– Ése -dijo, señalando El Oído-. La bandera es excelente y el león, noble. Venid -le dijo a Léon le Vieux.
– Voy a quedarme un momento para hablar con Nicolas des Innocents -anunció Geneviéve de Nanterre. Jean le Viste apenas pareció oír, y se dirigió hacia la puerta seguido de Léon le Vieux. El anciano se volvió a mirarme antes de salir, como para recordarme su advertencia anterior acerca de mi comportamiento. Sonreí ante la idea. No me quedaba con la mujer adecuada para hacer fechorías.
Cuando se hubieron marchado, Geneviéve de Nanterre rió en voz baja.
– Mi marido no prefiere ninguno. Ha elegido el tapiz que tenía más cerca, ¿no lo habéis notado? Y no es el mejor: las manos de la dama son poco elegantes y el diseño del mantel es demasiado recto y duro.
Estaba claro que había estudiado los tapices con detenimiento. Al menos no había acusado de gordura al unicornio.
– ¿Qué tapiz os gusta más, madame?
Lo señaló con el dedo.
– Ése -me sorprendió que eligiera El Tacto: esperaba que prefiriese Á Mon Seul Désir. Después de todo, la dama era ella.
– ¿Por qué ése, madame?
– La dama está muy tranquila; tiene el alma en paz. Se halla en un umbral, se dispone a pasar de una vida a otra, y mira feliz hacia el futuro. Sabe lo que le espera.
Pensé en lo que me había servido de inspiración para presentar a la dama de aquella manera: Christine en el umbral del taller, feliz porque iba a tejer. Era tan diferente de lo que Geneviéve de Nanterre acababa de describir que tuve que contener el impulso de corregirla.
– ¿Qué os parece esta otra dama? -señalé a la de Á Mon Seul Désir-. ¿No abandona también un mundo por otro?
Geneviéve de Nanterre no dijo nada.
– La pinté especialmente para vos, madame, con el fin de que los tapices no se ocupen sólo de una seducción, sino que traten también del alma. Si os fijáis, es posible empezar con este tapiz, el de la dama poniéndose el collar, y dar la vuelta a la sala siguiendo la historia de cómo seduce al unicornio. O se puede hacer el recorrido contrario, de manera que la dama diga adiós a cada uno de los sentidos y la historia termine con este tapiz, en el que se quita el collar para guardarlo, y renuncia a la vida corporal. ¿Os dais cuenta de que lo he hecho para vos? Cuando la dama sostiene las joyas de la manera en que lo hace, no sabemos si se las pone o se las quita. Puede ser cualquiera de las dos cosas. Ése es el secreto que he encerrado para vos en los tapices.
Geneviéve de Nanterre negó con la cabeza.
– La dama no parece haber decidido qué es lo que prefiere: si la seducción o el alma. Yo sé lo que prefiero, y me hubiera gustado que su elección quedase reflejada con toda claridad. Tiens, es mejor que los tapices cuenten la seducción del unicornio; a la larga pasarán a mi hija, y a Claude le gustará la seducción -me miró y me sonrojé.
– Siento que no os gusten, madame -lo sentía de verdad. Creía haber sido muy inteligente, pero la inteligencia me había jugado una mala pasada.
Geneviéve de Nanterre se volvió, abarcando una vez más todos los tapices al mismo tiempo.
– Son muy hermosos y eso es suficiente. Sin duda Jean está contento, aunque no lo demuestre, y a Claude le encantarán. Para daros las gracias, me gustaría que acudierais mañana por la noche a la fiesta que celebraremos aquí.
– ¿Mañana?
– Sí, la fiesta de San Valentín. El día en que las aves eligen su pareja.
– Eso dicen.
– Os veremos aquí mañana, entonces -me miró una vez más antes de alejarse.
Le hice una reverencia cuando ya me daba la espalda. Una de las damas de honor miró un instante al interior de la sala y luego se marchó con su señora.
Entonces me quedé a solas con los tapices. Estuve mucho tiempo en la sala, mirándolos y preguntándome por qué ahora me llenaban de melancolía.
No había asistido nunca a una fiesta de la aristocracia. A los pintores no se les suele invitar a esas celebraciones. De hecho, no estaba nada seguro de por qué Geneviéve de Nanterre reclamaba mi presencia. Muy deprisa y con un gasto considerable hice que me confeccionaran una nueva túnica -terciopelo negro con ribetes amarillos- y una gorra a juego. Me limpié las botas y me lavé, aunque el agua estaba helada. Conseguí cuando menos que, al llegar a la casa de la rue de Four, iluminada con antorchas, los criados me permitieran el paso sin pestañear, como si fuera otro noble más. En mi cuarto me había encontrado muy elegante con mi túnica y mi gorra nuevas -y había recibido el aliento de hombres y mujeres en Le Coq d'Or-, pero mientras me dirigía hacia la Grande Salle entre las damas y los caballeros ricamente ataviados que me rodeaban me sentí como un palurdo.
