Me sentí orgullosa, por supuesto, cuando Georges me permitió usar las tijeras a la hora de separar el tapiz del telar. Nunca se me había permitido cortar los hilos de la urdimbre. Y cuando los desenrollamos para verlos enteros por primera vez, fueron un gozo para los ojos. Lo que yo había tejido en Á Mon Seul Désir no sólo no se diferenciaba de lo de los demás, sino que encajaba perfectamente, como si hubiera sido tejedora toda mi vida.

No pudimos descansar. Había que tejer dos tapices más en cinco meses. Georges no dijo nada, pero yo sabía ya que iba a participar. Los días eran más cortos y se necesitaba a todo el mundo. Si Aliénor no hubiera sido ciega, probablemente Georges la habría puesto también a tejer. Un domingo después de misa, cuando nos disponíamos a dar un paseo por la Grand-Place -la única ocasión ya en la que yo salía a ver gente-, Aliénor me agarró del brazo.

– ¡Jacques le Boeufl -me susurró.

Su olfato no la engañaba; el tintorero estaba al otro extremo de la plaza y venía hacia nosotros. Confieso que no había pensado ni una sola vez en él en todo el verano. No le habíamos dicho nada a Aliénor de su boda, ni yo había cosido siquiera una cofia para su ajuar.

Puse la mano de Aliénor en el brazo de Georges le Jeune.

– Llévatela a L'Arbre d'Or -le susurré. Sólo a los tejedores y a sus familias se les permite entrar en la sede de nuestro gremio. Mientras mis hijos se alejaban a buen paso, me cogí del brazo de Georges y nos quedamos muy juntos, como si temiéramos que la tempestad nos derribara. Los dos miramos al Hôtel de Ville, tan sólido e imponente, con sus arcos, sus esculturas y su torre. Ojalá pudiéramos ser tan sólidos.

Jacques llegó pisando fuerte hasta donde estábamos.

– ¿Dónde se ha ido la chica? -gritó-. Siempre sale corriendo: no sirve de gran cosa tener una mujer que huye cada vez que se acerca su marido.

– ¡Chis! -susurró Georges.

– No me digas que me calle. Estoy cansado de guardar silencio. ¿No he tenido la boca cerrada todo el año pasado? ¿Acaso he dicho algo a las chismosas del mercado que me preguntan si me voy a casar con ella? ¿Por qué tendría que callarme? ¿Y por qué se me impide verla? Tiene que acostumbrarse a mí alguna vez. Y bien podría ser ahora -se volvió hacia L'Arbre d'Or.

Georges lo agarró del brazo.

– Ahí no, Jacques; sabes que no te está permitido entrar ahí. Y sólo te pido que guardes silencio un poco más.

– ¿Por qué?

Georges dejó caer la mano y miró al suelo.

– Aún no se lo he dicho.

– ¿No lo sabe? -bramó Jacques, todavía con más fuerza que antes. Empezaba a reunirse un grupo de curiosos, aunque a cierta distancia debido al olor del tintorero.

Tosí.

– Tienes que tener paciencia con nosotros, Jacques. Como sabes, hemos estado muy ocupados con los tapices, en los que tu lana azul desempeña un papel muy importante. Tan importante -seguí, cogiéndolo del brazo y empezando a caminar muy despacio con él, aunque los ojos se me llenaron de lágrimas por el hedor-, que no me cabe la menor duda de que te inundarán con más encargos de azul cuando la gente los haya visto.

A Jacques le Boeuf le brillaron los ojos, aunque sólo un instante.

– Pero la chica, la chica. La tendré para Navidad, ¿no es eso? ¿Todavía no habéis comprado la cama?

– Precisamente voy a encargarla mañana -dijo Georges-. Castaño. Nosotros tenemos una y nos ha hecho buen servicio.

Jacques rió entre dientes de una manera que me revolvió el estómago.

– Georges irá muy pronto a verte para concretarlo todo -dije-, porque, como es lógico, no debemos tratar de cuestiones económicas en domingo -lo miré desafiante y bajó la cabeza. Regañándolo un poco más conseguí que se marchara, de manera que los curiosos se dispersaron sin averiguar cuál era el motivo de sus gritos, si bien, por lo que había dicho sobre las chismosas del mercado, ya lo sabían de todos modos.

Georges y yo nos miramos.

– La cama -dijo.

– El ajuar -dije yo al mismo tiempo.

– ¿Dónde voy a encontrar el dinero para comprarla?

– ¿Cuándo voy a encontrar el tiempo para coserlo?

Georges movió la cabeza.

– ¿Qué dirá Jacques cuando le explique que no será para Navidad sino para la Purificación?

