– No sabía dónde estabas. ¿Cómo querías que lo supiera?

Claude se volvió de nuevo hacia mí.

– Sí que lo sabías. Marie-Céleste dijo… -dejó de hablar, la duda arrugándole la frente.

– ¿Marie-Céleste? No la he visto desde la última vez que te vi a ti…, cuando me dieron la paliza. ¿Me enviaste un mensaje con ella?

Claude afirmó con la cabeza.

– Nunca lo recibí. Mintió si te dijo que me lo dio.

– Oh.

– Maldita sea. ¿Por qué mintió?

Claude apoyó la cabeza en las rodillas.

– Tiene sus razones. No me porté muy bien con ella.

Un galgo se metió debajo de la mesa, olfateando en busca de restos, y Claude extendió un brazo para acariciarlo. Al subírsele la manga vi que tenía la muñeca en carne viva, como si se hubiera rascado con uñas furiosas, crecidas más de la cuenta. Suavemente le sujeté el brazo.

– ¿Qué te ha pasado, preciosa? ¿Te has hecho daño tú misma?

Claude retiró la muñeca.

– A veces es la única cosa que me hace sentir. Bueno -continuó, rascándose las heridas-, no importa, de verdad. No hubieras podido sacarme.

– ¿Dónde estabas?

– En un lugar que es un paraíso para mamá y una prisión para mí. Pero en eso consiste la vida de una dama, como he podido descubrir.

– No digas eso. Ya no estás prisionera. Ven conmigo. Escapa de tu fiancé.

Por un momento el rostro de Claude se iluminó como si brillara el sol sobre el Sena, pero al seguir pensando en ello, su cara se oscureció de nuevo, hasta adquirir el turbio color normal del río. Donde quiera que hubiese estado, le habían cambiado el espíritu. Era bien triste verlo.

– ¿Qué hay de mon seul désir? -le pregunté en voz muy baja-. ¿Ya lo has olvidado?

Claude suspiró.

– Ya no tengo deseos. Y ése era de mamá -el perro le olfateó el regazo y Claude le sujetó el hocico con las dos manos-. Gracias por los tapices -añadió, mirando al perro a los ojos-. ¿Te ha dado alguien las gracias? Son muy hermosos, aunque me entristecen.

– ¿Por qué, preciosa?

Me miró fijamente.

– Me recuerdan cómo era antes, toda despreocupada y feliz y libre. Ahora sólo la dama que tiene al unicornio en el regazo se parece a mí: está triste y sabe algo del mundo. La prefiero a las otras.

Suspiré. Al parecer, me había equivocado con todas las damas.

El mantel se agitó una vez más y la niñita de cabellos rojos se metió a gatas debajo de la mesa. Había encontrado el rabo del perro y lo estaba siguiendo hasta su fuente. No manifestó ningún interés por nosotros y se limitó a palmear los lomos del animal con las dos manos, apretándole las costillas. El perro no pareció notarlo: había encontrado un hueso de cordero y lo estaba royendo.

– De todos modos, encontré una cosa buena en la cárcel -Claude señaló a la niña con la cabeza-. La he traído conmigo. Nicolette, llévate al perro. Béatrice le encontrará un hueso más grande. Idos, ya -le dio un empujón al animal en el trasero.

Ni la niña ni el perro le hicieron el menor caso.

– Será una de mis damas de honor cuando crezca -añadió Claude-. Por supuesto, tendrá que aprender, pero todavía le queda mucho tiempo. Aún es un bebé, en realidad.

Miré a la niña.

– ¿Se llama Nicolette?

Claude se rió como lo hacía en otro tiempo: una risa juvenil llena de promesas.

– Le cambié el nombre. No podíamos tener dos Claude en el convento, ¿no te parece?

Rió de nuevo cuando moví la cabeza con tanta violencia que me golpeé contra el tablero de la mesa. Miré a la criatura que era mi hija y luego otra vez a Claude, que me contemplaba con ojos transparentes. Por un momento sentí que la antigua fuerza del deseo me empujaba hacia ella, y extendí los brazos.

