Se adelantaron a los demás -aunque no se trataba de un juego, ni hubo ganadores- debido a un problema con La Vista. Un día Georges examinó el tapiz y frunció el ceño ante las hojas de un roble que Christine había estado tejiendo.
– Has olvidado un trozo de rama. ¿Ves? Acaba aquí y empieza otra vez ahí, con hojas donde debería haber madera.
Christine miró fijamente su trabajo. Los otros tejedores callaron. Georges le Jeune se acercó para mirar.
– ¿Importa? -dijo, examinando las hojas-. Nadie se dará cuenta.
Georges lo miró con desaprobación y dijo:
– Apártate, Christine.
Mi suegra se colocó junto a Aliénor ante la devanadera y lloró mientras Georges empezaba a deshacer lo que había tejido. Nunca la habla visto llorar.
– Bonjour!
Al volvernos, vimos que una cabeza asomaba por la ventana del taller. Era otro lissier, Rogier le Brun, que venía a comprobar si el trabajo del taller se hacía de acuerdo con las normas del Gremio. Georges había hecho en el pasado similares visitas inesperadas a otros talleres: de esa manera el Gremio se aseguraba de que sus miembros se atenían a las reglas, de que los lissiers no hacían trampas, y de la excelente calidad de los tapices de Bruselas.
No sé el tiempo que llevaba Rogier le Brun observándonos. Si había visto tejer a Christine podíamos tener problemas. Sin duda la habla visto llorar y podía preguntarse por qué. Todos pensábamos en eso mientras Christine se secaba las lágrimas con la manga y se apresuraba a reunirse con su marido para dar la bienvenida al lissier.
– Por supuesto beberás una cerveza y probarás alguno de los bollos con especias que han quedado de la Epifanía. ¡Madeleine! -llamó, al tiempo que se dirigía hacia la casa, mientras Rogier le Brun intentaba rechazar la bebida y la comida que le ofrecían. Sin duda estaba al tanto de las dificultades por las que atravesaba el taller. Aquellos bollos eran regalo de un vecino compasivo.
– Madeleine ha salido -le susurré a Aliénor, quien, rápidamente, me pasó la lana que había estado enrollando y fue a ayudar a su madre. Los ojos de Rogier le Brun la siguieron mientras cruzaba el taller, el vientre estirándole el vestido. Cuando hubo salido me miró un momento, como si tratara de adivinar de qué manera un individuo tan tímido como yo podía haber hecho una cosa así. Sentí que la cara me ardía de vergüenza.
– ¿Deshaciendo el trabajo, eh? -comentó Rogier le Brun, volviéndose hacia el roble que Georges se disponía a rectificar en el tapiz-. El aprendiz estropea las cosas como de costumbre, ¿no es eso? -le dio unos suaves golpecitos a Luc en la cabeza. Luc lo miró furioso, pero, gracias a Dios, no lo negó. Es un chico listo y sabe cuándo callar. Rogier le Brun entornó los ojos y se volvió hacia Georges-. Cómo te comprendo, Georges. No hay nada peor para un lissier que deshacer lo que ya está hecho. Pero tratándose de tapices como éstos, hasta el último adorno ha de estar bien, ¿eh? No se podrían utilizar tejedores poco competentes. El Gremio no aceptaría el trabajo, ¿verdad que no?
Todos los presentes guardaron silencio.
– Luc se equivoca muy pocas veces -murmuró Georges al cabo de un momento.
– Por supuesto: estoy seguro de que le has enseñado bien. Pero eso os retrasará, n’est-ce-pas, precisamente cuando más necesitas el tiempo. ¿En qué fecha se han de entregar los tapices?
– Para la Purificación.
– ¿ La Purificación? ¿Cómo vas a poder acabarlos tan pronto?
Antes de que Georges pudiera responder había reaparecido Christine con jarras de cerveza.
– No te preocupes por nosotros, Rogier -intervino-. Nos las arreglaremos. Mira, el otro tapiz está casi acabado y después todos los tejedores se dedicarán a este otro.
Thomas resopló.
– Si se nos paga más, quizá.
Rogier le Brun apenas escuchaba. Comprendí que estaba calculando el trabajo que quedaba por hacer, el número de tejedores -¿contaría a Christine entre ellos?- y el tiempo disponible para hacerlo. Todos le observamos mientras hacía sus cuentas. El banco de los que trabajaban crujió al moverse inquietos sus ocupantes. También yo cambié los pies de sitio. A pesar del frío, por la frente de Georges caían gotas de sudor.
Christine cruzó los brazos sobre el pecho.
