Empujé con fuerza los pedales hasta conseguir que traqueteara todo el telar, pero el ruido no impidió que se oyeran sus palabras. Cuando mi telar se inmovilizó, el taller entero quedó en silencio.
Aliénor dejó caer el carrete sobre la urdimbre y dio un paso atrás. Luego se apretó los costados con las manos, pero aquel movimiento le estiró la falda sobre el vientre, de manera que si alguien no había entendido aún las palabras de Thomas, lo hizo entonces.
Fue mi marido, al parecer, quien más tardó en darse cuenta. Cuando Georges teje, se enfrasca en su trabajo y no pierde la concentración con facilidad. Se quedó mirando a Aliénor pero parecía no verla, aunque la tenía delante, las manos apretándose los costados, la cabeza inclinada. Cuando por fin entendió, me miró, y el gesto adusto de mi boca confirmó sus sospechas. Se puso en pie, el banco crujió, Joseph y Thomas se apartaron para hacerle sitio.
– ¿Tienes algo que decirme, Aliénor? -preguntó sin alzar la voz.
– No -la respuesta de nuestra hija fue todavía más sosegada.
– ¿Quién es el responsable?
Silencio.
– Dime quién es.
Ni se movió ni habló. Tenía el rostro descompuesto.
Georges pasó por encima del banco y la derribó de un golpe violento. Como cualquier madre, Aliénor protegió a su hijo, cruzando las manos sobre el vientre mientras caía. Se dio con la cabeza contra el banco del telar. Me levanté de mi asiento y fui a colocarme entre los dos.
– No, Christine -dijo Georges. Me detuve. Hay ocasiones en las que una madre no puede proteger a su hija.
Hubo un movimiento en el umbral. Madeleine había estado mirando lo que sucedía y acto seguido desapareció. Un momento después pasó corriendo por delante de las ventanas del taller.
Aliénor se incorporó. Sangraba por la nariz. Quizá el espectáculo de aquel rojo intenso detuvo la mano de Georges. Nuestra hija se puso de pie tambaleante, luego se dio la vuelta, cruzó el taller cojeando y salió al huerto. Georges miró a su alrededor: Joseph, Thomas, Georges le Jeune y Luc, sentados en hilera como jueces, lo miraban fijamente.
– Volved al trabajo -les dijo.
Lo hicieron, uno a uno, inclinando la cabeza sobre los tapices.
Georges me miró y su rostro sólo reflejaba desesperación. Le hice un gesto con la cabeza, y me siguió al interior de la casa. Nos quedamos uno al lado del otro delante del fuego. Hasta que no sentí el calor de la lumbre no me di cuenta de lo fría que me había quedado en el taller.
– ¿Quién crees que es el padre? -preguntó Georges, que no había relacionado lo que hacía la dama de La Vista con el problema de Aliénor. En cierta manera, yo abrigaba la esperanza de que no lo averiguara nunca.
– No lo sé -mentí.
– Quizá se trate del mismo Jacques le Boeuf -Georges trataba de mostrarse esperanzado.
– Sabes que no. Tu hija nunca se habría prestado a eso con él.
– ¿Qué vamos a hacer, Christine? Jacques no la querrá ya. Probablemente nunca volverá a teñir lana para nosotros. Y está el dinero de la cama que ya he pagado y que es suyo.
Pensé en Aliénor, estremecida en la iglesia de Sablon cuando hablaba de Jacques le Boeuf, y una parte de mí se alegró de que se librara de compartir cama con el tintorero, aunque, por supuesto, tenía que callármelo.
Antes de que pudiera responder se oyeron pasos fuera y entró Madeleine, con Philippe de la Tour pisándole los talones. Suspiré: otra persona más, ajena a la familia, que iba a ser testigo de nuestra vergüenza y de la humillación de Aliénor.
– Márchate -le dijo Georges a Philippe antes de que abriera la boca-. Estamos ocupados.
Philippe hizo caso omiso de su descortesía.
– Quiero hablar con vos -dijo. Luego pareció perder el valor. Madeleine le dio un empujón-. Sobre…, sobre Aliénor -continuó.
Georges cerró los ojos un instante y gruñó.
– De manera que te ha faltado tiempo para contárselo a todo el mundo, ¿no es eso? -le dijo a Madeleine-. ¿Por qué no vas a gritarlo al mercado? O, mejor aún, busca a Jacques le Boeuf y tráelo de la mano, para que vea por sí mismo lo que ha pasado aquí.
Madeleine lo miró con el ceño fruncido.
– Estáis todos ciegos -dijo-. Nunca habéis entendido cuánto la quiere.
