Claude tragó saliva.
– Un clavo. Para mi diente.
– Deberías mascar menta, es mucho mejor para el dolor de muelas.
– Sí, mamá -Claude rió de nuevo, probablemente al verme la cara. Se dio la vuelta y salió de la habitación, dando un portazo. Hasta donde estábamos llegó el eco de sus pasos.
Me estremecí. Había intentado seducir a la hija de Jean le Viste.
En mis visitas anteriores a la casa de la rue du Four, sólo había visto de lejos a las tres hijas de Le Viste: cuando corrían por el patio, al salir a caballo o de camino hacia la iglesia de Saint-Germain-des-Prés con un grupo de damas. Por supuesto, la chica junto al pozo era de la familia; si hubiera prestado atención habría entendido -al ver sus cabellos y su manera de moverse- que Claude y ella eran hermanas. En ese caso habría adivinado su identidad y no le habría contado nunca a Claude la historia del unicornio. Pero no había pensado en quién era; sólo en llevármela a la cama.
Bastaría con que Claude repitiera a su padre lo que le había dicho para que me echaran a la calle, retirándome el encargo. Y nunca volvería a ver a Claude.
Ahora, de todos modos, me gustaba más que nunca, y no sólo para montarla. Deseaba tenerla a mi lado y hablarle, tocarle la boca y el pelo y hacerla reír. Me pregunté a qué sitio de la casa se habría ido. Nunca se me permitiría entrar allí; un artista de París no tenía nada de que hablar con la hija de un noble.
Me quedé muy quieto, pensando en aquellas cosas. Quizá estuve así demasiado tiempo. La dama en el umbral se movió de manera que el rosario que le colgaba de la cintura chocó contra los botones de la manga, y salí de mi ensimismamiento. Me miraba como si hubiera adivinado todo lo que me pasaba por la cabeza. No dijo nada, sin embargo, y abrió la puerta por completo; luego regresó al interior de la habitación. La seguí.
Había pintado miniaturas en las cámaras de muchas señoras y aquélla no era tan diferente. Había una cama de madera de nogal, con dosel de seda azul y amarilla. Había sillas de roble formando un semicírculo, acolchadas con cojines bordados. Vi también un tocador cubierto de frascos, un cofre para joyas, así como varios arcones para ropa. Una ventana abierta enmarcaba la vista de Saint-Germain-des-Prés. Reunidas en un rincón estaban las damas de honor, que trabajaban en bordados. Me sonrieron como si fueran una sola persona en lugar de cinco, y me insulté por haber pensado en algún momento que Claude pudiera ser una de ellas.
Geneviéve de Nanterre -esposa de Jean le Viste y señora de la casa- se sentó junto a la ventana. En otro tiempo, sin duda, había sido tan hermosa como su hija. Aún era una mujer bien parecida, de frente amplia y barbilla delicada, pero si bien el rostro de Claude tenía forma de corazón, el suyo se había vuelto triangular. Quince años de matrimonio con Jean le Viste habían hecho desaparecer las curvas, afirmarse la mandíbula, arrugarse la frente. Sus ojos eran pasas oscuras frente a los membrillos claros de Claude.
En un aspecto, al menos, eclipsaba a su hija. Su vestido era más lujoso: brocado crema y verde, con un complicado dibujo de flores y hojas. También llevaba joyas delicadas en la garganta y el cabello trenzado con seda y perlas. Nunca se la tomaría por una dama de honor; estaba inconfundiblemente vestida como alguien a quien hay que servir.
– Acabáis de entrevistaros con mi esposo en la Grande Salle -dijo-. Para hablar de tapices.
– Sí, madame.
– Imagino que quiere una batalla.
– Sí, madame. La batalla de Nancy.
– ¿Y qué escenas se representarán?
– No estoy seguro, madame. Monseigneur sólo me ha hablado de los tapices. He de sentarme y preparar los dibujos antes de decir nada con seguridad.
– ¿Habrá hombres?
– Por supuesto, madame.
– ¿Caballos?
– Sí.
– ¿Sangre?
– ¿Pardon, madame?
Geneviéve de Nanterre agitó la mano.
– Se trata de una batalla. ¿Habrá sangre brotando de las heridas?
– Imagino que sí, madame. Carlos el Temerario morirá, por supuesto.
– ¿Habéis participado alguna vez en una batalla, Nicolas des Innocents?
– No, madame.
– Quiero que penséis por un momento que sois soldado.
– Pero soy miniaturista de la Corte, madame.