– Nos las arreglaremos -repitió-, como espero que te suceda a ti cuando Georges te haga una visita en nombre del Gremio -a continuación le sonrió.
Se produjo un breve silencio mientras Rogier le Brun asimilaba aquel recordatorio acerca de cómo los lissiers se ayudaban unos a otros. Miró a la dueña de la casa y me fijé en cómo se le movía la nuez al tragar.
Aliénor apareció entonces y se le acercó sin apresurarse.
– Por favor, monsieur, tomad uno -dijo, presentándole la bandeja con los bollos.
Aquello hizo que Rogier le Brun se echara a reír.
– Georges -exclamó, probando uno de los dulces-, ¡quizá tengas problemas con el taller, pero tus mujeres lo compensan!
Cuando se hubo marchado, Georges y Christine se miraron.
– Me parece -dijo mi suegra, moviendo la cabeza- que San Mauricio se está encargando de protegernos. Si no me hubiera equivocado con ese roble, Rogier me habría sorprendido trabajando. Y si me hubiera visto sentada ante el telar, no habría podido hacerse el distraído.
Georges sonrió por vez primera desde hacía muchas semanas. Fue como cuando se quiebra el hielo en un estanque después de un largo invierno, o como cuando se rompe un maleficio. Los jóvenes rieron, se pusieron a imitar a Rogier, y Christine fue a buscar más cerveza. Por mi parte, me acerqué a donde estaba Aliénor y la besé en la frente. No alzó la cabeza, pero sonrió.
Dos semanas antes de la Purificación los tejedores contratados terminaron El Tacto. El corte del tapiz para separarlo del telar no fue la solemne ceremonia que quizá les hubiera gustado a Georges le Jeune, a Joseph y a Thomas, sino una cosa rápida y expeditiva. Cuando se desenrolló el tapiz y se le dio la vuelta para verlo, Georges movió la cabeza afirmativamente y elogió el trabajo, pero sus pensamientos estaban en sus dedos, y sus dedos querían seguir tejiendo. Christine, sin embargo, advirtió la desilusión de los otros y procedió a dar un codazo a su marido. El lissier entregó a los contratados sus últimos sous para que brindaran en la taberna.
Georges le Jeune se trasladó al otro telar para seguir trabajando con su padre y con Luc en La Vista, y Christine se retiró para ocuparse del dobladillo de El Tacto. Aliénor y ella recogieron los finales de los hilos de la urdimbre, y a continuación, y para rematar el tapiz, empezaron a coser una tira de tejido de lana marrón siguiendo todo el borde. Mientras estaba sentado junto a Aliénor, viéndolas coser a ella y a Christine, se me ocurrió decir de repente:
– Enséñame a hacer eso.
Christine rió entre dientes y Aliénor frunció el ceño.
– ¿Por qué? Eres pintor, no mujer.
– Quiero ayudar -en realidad quería decirle que era mi esposa y que quería sentarme con ella.
– ¿Por qué no trabajas en algo tuyo?
Entonces tuve una idea.
– Si me enseñas, te podré ayudar con el dobladillo y tu madre quedará libre para el otro tapiz.
Christine miró a Georges, que, al cabo de un momento, asintió con la cabeza.
– De acuerdo -dijo mi suegra, clavando su aguja en la lana y poniéndose en pie-. Aliénor te enseñará lo que tienes que hacer.
– Mamá -intervino entonces Aliénor. Parecía molesta.
Christine se volvió a mirarla.
– Es tu marido, hija mía. Será mejor que te acostumbres y que se lo agradezcas. Piensa en la otra posibilidad.
Aliénor inclinó la cabeza. Christine me dedicó una leve sonrisa y le di las gracias con la mirada.
Aliénor, en lugar de dejarme coser el dobladillo de inmediato, me obligó a practicar en un retazo de tela. Eran unas puntadas bastante sencillas, pero no conseguía que me salieran tan iguales como las suyas, y logré pincharme los dedos una y otra vez hasta que Aliénor se echó a reír.
– Mamá, nunca terminaremos si dejas trabajar a Philippe. Estaré siempre deshaciendo lo que haga para empezar de nuevo. ¡O lo llenará todo de sangre!
– Dale una oportunidad -dijo Christine sin levantar los ojos de su trabajo-. Quizá te sorprenda.
Después de un día de errores empecé a mejorar y, a la larga, Aliénor me dejó trabajar en el dobladillo, aunque cosía más despacio que ella. Al principio no hablábamos mucho mientras trabajábamos, pero pasar tantas horas juntos pareció facilitar las cosas entre nosotros. El silencio siempre es un tónico para Aliénor. Luego, poco a poco, empezamos a hablar: del frío, del dobladillo que cosíamos, o de las nueces en escabeche que habíamos comido. Cosas sin importancia.