Tres niñas corrían entre los invitados. La de más edad era Jeanne, la que miraba el interior del pozo el día que conocí a Claude, su hermana e hija mayor de Jean le Viste. La segunda se parecía a ella y debía de ser Geneviéve, la menor. La otra niña sólo me llegaba a la rodilla y no se parecía en nada a las Le Viste, aunque era bonita a su manera, con tirabuzones de color rojo oscuro que se le desordenaban por el cuello. Como éramos muchos, una de las veces que pasó cerca de mí se me enganchó entre las piernas, y cuando la enderecé me miró con el ceño fruncido de una manera que me pareció familiar. Pero se fue corriendo antes de que pudiera preguntarle cómo se llamaba.
La sala estaba abarrotada de invitados, con juglares que tocaban, bailaban y hacían acrobacias, y con criados que ofrecían vino y exquisiteces: huevos de codorniz escabechados, chuletas de cerdo, albóndigas decoradas con flores disecadas, incluso frambuesas, de ordinario imposibles de encontrar en invierno.
Jean le Viste se hallaba en un extremo de la sala, junto al tapiz de El Olfato, vestido de rojo con ribetes de piel, rodeado de otros caballeros que vestían de la misma manera. Conversarían sobre el Rey y la Corte, cuestiones que nunca me han interesado en exceso. Prefería el lado de la sala de Geneviéve de Nanterre, donde podía contemplar a las damas con sus brocados y sus pieles de visón, zorro y conejo. La señora de la casa vestía, con bastante sencillez, seda azul celeste y piel de conejo gris, y se había colocado muy cerca de Á Mon Seul Désir.
Los tapices eran muy admirados pero, aunque templaban la sala y suavizaban el ruido de tantas personas, no resultaban ya tan llamativos como cuando había estado a solas con ellos. Entendía ahora que una batalla, con el estruendo de caballos y jinetes, podía haber resultado más adecuada para una sala de fiestas, mientras que los tapices del unicornio deberían colgarse en la cámara de una dama. Jean le Viste tenía razón, después de todo.
Traté de no pensar mucho en aquello, y bebí todo el vino especiado que me ofrecieron los criados que lo servían. Al principio me mantuve a un lado, contemplé a los acróbatas y a las damas que bailaban, y comí un higo asado. Luego una aristócrata a la que había hecho un retrato en cierta ocasión me llamó a su lado. Después todo fue más fácil, hablar y reír y beber como lo habría hecho si estuviera en una taberna.
Cuando entró Claude, vestida de terciopelo rojo, rodeada de damas -Béatrice entre ellas- sentí que se me caían los hombros y que los brazos me colgaban a los lados del cuerpo como trozos de cordel. Por supuesto estaba esperando a que apareciese, incluso mientras bebía y coqueteaba y me comía el higo e incluso mientras bailaba una gallarda con una dama muy alegre. Sin duda tenía que aparecer. No era otro el motivo de que yo estuviese allí.
Había mucha gente en la sala y creo que no me vio. Al menos no lo manifestó en absoluto. Estaba más delgada y huesuda que la última vez que la había visto, pero sus ojos eran todavía como membrillos y estaban tan llenos de vida como siempre. Los mantenía fijos en sus damas de honor, en lugar de seguir a los que bailaban, o bien miraba a algo distante, quizá a una de las millefleurs de El Olfato o El Gusto, situados al otro lado de la sala, pero no a las protagonistas de los tapices.
Béatrice me vio y me miró descaradamente con sus grandes ojos oscuros. También había adelgazado. No se inclinó hacia su señora, ni le susurró nada al oído ni me señaló: se limitó a mirarme fijamente hasta que aparté la vista. No traté de acercarme a Claude. Sabía que iba a ser inútil: alguien se interpondría en mi camino, y llamarían al mayordomo para sacarme de la casa y arrojarme a la calle, quizá incluso propinándome de paso unos cuantos golpes. Lo sabía sin que nadie me lo dijera. Sabía ya por qué me había invitado Geneviéve de Nanterre: me había convocado para castigarme.