La miramos asombrados. Madeleine nunca se atreve a contradecirnos. ¿Podía estar hablando de Jacques le Boeuf? No era la clase de persona que quiera a nadie.
– No os enfadéis, Georges: la intención de Madeleine es buena -dijo Philippe, la voz transida por el miedo-. No he venido a burlarme. Es sólo que… -se detuvo, como si el terror lo ahogara.
– ¿Qué sucede, entonces? ¿Qué servicio nos puedes prestar ahora?
– Soy…, soy yo el padre.
– ¿Tú?
Philippe me miró desesperado. De repente entendí. Hice un leve gesto de asentimiento para darle valor y permitirle seguir adelante. Madeleine debía de tener razón: Philippe quería a Aliénor. Estaba dispuesto a ayudarla: a ella y también a nosotros.
Philippe tragó saliva y, para mantenerse sereno, no apartó los ojos de mi cara.
– Soy el padre y me casaré con Aliénor si ella me acepta.
Philippe de la Tour
Mi esposa es una mujer callada. Eso no es mala cosa: las mujeres calladas no chismorrean y es poco probable que sean motivo de habladurías.
De todos modos me gustaría que conversara más conmigo.
No dijo nada cuando nos casamos, excepto responder a la pregunta del sacerdote. Nunca me habló del hijo que llevaba en el vientre ni de Nicolas. Nunca me dio las gracias. En una ocasión le dije que me alegraba de haberla salvado.
– Me salvé yo -fue su respuesta, antes de darme la espalda.
No vivíamos aún con mis padres, ni lo haríamos hasta que se terminaran los tapices. La necesitaban para coser de noche, no para que durmiera conmigo. Pese a habernos arrodillado ante el sacerdote en la iglesia de Sablon, no habíamos estado juntos aún, y no habíamos hecho las cosas que la prostituta me enseñó durante el verano. Aliénor estaba demasiado hinchada, y poco dispuesta todavía. Todo a su tiempo, era mi esperanza.
Después de que fueran a ver a Jacques le Boeuf, Georges y Christine me dijeron que me refugiara en casa de unos vecinos hasta que pasara el peligro. Me negué: no iba a esconderme de él el resto de mis días. Nunca me explicaron qué pasó cuando le contaron que Aliénor iba a casarse conmigo, pero pocos días después tuve que enfrentarme con él. Me descubrió en la place de la Chapelle, donde yo estaba comprando nueces, y se puso a bramar desde el otro lado del mercado. Tuve tiempo de salir corriendo, pero me quedé quieto y vi que se me venía encima como un toro. Me debería haber asustado, pero sólo pensé en la sonrisa torcida de Aliénor. La verdad es que a mí me sonreía más bien poco, pero nunca habría obsequiado con una sonrisa a aquel bruto maloliente. Incluso cuando Jacques le Boeuf venía a por mí seguía alegrándome de haberla salvado.
Perdí el conocimiento cuando me derribó. Al recuperarme estaba tumbado en la nieve -la primera del invierno- con las nueces esparcidas por el suelo y Jacques le Boeuf mirándome desde lo alto. Contemplé, tras el, las altas ventanas afiligranadas de la Chapelle, y me pregunté si me mataría. Pero en el fondo es un hombre sencillo, con necesidades sencillas. Dejarme tirado en el suelo fue suficiente. Se inclinó sobre mí y gruñó:
– Quédate con ella. ¿De qué sirve una esposa sin ojos? Me casaré con mi prima, que me ayudará más.
No iba a discutir con él. No pude, de todos modos: el hedor me hizo perder otra vez el conocimiento. Cuando me recobré Jacques se había ido y, entre varios, me llevaban por la rue Haute a casa de Georges. Aliénor en persona me lavó las magulladuras, sujetándome la cabeza contra el bulto de su regazo. No dijo nada cuando quise saber qué había sucedido. Sólo habló al preguntarle qué planta había puesto en el agua:
– Verbena -dijo. Era una sola palabra, pero me sonó a música.
Jacques le Boeuf me dejó tranquilo después de aquello, pero insistió en que Georges le pagara de inmediato la remesa final de lana azul, porque en caso contrario no se la entregaría. Georges había dado el dinero a un carpintero para la cama que era parte de la dote de Aliénor. Me fue posible ayudarle con aquello: mi primer acto útil como yerno. Una prima mía estaba a punto de casarse, y convencí a sus padres para que le compraran la cama de madera de castaño, de manera que Georges recuperó el dinero. A Aliénor y a mí no nos corría tanta prisa tener cama.