Casi habíamos terminado el dobladillo cuando reuní el valor suficiente para preguntarle algo más importante. Contemplé el enorme bulto del regazo, sobre el que descansaban sus manos como sobre una mesa, y el tapiz que lo cubría.
– ¿Cómo vamos a llamar al niño? -le dije en voz muy baja para que no nos oyeran los demás.
Aliénor dejó de coser, la aguja detenida sobre la tela. Como sus ojos están muertos, no basta con mirarle a la cara para saber lo que piensa. Hay que esperar a escuchar su voz. Esperé mucho tiempo. Cuando por fin respondió, el tono no era tan triste como yo esperaba.
– Etienne, por tu padre. O Tiennette, si es niña.
Sonreí.
– Merci, Aliénor.
Mi mujer se encogió de hombros. Pero no empezó a coser enseguida. Clavó la aguja en la costura y la dejó allí. Luego se volvió hacia mí.
– Me gustaría tocarte la cara, para saber cómo es mi marido.
Me incliné hacia ella y puse sus manos en mis mejillas. Aliénor empezó a restregarme y pellizcarme toda la cara.
– ¡Tienes la barbilla tan puntiaguda como mi gato! -exclamó. Le tiene afecto a su gato: la he visto acariciarlo durante horas cuando se le tumba en el regazo.
– Sí -dije-. Como tu gato.
Una semana antes de la Purificación, Georges terminó la última curva de la cola del león. Tres días antes, primero Christine y luego Luc, llegaron al borde del tapiz. Georges trabajaba todavía en un conejo -su firma, que consiste en uno de esos animales llevándose una pata al hocico-, mientras Georges le Jeune terminaba el rabo de un perro. Aliénor se unió entonces a su padre y a su hermano para coser las hendiduras, aunque su vientre abultaba tanto que la obligaba a quedarse lejos del tapiz. Mientras la estaba mirando se detuvo por un momento, las manos apretadas contra el vientre, la frente llena de surcos. Luego empezó otra vez a coser. Unos minutos más tarde hizo lo mismo una segunda vez y supe que estaba empezando el parto.
Si Aliénor guardaba silencio, tampoco querría que yo lo mencionara. De manera que hice un aparte con Christine y le señalé en silencio lo que sucedía.
– Creíamos que faltaban aún varias semanas: se está adelantando -comentó Christine.
– ¿No debería acostarse? -pregunté.
Christine negó con la cabeza.
– Todavía no. Ya tendrá después tiempo de sobra. Puede que tarde aún varios días. Déjala que trabaje si quiere: eso hará que no piense en el dolor.
De manera que Aliénor cosió durante muchas horas aquel día, incluso después de que anocheciera y de que los tejedores hubieran dejado de trabajar. Y aún siguió cosiendo cuando todos dormían ya. Yo me quedé con ella, despierto, tumbado en un catre y oyéndola moverse y ponerse tensa en el banco. Por fin, muy avanzada la noche, me dijo entre gemidos:
– Philippe, busca a mamá.
La acostaron en la cama de sus padres y Georges pasó a dormir al taller. Por la mañana, Luc, a quien Christine había mandado a buscar a la comadrona, regresó precipitadamente al taller poco después.
– ¡Los soldados de Jean le Viste están aquí! -exclamó-. Lo he oído en la calle. Han ido al Gremio en la Grand-Place para preguntar por vos.
Georges y su hijo alzaron la vista del trabajo.
– Todavía quedan dos días para la Purificación -dijo Georges. Se miró las manos-. Acabaremos hoy, pero todavía falta el dobladillo y las mujeres están ocupadas -miró hacia el interior de la casa, desde donde nos llegó un largo gemido que terminó en un grito.
– El dobladillo lo puedo hacer yo -dije muy deprisa, contento de ser útil por fin.
Georges me miró.
– Bon -dijo. Por primera vez desde que Aliénor y yo nos habíamos casado sentí que colaboraba de verdad con el taller.
– No te preocupes, muchacho -añadió Georges dirigiéndose a Luc, que no lograba estarse quieto-. Los soldados esperarán. Tiens, ve a decir a Joseph y a Thomas que vengan esta tarde para el corte del tapiz: querrán estar aquí. No podemos hacer nada por las mujeres -otro gemido procedente del interior hizo que padre e hijo hundieran sus cabezas en el trabajo y que Luc saliera corriendo del taller.
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