Nunca llegué a saber si Claude me hubiera permitido tocarla. Una vez más -como había sucedido la primera vez que Claude y yo estuvimos juntos bajo una mesa- la cabeza de Béatrice apareció en nuestro escondite. Su cometido era interponerse entre los dos. Ni siquiera pareció sorprendida al verme. Casi con seguridad había estado escuchando todo el tiempo, como hacen las damas de honor.

– Mademoiselle, vuestra madre os llama -dijo.

Claude hizo una mueca pero se puso de rodillas.

– Adieu, Nicolas -dijo con una sonrisa apenas visible. Luego señaló a Nicolette con la cabeza-. Y no te preocupes, la tendré conmigo siempre. ¿No es cierto, ma petite? -arrastrándose, salió de debajo de la mesa. Nicolette y el perro la siguieron.

Béatrice me estaba mirando.

– Ahora os tengo -dijo-. He tenido que vivir nueve meses en el infierno por vos. He extraviado mensajes por culpa vuestra. No os voy a dejar escapar -retiró la cabeza y desapareció.

Seguí de rodillas debajo de la mesa, desconcertado por sus palabras. Finalmente, sin embargo, también salí de mi escondite y me incorporé. Nadie se dio cuenta. Jean le Viste había abandonado la mesa y, de espaldas a mí, hablaba con Geoffroy de Balzac. Geneviéve de Nanterre se hallaba al otro extremo, de pie, con Claude. Béatrice le susurraba algo al oído.

Geneviéve de Nanterre se volvió para mirarme.

– Bien sûr -exclamó alegremente, alzando una mano y avanzando hasta situarse entre Béatrice y yo.

– Nicolas des Innocents, ¿cómo podía haberme olvidado de vos? Béatrice me dice que está cansada de su trabajo y preferiría la vida de esposa de un artista, ¿no es así, Béatrice?

La interpelada asintió.

– Por supuesto no soy quien tiene la última palabra, dado que Béatrice ya es dama de honor de mi hija. Debe decidirlo ella. ¿Qué te parece, Claude? ¿Darás libertad a Béatrice para que se case con Nicolas des Innocents?

Claude miró a su madre y luego a mí, los ojos brillantes por las lágrimas. Los dos estábamos siendo castigados.

– Claude y yo sentiremos perderte, Béatrice -añadió Geneviéve de Nanterre-. Pero mi hija dará su permiso, ¿no es cierto, Claude?

Al cabo de un momento Claude se encogió levemente de hombros.

– Lo haré, mamá. Como tú digas -no me miró mientras su madre tomaba la mano de Béatrice y la unía a la mía, sino que clavó los ojos en el tapiz de El Gusto.

Por mi parte, no miré los tapices ni a las damas que bajaban los ojos desde las paredes de la Grande Salle, ni tampoco a los nobles que comían, bebían, reían y bailaban. No era necesario mirarlos para saber que todos estarían sonriendo.

Epílogo

A Nicolas des Innocents se le encargó que diseñara una vidriera para Notre Dame de París. Engendró tres hijos más, ninguno de ellos con Béatrice.


Claude le Viste y Geoffroy de Balzac no tuvieron descendencia. Después de la muerte de su primer marido, en 1510, Claude se casó con Jean de Chabannes. Tampoco tuvieron hijos. Después de su muerte, los tapices de la dama y el unicornio pasaron a la familia de su segundo esposo.


Nicolette fue toda su vida dama de honor de Claude le Viste.


A raíz de la muerte de Jean le Viste en 1501, Geneviéve de Nanterre profesó en el convento de Chelles.


Philippe y Aliénor tuvieron tres hijos varones más. El primogénito, Etienne, y el más joven fueron pintores; los otros dos, tejedores.


A Georges quisieron encargarle en varias ocasiones tapices con unicornios, pero no aceptó. «Demasiados problemas», le dijo a Christine.

Christine tejió un pequeño tapiz de millefleurs para el tardío ajuar de su hija. Nunca volvió a trabajar para el taller.


Léon le Vieux murió en su cama, rodeado de su mujer y de sus hijos.