– Lo sé, pero en este momento sois un soldado que ha luchado en la batalla de Nancy, en la que perdisteis un brazo. Estáis en la Grande Salle como invitado de mi marido y mío. Os acompaña vuestra esposa, joven y bonita, que os ayuda en las pequeñas dificultades que se os presentan por el hecho de no tener dos manos: partir el pan, ceñiros la espada, montar a caballo -Geneviéve de Nanterre hablaba rítmicamente, como si estuviera cantando una nana. Empecé a tener la sensación de que flotaba río abajo sin idea de adónde iría a parar.
¿Estará un poco loca?, pensé.
Geneviéve de Nanterre se cruzó de brazos y torció la cabeza.
– Mientras coméis, contempláis los tapices de la batalla que os costó un brazo. Reconocéis a Carlos el Temerario en el momento en que cae muerto, vuestra esposa ve la sangre que brota de sus heridas. Encontráis por todas partes los estandartes de Le Viste. Pero ¿dónde está Jean le Viste?
Traté de recordar lo que Léon había dicho.
– Monseigneur está junto al Rey, madame.
– Sí. Durante la batalla mi esposo y el Rey estaban cómodamente en la Corte, en París, lejos de Nancy. Ahora, como tal soldado, ¿qué sentiríais, sabiendo que Jean le Viste no participó en la batalla de Nancy, al ver sus estandartes una y otra vez en los tapices?
– Pensaría que monseigneur es una persona importante por el hecho de estar junto al Rey, madame. Sus consejos tienen más valor que su habilidad en el combate.
– Ah, eso es muy diplomático por vuestra parte, Nicolas. Tenéis mucho más de diplomático que mi marido. Pero me temo que no es la respuesta adecuada. Quiero que penséis con calma y me digáis con sinceridad lo que pensaría un soldado como el que he descrito.
Sabía ya hacia dónde me llevaba el río de palabras en el que flotaba. Lo que no sabía era qué sucedería cuando atracase.
– Se ofendería, madame. Y también su esposa.
Geneviéve de Nanterre asintió con la cabeza.
– Efectivamente. Eso es lo que pasaría.
– Pero no es razón…
– De plus, no quiero que mis hijas tengan que contemplar una carnicería mientras hacen de anfitrionas en una fiesta. Habéis visto a Claude, ¿queréis que, mientras come, vea un tajo profundo en el costado de un caballo o un hombre degollado?
– No, madame.
– No tendrá que hacerlo.
En su rincón, las damas de honor se sonreían con suficiencia. Geneviéve de Nanterre me había llevado exactamente a donde quería. Era más inteligente que la mayoría de las damas de la nobleza que había pintado. Debido a ello descubrí que deseaba agradarla. Y un deseo así podía ser peligroso.
– No estoy en condiciones de oponerme a los deseos de monseigneur, madame.
Geneviéve de Nanterre volvió a sentarse en su silla.
– Decidme, Nicolas, ¿sabéis quién os eligió para diseñar esos tapices?
– No, madame.
– He sido yo.
Me quedé mirándola.
– ¿Por qué, madame?
– He visto vuestras miniaturas de las damas de la Corte. Sabéis captar en ellas algo que me agrada.
– ¿De qué se trata, madame?
– De su naturaleza espiritual.
Le hice una reverencia, sorprendido.
– A Claude no le vendrían mal otros ejemplos de esa naturaleza espiritual. Lo intento, pero no escucha a su madre.
Callamos los dos. Pasé a apoyar el peso del cuerpo en el otro pie.
– ¿Qué…, qué querríais que pintara en lugar de una batalla, madame?
Los ojos de Geneviéve de Nanterre brillaron.
– Un unicornio.
Sentí terror.
– Una dama y un unicornio -añadió.
Tenía que haberme oído mientras hablaba con Claude: de lo contrario no lo habría sugerido. ¿Estaba escuchando mientras intentaba seducir a su hija? Traté de adivinarlo por su rostro. Parecía complacida consigo misma, traviesa incluso. Si lo sabía, podía hablar con Jean le Viste de mi increíble audacia, si es que Claude no lo había hecho ya, y perdería el encargo. No sólo eso: con una palabra, Geneviéve de Nanterre podía destruir mi reputación en la Corte y nunca volvería a pintar otra miniatura.
No me quedaba más remedio que tratar de ablandarla.
– ¿Os gustan los unicornios, madame?
A una de las damas de honor se le escapó una risita. Geneviéve de Nanterre frunció el ceño y la muchacha guardó silencio.