Ayudarlo en aquel problema hizo que mi relación con Georges fuera un poco menos tensa, aunque todavía lo sorprendía a veces mirándome furioso. En otras ocasiones, sin embargo, su actitud era de perplejidad, porque no entendía cómo podía haber estado con Aliénor sin saberlo él ni por qué lo había hecho. Había disfrutado de su confianza en otro tiempo, pero ahora no sabia qué pensar. Tenía que aceptarme como yerno, pero en lugar de acogerme con los brazos abiertos, se sentía molesto y preocupado.
Georges le Jeune también me trataba de una manera peculiar y menos amistosa que antes, pese a que ahora éramos hermanos. A Thomas y a Luc les gustaba reírse de mí y gastarme bromas, lo que no es ninguna sorpresa. Por lo menos dejaban tranquila a Aliénor. Nadie le dijo nada sobre lo sucedido.
Todo resultaba más fácil de soportar porque Christine era amable conmigo. Me aceptó como parte de la familia sin ningún reparo, y eso hizo que los demás controlaran sus sentimientos. Nadie pareció adivinar lo que había sucedido en realidad, pese a tener una pista delante de sus narices, en los hilos del telar, que lo indicaba claramente. Aunque son buenos tejedores, quizá estaban demasiado cerca de su trabajo para verlo en perspectiva. Nunca pensaron en Nicolás: dieron por sentado que el unicornio era yo. Todo era más fácil así.
Por otra parte, habla muy poco tiempo para pensar en lo sucedido, porque el problema acuciante era terminar La Vista y El Tacto. Con días más cortos teníamos menos luz. A veces parecía que nada más sonar las campanas de la Chapelle para iniciar la jornada de trabajo, volvían a oírse para darla por terminada, con muy poco progreso en la confección de los tapices. El frío no ayudaba. Los talleres de los tejedores son especialmente fríos porque hay que dejar abiertas puertas y ventanas para que haya más luz y porque tampoco se encienden fuegos por temor a las chispas. Muchos talleres cierran o reducen el trabajo durante los meses fríos, pero, por supuesto, Georges no podía hacerlo. Aunque sólo estábamos en Adviento, hacía tanto frío como si la Epifanía no fuera más que un recuerdo. Madeleine colocaba cubos con brasas a los pies de los tejedores, pero apenas se notaba. Tampoco se podía utilizar ropa de mucho abrigo en brazos y hombros, porque dificultaba el trabajo. Se usaban en cambio guantes sin dedos que Christine había tejido con restos de lana, lo que no evitaba los sabañones.
A Georges las escasas horas de trabajo le resultaban especialmente duras. Los meses de preocupación por el encargo de Jean le Viste lo habían marcado. Tenía ojeras pronunciadas y ojos enrojecidos. De la noche a la mañana el pelo pareció volvérsele completamente gris. Se cargó de hombros y hablaba poco y nunca con alegría. Christine no le permitía trabajar los domingos, pero estaba tan cansado que se quedaba dormido en Notre Dame du Sablón tan pronto como se sentaba para oír misa. Nadie trataba de despertarlo, ni siquiera cuando debía ponerse en pie o arrodillarse. El sacerdote no decía nada. Sabía, como todo el mundo, que el taller tenía problemas.
Yo iba casi a diario para ayudar. Tampoco tenia cartones que dibujar en otros sitios: los lissiers raras veces reciben nuevos encargos en invierno, una época en la que nadie viaja hacia el norte ni desde París ni desde ningún otro sitio. Además, quería estar allí, aunque sólo fuera para hacer compañía a mi mujer. Aliénor ayudaba a Madeleine, o cosía los tapices cuando había sitio para ella. Pero buena parte del tiempo tanto ella como yo parecíamos gatos que deambulan por callejones en busca de algo que los mantenga ocupados. Era penoso ver a otros trabajar tanto y no ser capaces de hacer lo mismo. Envidiaba la laboriosidad de Christine, aunque todavía me asustaba un tanto verla tejer tapices a los que el Gremio tenía que dar el visto bueno. Por supuesto no decía nada. Era parte de la familia y sabía guardar sus secretos.
Apenas celebramos la Navidad. Es verdad que se festejó la Nochebuena, aunque la comida fue poca y carente de interés, sin dinero para carne, pasteles o vino. Sólo Joseph y Thomas no trabajaron el día de San Esteban. Christine acudió a misa el día de los Inocentes, e insistió en que todo el mundo fuera a Notre Dame du Sablon en la fiesta de la Epifanía, aunque después trabajáramos en lugar de celebrarla. Para entonces ni siquiera Joseph y Thomas se incorporaron al júbilo de las calles, porque estaban a punto de acabar El Tacto y querían terminar de una vez.
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