Pronto cesaron la música y el baile y sonaron las trompetas para dar comienzo a la cena. Claude se reunió con sus padres y algunos invitados más en la mesa principal, la mesa de roble a la que me había subido en una ocasión para medir las paredes. El resto de los invitados ocupaba mesas de caballete a los lados de la sala. Me encontré situado en un extremo, en el sitio más oscuro, el más alejado de Claude. Justo detrás de mí colgaba El Gusto. Enfrente La Vista, con el rostro de Aliénor, dulce y triste, haciéndome compañía.
Un sacerdote de Saint-Germain-des-Prés dirigió la acción de gracias. Luego Jean le Viste se puso en pie y alzó la mano. No endulzó sus palabras, sino que habló sin rodeos, de manera que cuando oí lo que decía, la herida fue limpia y profunda.
– Nos hemos reunido aquí para anunciar los esponsales de Claude, mi primogénita, con Geoffroy de Balzac, miembro de la Noblesse d Epée y premier valet de chambre del Rey. Nos sentiremos orgullosos de llamar hijo a un miembro de tan distinguida familia -extendió la mano y un joven de barba castaña, también sentado en la mesa principal, se puso en pie e hizo una leve reverencia a Jean le Viste y a Claude, que no quitó los ojos de la mesa que tenía delante. Geneviéve de Nanterre no inclinó la cabeza, sino que recorrió con la vista las mesas de caballete hasta llegar a mí, sentado al final. Ahora recibes tu castigo, decía su mirada. Bajé los ojos a mi cuchillo y vi que había cortado el pan con las iniciales CLV y GDB entrelazadas. Aves que encontraban su pareja, sin duda.
Después de aquello dejé de escuchar lo que decía Jean le Viste, aunque alcé la copa con todos los demás en un brindis que no oí. Cuando sonaron las trompetas, los criados trajeron los asados de aves: un pavo real abriendo la cola ante la hembra, un par de faisanes con las alas dispuestas para echar a volar, dos cisnes con los cuellos enlazados. Aquel espectáculo no me produjo ningún placer y tampoco hice intención de utilizar mi cuchillo para servirme. Mis vecinos debieron de pensar, estoy seguro, que no era un comensal muy animado.
Cuando trajeron un jabalí cubierto con panes de oro, supe que no me quedaría a ver los muchos platos anunciados, que no participaría en la bebida y la comida, ni presenciaría tampoco el espectáculo que se prolongaría toda la noche e incluso el día siguiente. No estaba de humor para la fiesta. Me puse en pie y, después de una última mirada a los tapices -porque sabía que no volvería a verlos-, me dirigí discretamente hacia la puerta. Para llegar allí tenía que pasar cerca de la mesa principal y, al hacerlo, un movimiento atrajo mi atención. Claude golpeó de repente la mesa con la mano y su cuchillo cayó al suelo con estrépito.
– ¡Oh! -exclamó. Una de las damas se dispuso a recogerlo, pero ella la detuvo con una risa: la primera manifestación de alegría que le había visto en toda la velada-. Lo recogeré yo -dijo, y procedió a sumergirse bajo la mesa. Quedó oculta: el mantel blanco, adornado con el escudo de Le Viste, llegaba hasta el suelo, escondiendo todo lo que quedaba dentro.
Esperé un momento. Nadie parecía fijarse en mí. Béatrice se hallaba detrás de la silla de su señora, hablando con el criado de Geoffroy de Balzac. Geneviéve de Nanterre conversaba con su futuro yerno. Jean le Viste, aunque vuelto hacia mí, parecía atravesarme con la mirada sin verme. Ya no se acordaba de quién era. Cuando llamó por encima del hombro para pedir más vino, me quité la gorra, la dejé caer, y luego me puse de rodillas para recuperarla. Un segundo después había levantado el mantel y estaba debajo de la mesa.
Claude se había acurrucado, brazos alrededor de las piernas, barbilla sobre las rodillas. Me sonrió.
– ¿Siempre tenéis vuestros rendez-vous debajo de las mesas, mademoiselle? -le pregunté mientras me volvía a colocar la gorra.
– Las mesas están muy bien para esconderse debajo.
– ¿Es ahí donde has estado escondida todo este tiempo, preciosa? ¿Debajo de una mesa?
Claude dejó de sonreír.
– Sabes muy bien dónde he estado. Nunca viniste a buscarme -apoyó la mejilla contra las rodillas, de manera que su rostro quedó oculto. Todo lo que veía era su tocado de terciopelo rojo, bordado de perlas, y el cabello cuidadosamente recogido debajo.
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