieren que se les haga demasiado caso -dijo la muchacha-, y saltan y me manchan la falda con las patas -dio la vuelta alrededor de mí, y esta vez no se detuvo-. Venid, mi señora espera. No debemos impacientarla.
Tendría que apresurarme; había perdido mucho tiempo con otros animales.
– Sé qué animal me gustaría ser -jadeé, corriendo tras ella.
– ¿Cuál?
– Un unicornio. ¿Sabes algo del unicornio?
La chica resopló. Había llegado al final de las escaleras y estaba abriendo la puerta de otra habitación.
– Sé que le gusta reclinar la cabeza en el regazo de las doncellas. ¿Es eso lo que ansiáis?
– Ah, no pienses tan mal de mí. El unicornio hace algo mucho más importante. Su cuerno tiene un poder especial, ¿no lo sabías?
La muchacha aminoró el paso y me miró.
– ¿Cuál es?
– Si un pozo está envenenado…
– ¡Ahí abajo hay un pozo! -se detuvo y señaló el patio a través de una ventana. Una chica más joven que ella se inclinaba sobre el pretil y miraba hacia el interior del pozo, mientras la luz dorada del sol le bañaba los cabellos.
– Jeanne siempre hace eso -dijo mi acompañante-. Le gusta verse reflejada -mientras mirábamos, la chica escupió dentro del pozo.
– Si ese pozo lo envenenaran, preciosa, o lo ensuciaran como acaba de hacer Jeanne, podría llegar un unicornio, introducir el cuerno y el pozo quedaría purificado. ¿Qué te parece?
La muchacha movió varias veces con la lengua el clavo que tenia en la boca.
– ¿Qué queréis que piense?
– Quiero que me veas como tu unicornio. Hay ocasiones en las que incluso tú te ensucias, preciosa. Les pasa a todas las mujeres. Es el castigo de Eva. Pero te puedes purificar, todos los meses, sólo con que me permitas atenderte -montarte una y otra vez hasta que rías y llores-. Todos los meses volverás al jardín del Edén -aquella última frase no fallaba nunca cuando cortejaba a una mujer: la idea de un paraíso tan sencillo parecía atraparlas. Siempre se me abrían de piernas con la esperanza de encontrarlo. Quizá algunas lo hallaban.
La joven se echó a reír, a voz en cuello ahora. Estaba lista. Extendí la mano para apretar la suya y sellar así nuestro pacto.
– ¿Claude? ¿Eres tú? ¿Por qué has tardado tanto?
Frente a nosotros se había abierto otra puerta y una mujer nos contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho. Dejé caer la mano.
– Pardon, mamá. Aquí lo tienes -Claude se apartó para señalarme con un gesto. Hice una reverencia.
– ¿Qué llevas en la boca? -preguntó la mujer.
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