– ¿Cómo podría saberlo, si nunca los he visto? No; pienso en Claude. A ella le gustan, y por ser la primogénita, un día heredará los tapices. Más valdrá que sea algo que le guste.
Había oído hablar de la ausencia de un heredero varón en aquella familia, de cuánto tenía que desagradar a Jean le Viste no contar con un hijo a quien transmitir su amado escudo de armas. La culpa de ser padre de tres hijas recaía pesadamente sobre los hombros de su esposa. La miré con un poco más de simpatía.
– ¿Qué queréis que haga el unicornio, madame?
Geneviéve de Nanterre agitó una mano.
– Sugeridme lo que podría hacer.
– Podría ser cazado. A monseigneur le gustaría eso.
Agitó la cabeza.
– No quiero ni caballos ni sangre. Y a Claude no le gustaría que se matara al unicornio.
No podía arriesgarme a sugerir la historia de los poderes mágicos del cuerno del animal. Tendría que utilizar la idea de Claude.
– La dama podría seducir al unicornio. Cada uno de los tapices representaría una escena de los dos en el bosque, la dama tentándolo con música y comida y flores, y al final el unicornio descansaría la cabeza en su regazo. Es una historia popular.
– Quizá. Por supuesto a Claude le gustaría eso. Es una muchacha que está empezando a vivir. Sí, la virgen que doma al unicornio puede ser la solución. Aunque a mí me puede apenar tanto contemplar eso como las escenas de una batalla -lo último lo dijo casi para sus adentros.
– ¿Por qué, madame?
– Estaré rodeada de seducción, de juventud, de amor. ¿Qué interés tiene todo eso para mi? -trataba de adoptar una actitud desdeñosa, pero parecía más bien nostálgica.
No comparte el lecho de su marido, pensé. Ha tenido a sus hijas y ha cumplido su misión. Tampoco bien, claro, sin hijos varones. Ahora está apartada de Jean le Viste y no le queda nada. No era costumbre mía compadecerme de las damas de la nobleza, con habitaciones bien calientes, el estómago lleno y damas de honor para servirlas. Pero en aquel momento me apiadé de Geneviéve de Nanterre. Porque tuve una repentina imagen de mí mismo al cabo de diez años -después de largos viajes, inviernos rigurosos, enfermedades- solo en una cama fría, los miembros doloridos, las manos agarrotadas e incapaces de sostener el pincel. Cuando dejara de ser útil, ¿quién se iba a acordar de mi? La muerte sería bienvenida. Me pregunté si también ella habría pensado en eso.
Me miraba con ojos tristes, inteligentes.
Algo de los tapices sería suyo, pensé de repente. No tratarían sólo de seducción en un bosque, sino también de algo más, no sólo de una virgen sino de una mujer que sería de nuevo virgen, de manera que los tapices fueran sobre toda la vida de una mujer, su comienzo y su final. Todas sus elecciones reunidas en una. Sería eso lo que hiciera. Le sonreí.
En la torre de Saint-Germain-des-Prés tocó una campana.
– Sexta, mi señora -dijo una de las damas.
– Iré ahora -respondió Geneviéve de Nanterre-. Nos hemos perdido los otros oficios y esta tarde no puedo ir a vísperas: me esperan en la Corte con mi señor -se levantó de la silla mientras otra dama le traía el cofre. Alzó los brazos, soltó el broche del collar y se lo quitó, permitiendo que las joyas brillaran un momento en sus manos antes de guardarlas en el interior del cofre. Su dama de honor alzó una cruz salpicada de perlas, con una larga cadena y, cuando Geneviéve de Nanterre hizo un gesto de asentimiento, la pasó por encima de la cabeza de su señora. Las otras damas empezaron a recoger su costura y sus objetos personales. Supe que iba a ser despedido.
– Pardon, madame, pero aceptará monseigneur unicornios en lugar de batallas?
Geneviéve de Nanterre estaba arreglándose el cinturón de hábito que utilizaba al tiempo que una de sus damas retiraba los alfileres de su sobrefalda de color rojo oscuro para que sus pliegues cayeran hasta el suelo y cubrieran las hojas y las flores verdes y blancas.
– Tendréis que convencerlo.
– Pero… sin duda debéis decírselo vos misma, madame. Después de todo, lograsteis que aceptara llamarme a mí para los diseños.
– Ah, eso fue fácil: las personas le tienen sin cuidado. Uno u otro artista significan muy poco para él, con tal de que la Corte los acepte. Pero el tema del encargo queda entre vos y él; me propongo no tener nada que ver con ello. Será mejor que lo sepa por vos.
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