Poco después tuve las respuestas a aquellas preguntas, pero no las que esperaba.


Al principio nadie se fijó. Los telares estaban vestidos para La Vista y El Tacto y empleamos la mayor parte del día preparando la urdimbre, con Philippe y Madeleine ayudándonos. A continuación Georges desenrolló los cartones, dispuesto a deslizarlos por debajo de la urdimbre. Examiné los bordes de los dibujos, para comprobar que teníamos preparados todos los colores que hacían falta. Mientras lo hacía, miré de pasada a la dama en el cartón de La Vista. Tardé un momento en darme cuenta, pero cuando lo hice di un paso atrás como si alguien me hubiera golpeado en el pecho. Nicolas había introducido cambios, no cabía la menor duda, y no se trataba sólo del lirio de los valles.

Al mismo tiempo mi hijo empezó a reírse.

– Regarde, mamá -exclamó-. De manera que era eso lo que Nicolas hacía en el huerto. Debería agradarte.

Sus risas me irritaron tanto que lo abofeteé. Georges le Jeune me miró asombrado. Ni siquiera se frotó la mejilla, aunque le habla golpeado con fuerza y se le estaba enrojeciendo.

– ¡Christine! -dijo mi marido con dureza-. ¿Qué sucede?

Volví mi indignación hacia Aliénor, sentada en un taburete, desenredando hilo. No estaba enterada, por supuesto, de lo que Nicolas había hecho con La Vista.

– Sólo le decía a mamá que Nicolas la ha retratado en El Tacto -dijo Georges le Jeune-. Y entonces va ¡y me da una bofetada!

Lo miré primero, todavía enfadada, y luego me volví hacia El Tacto. Lo estuve contemplando mucho tiempo. Mi hijo tenía razón: la dama se me parecía, con el pelo hasta más abajo de la cintura y la cara larga, la barbilla puntiaguda, la mandíbula poderosa, y las cejas de curvas pronunciadas. Era la orgullosa mujer del tejedor, sosteniendo, con aire de suficiencia, un estandarte en una mano y el cuerno del unicornio en la otra. Recordé el momento captado por el pintor, cuando estaba en la puerta y pensaba en mi trabajo de tejedora. Nicolas des Innocents me conocía demasiado bien.

– Lo siento -le dije a mi hijo-. Creía que hablabas de La Vista, porque también ha hecho que la dama se parezca a Aliénor.

Todo el mundo miró el cartón del otro tapiz, y Aliénor alzó la cabeza.

– Me he enfadado -mentí deprisa-, porque considero cruel que una chica ciega represente La Vista -no dije nada sobre el unicornio en el regazo de mi hija y lo que eso podía significar. Vigilé a Georges y a los demás varones mientras miraban, pero no parecieron darse cuenta. Los hombres pueden ser bastante romos a veces.

– Sí que se te parece, Aliénor -dijo Georges le Jeune-, con los ojos torcidos y la sonrisa también torcida. Aliénor se puso muy colorada y fingió trabajar con la lana que tenía en el regazo.

– ¿Vamos a dejarlas así, papá? -siguió Georges le Jeune-. No estamos autorizados a cambiar figuras que ya han sido aprobadas por el cliente.

Georges se frotaba la mejilla y fruncía el ceño.

– Quizá tengamos que utilizarlas tal como están: no recuerdo las caras de antes. ¿Te acuerdas tú, Philippe?

Philippe miraba con fijeza el cartón. Luego alzó los ojos hasta Aliénor y supe que estaba tan preocupado como yo por el cambio en los dibujos y su posible significación. Philippe, gracias a Dios, sabe guardar secretos: es casi tan callado como Aliénor.

– Tampoco yo las recuerdo -dijo-. No lo bastante como para reconstruirlas.

– De acuerdo, entonces -dijo Georges-. Tendremos que tejer así los tapices y confiar en que nadie lo note -agitó la cabeza-. Maldito pintor. No me hacen ninguna falta más preocupaciones.

Aliénor alzó bruscamente la cabeza al oír las palabras de su padre y por un momento pareció tan triste como la dama en La Vista. Me mordí los labios. ¿La había pintado Nicolas como la Virgen que doma al unicornio sólo para expresar su deseo, o había sucedido de verdad?


Empecé a vigilar a mi hija: vigilarla como debería haberlo hecho cuando estaba aquí Nicolas. La estudié con ojos de madre. No parecía distinta. Ni vomitaba, ni estaba más cansada de lo que lo estábamos todos los demás, ni tenía jaquecas ni ataques de mal humor. Todo eso me había sucedido a mí cuando estuve embarazada de Aliénor y de Georges le Jeune. Tampoco se le había ensanchado la cintura ni se le había redondeado el vientre. Quizá había logrado escapar de la trampa que los varones tienden a las mujeres.