Observaciones y nota de agradecimiento

Este relato es una obra de ficción, aunque esté basado en suposiciones razonables relativas a los tapices de la dama y el unicornio. No se sabe con certeza qué miembro de la familia Le Viste los encargó, ni por qué se hicieron, ni cuándo, exactamente, aunque las vestiduras de las damas y las técnicas de tejido indican que se confeccionaron probablemente hacia el final del siglo XV. Jean le Viste era el único varón que disfrutaba en aquel momento del derecho de utilizar el escudo de armas familiar. Tampoco sabemos quién hizo los tapices, aunque la destreza y las técnicas empleadas indican que el taller debió de ser septentrional, posiblemente de Bruselas, cuyos tejedores, por aquel entonces, estaban especializados en las millefleurs.

Pese al gasto considerable y a la exaltación del escudo de armas de los Le Viste, los tapices no permanecieron mucho tiempo en manos de la familia: a la muerte de Claude (algo antes de 1544) pasaron a los herederos de su segundo marido. En 1660 se sabe que adornaban un castillo de Bousac, en el centro de Francia. Prosper Mérimeé, inspector de monumentos históricos, los volvió a descubrir en 1841. Estaban en mal estado, porque habían sido roídos por las ratas y cortados en algunos sitios: al parecer, personas de los pueblos vecinos habían utilizado trozos como manteles y cortinas. La escritora George Sand se convirtió pronto en su defensora, y escribió acerca de ellos en artículos de prensa, en novelas y en su diario. En 1882 el Gobierno francés los compró para el Musée de Cluny (ahora Musée National de Moyen-Âge) de París, donde todavía se exhiben, restaurados y en una sala que les está especialmente dedicada.

He tratado de ser fiel a lo poco que se sabe sobre los tapices, pero en cuestiones más generales me he tomado algunas libertades, como hacen siempre los novelistas: quizá la más llamativa sea hacer que los habitantes de Bruselas hablen en francés cuando lo más probable es que se comunicaran entre ellos en flamenco, aunque tal vez no cuando recibían visitas.

Abundan las fuentes sobre la Francia del final del Medioevo y el Renacimiento, y sobre la vida de la Edad Media en general. Uno de los libros más entretenidos es Life on a Mediaeval Barony (La vida en una baronía medieval) de William S. Davis (1923). Entre los libros que me han ayudado para temas más concretos, figuran: La Tapisserie au Moyen Âge (La tapicería en la Edad Media ) de Fabienne Joubert (2000); Tapestry in the Renaissance: Art and Magnificence (Tapices en el Renacimiento: arte y magnificencia), editado por Thomas P. Campbell (2002); The Lady and the Unicorn (La dama y el unicornio) de Alain Erlande-Brandenburg (1991); The Unicom Tapestries (Los tapices del unicornio) de Margaret B. Freeman (1976); Medieval Tapestries in the Metropolitan Museum of Art (Tapices medievales en el Metropolitan Museum of Art) de Adolfo Salvatore Cavallo (1993); The Oak King the Holly King, and the Unicorn: The Myths and Symbolism of the Unicorn Tapestries (El rey del roble, el rey del acebo y el unicornio: los mitos y el simbolismo de los tapices del unicornio) de John Williamson (1986); Sur la terre comme au ciel- jardins d'Occident á la fin du Moyen Âge (En la tierra como en el cielo: jardines de occidente a finales de la Edad Media ), editado por Élisabeth Antoine (2002); Le Cháteau d’Arcy et ses seigneurs (El castillo de Arcy y sus dueños), de A. y C.M. Fleury (1917).

Quisiera, además, dar las gracias a Élisabeth Antoine, del Musée National de Moyen-Âge, de París; a Philip Sanderson, Katharine Swailes y en especial a Caron Penney, del Tapestry Studio en el West Dean College de Sussex, que están recreando otro famoso tapiz con unicornios y me mostraron directamente cómo se tejían los tapices medievales; a Lindsey Young; a Sally Dormer; a Katie Espiner; y también a Susan Watt, Carole Baron, Jonny Geller y Deborah Schneider.