Aunque en un aspecto sí había cambiado: ya no sentía tanta curiosidad por las cosas. Antes siempre me estaba pidiendo que le describiera algo, o que le dijera lo que yo hacía o lo que hacían los demás. Ahora, por la noche, cuando no podíamos tejer, había empezado a prepararle el ajuar. A medida que avanzaba el año y se acortaban las jornadas de trabajo, ya no estaba tan cansada al terminar, y podía coser un poco después de la cena. Las noches en las que hice camisas o pañuelos para llenarle el baúl, Aliénor no me preguntaba por qué no trabajaba con ella en los tapices, ni en qué me ocupaba. De hecho parecía feliz cosiendo sola. En ocasiones me paraba a mirarla cuando estaba junto a la devanadera, o en el huerto, o ayudando a Madeleine en la cocina, o inclinada sobre un tapiz, y me daba cuenta de que sonreía de una manera distinta: como si fuese un gato que ha comido bien y ha encontrado un buen sitio junto al fuego. Entonces me dominaba la angustia y sabía, en el fondo de mi corazón, que la trampa también la había cazado.

Fue su ceguera lo que la descubrió. Aliénor nunca ha entendido cómo la ven los demás. Siempre estoy quitándole hojas del pelo o limpiándole la grasa de la barbilla o enderezándole la falda, porque no se le ocurre que los demás vean esas cosas. De manera que cuando por fin empezó a engordar, pensó que su recia falda invernal ocultaba la transformación, pero no se dio cuenta de que toda su manera de estar y de moverse había cambiado.

No hubo un momento preciso en el que supiera con certeza que estaba embarazada. Fui notándolo como se nota el atardecer, de manera que un día de noviembre cuando la vi en el huerto moviéndose torpemente entre las coles que tenía que recoger antes de que llegaran las nieves, me pregunté sencillamente en qué momento convendría decírselo a Georges. Debería de haberlo hecho semanas antes, por supuesto, cuando estaba tan preocupado con la cama de Aliénor. Toda dote debe incluir una, y ya había ido a ver a un carpintero y había vuelto a inquietarse por el costo.

– No tenemos ni un sou con que pagarle -me dijo-, a no ser que recurra al dinero que apartamos para pagar la última entrega de lana. De todos modos, Jacques se pondrá furioso cuando le diga que no podrán casarse hasta febrero.

– ¿Cuándo se lo dirás a tu hija? -pregunté. Aliénor no sabía aún lo que planeábamos.

Georges se encogió de hombros. No es cobarde, pero no le gustaba nada la idea de hacerla tan desgraciada. Tampoco yo soy cobarde, pero ni le conté lo que sospechaba ni le pedí a Aliénor que confirmara mis sospechas. Debería haberlo hecho, por supuesto, pero no quería echar a perder la paz de que disfrutábamos en el taller. Durante todos aquellos meses consagrados a los tapices, Georges y yo habíamos dejado a un lado los problemas, pensando en volver a ocuparnos de ellos cuando hubiésemos terminado aquel encargo. Todo estaba detenido: la casa, sucia; el huerto de Aliénor, descuidado; Georges no se ocupaba de buscar nuevos encargos para el año siguiente; yo no iba al mercado ni estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo. Me avergüenza decir que incluso nuestras oraciones eran más breves y que descuidábamos los días de fiesta. Sé que trabajamos la tarde de Todos los Santos y la del día de los Difuntos cuando deberíamos habernos quedado en la iglesia.

Pero el problema de Aliénor no podía esperar. Un bebé no se puede dejar para el día siguiente.

Fue Thomas quien lo descubrió. De entre todos los tejedores, sus ojos eran los que más se paseaban, los que no podían quedarse pegados al trabajo que tenía entre los dedos. Si alguna persona se movía por el taller -en especial Aliénor o Madeleine- sus ojos la seguían. Una mañana, Aliénor se detuvo junto a uno de los telares, para pasarle un carrete de lana blanca a Georges, que estaba empezando precisamente el rostro de la dama en La Vista. Joseph y Thomas se hallaban a ambos lados. Al inclinarse sobre el telar, la forma del vientre de Aliénor quedó de manifiesto para quien quisiera verla. Nadie se fijó, excepto Thomas, sentado muy cerca, y en busca de una excusa para dejar de trabajar.

– Vaya, Señora de la Lana -dijo, imitando a Nicolas, aunque sin su encanto-, veo que te estás redondeando. ¿Para cuándo es la cosecha?