– Claro que no. Hay que tener sentido práctico. Un sou es un sou, tanto si viene de un noble como de un mendigo.

Los dos rieron. Moví la cabeza, casi golpeándomela con el tablero de la mesa. No me gustaban sus risas. No quiero demasiado a mi padre -conmigo es tan frío como con todo el mundo- pero me desagradaba que su nombre y su reputación se arrojaran como un palitroque para que lo fuese a buscar un perro. En cuanto al tío Léon, nunca había pensado que pudiera ser desleal. Ya me encargaría de darle un buen pisotón la próxima vez que lo viera. O algo peor.

– No voy a negar que los dibujos son prometedores… -dijo a continuación.

– ¡Prometedores! ¡Son más que prometedores!

– Si guardas silencio un momento, te ayudaré a lograr que mejoren mucho; que sean mejores de lo que nunca has podido imaginar. Estás demasiado cerca de tu creación para entender cómo mejorarla. Necesitas otro par de ojos para ver los fallos.

– ¿Qué fallos? -Nicolas se hizo eco de lo que yo pensaba. ¿Cómo se podía mejorar el dibujo que había hecho de mí?

– Son dos las cosas que he pensado al mirar los dibujos, y sin duda Jean le Viste tendrá otras sugerencias.

– ¿Qué dos cosas?

– Se han de hacer seis tapices para decorar las paredes de la Grande Salle, n’est-ce-pas? Dos grandes, cuatro un poco más pequeños.

– Sí.

– Y siguen el proceso de la seducción del unicornio por la dama, n'est-ce-pas?

– Así lo acordé con monseigneur.

– La seducción no presenta problemas, pero me pregunto si no has ocultado algo más en los dibujos. Otra manera de verlos.

Los pies de Nicolas se agitaron inquietos.

– ¿Qué queréis decir?

– Me parece que se reconocen aquí sugerencias de los cinco sentidos -Leen golpeó varias veces uno de los dibujos, y el sonido repiqueteó cerca de mi oreja-. La dama que toca el órgano para el unicornio sugiere el oído, por ejemplo. Y la mano que descansa sobre el cuerno del animal representa sin duda el tacto. Aquí… -golpeó de nuevo la mesa-, la dama teje claveles para formar una corona y eso es el olfato, aunque quizá no resulte tan obvio.

– Las novias llevan coronas de claveles -explicó Nicolas-. La dama está tentando al unicornio con la idea del matrimonio y el lecho nupcial. No representa el olfato.

– Ah, vaya. Supongo que no eres tan inteligente. Los sentidos son una casualidad, entonces.

– He…

– Pero ¿te das cuenta de que puedes incorporar fácilmente los sentidos? Haz que el unicornio huela los claveles. U otro animal. Y en el tapiz en el que el unicornio descansa en el regazo de la dama, podrías hacer que le mostrara un espejo, para representar así la vista.

– Pero eso haría que el unicornio pareciera vanidoso, ¿no es cierto?

– ¿Y? Si que parece un poquito vanidoso.

Nicolas no respondió. Tal vez me había oído, casi estallando de risa bajo la mesa al pensar en él y en su unicornio.

– Veamos, tienes la dama con la mano en el cuerno del animal, y eso es el tacto. Cuando toca el órgano es el oído. Los claveles, el olfato. El espejo, la vista. ¿Qué es lo que queda. El gusto. Nos faltan dos tapices: el de Claude y el de madame Geneviéve.

¿Mamá? ¿Qué quería decir Léon?

Nicolas emitió un sonido curioso, como un resoplido y una exclamación juntos.

– ¿Qué queréis decir, Claude y madame Geneviéve?

– Vamos, vamos, sabes exactamente lo que quiero decir. Ésa es mi otra sugerencia. El parecido está demasiado marcado. A Jean le Viste no le va a gustar. Sé que estás acostumbrado a pintar retratos, pero en los dibujos definitivos has de hacer que se parezcan más a las otras damas.

– ¿Por qué?

– Jean le Viste quería tapices de batallas. En lugar de eso le presentas, como espectáculo, a su esposa y a su hija. No tiene comparación.

– Aceptó los tapices del unicornio.

– Pero no tienes que ofrecerle una oda a su esposa y a su hija. Es verdad que simpatizo con madame Geneviéve. Jean le Viste no es un hombre indulgente. Pero también sabes que su esposa y Claude son dos espinas que tiene clavadas. No querría verlas representadas en algo tan valioso como esos tapices.

– ¡Oh! -exclamé, y esta vez me golpeé la cabeza contra el tablero de la mesa y me hice daño.

Hubo gruñidos de sorpresa y luego dos rostros aparecieron debajo de la mesa. Léon estaba furioso, pero Nicolas sonrió al ver que era yo. Me tendió la mano y me ayudó a salir.

– Gracias -dije cuando estuve de pie. Nicolas se inclinó sobre mi mano, pero la retiré antes de que pudiera besarla y fingí arreglarme el vestido. No me sentía del todo dispuesta a perdonarle las groserías que había dicho de mi padre.

– ¿Qué estabas haciendo ahí, descarada? -dijo tío Léon. Por un momento temí que me diera un manotazo como si tuviera la misma edad que Geneviéve, pero pareció recapacitar y se abstuvo-. Tu padre se enfadaría mucho si supiera que nos estabas espiando.

– Mi padre se enfadaría mucho si supiera lo que habéis dicho de él, tío Léon. Y vos, monsieur -añadí, mirando un momento a Nicolas.

Nadie dijo nada. Vi que ambos repasaban mentalmente la conversación, tratando de recordar lo que pudiera ser ofensivo para papá. Me parecieron tan preocupados que me fue imposible contener la risa.

Tío Léon me miró ceñudo.

– Eres de verdad una chica muy descarada.

Parecía menos severo esta vez: mas bien como si tratara de aplacar a un perrillo faldero.

– Sí, ya entiendo. Y a vos, monsieur, ¿también os parece que soy una chica muy descarada? -le dije a Nicolas. Era maravilloso poder contemplar un rostro tan bien parecido.

No sabía cómo iba a contestar, pero me encantó que dijera:

– Sois sin duda la joven más descarada que conozco, mademoiselle -por segunda vez, su voz me tocó la doncellez y sentí que se me humedecía el bajo vientre.

Tío Léon resopló.

– Ya está bien, Claude, tienes que irte. Tu padre llegará enseguida.

– No; quiero ver el retrato de mi madre. ¿Dónde está?

Me volví hacia los dibujos y los extendí sobre la mesa. Eran un revoltijo de damas, estandartes de Le Viste, leones y unicornios.

– Claude, por favor.

Hice caso omiso de tío Léon y me volví hacia Nicolas.

– ¿Cuál es, monsieur? Quisiera verlo.

Sin pronunciar una palabra empujó hacia mí uno de los dibujos desde el otro lado de la mesa.

Me tranquilizó ver que mamá no resultaba tan bonita como yo. Tampoco su vestido era tan elegante como el mío. Ni soplaba el viento a través de la escena: el estandarte no ondulaba, y el león y el unicornio parecían mansos en lugar de adoptar una postura rampante, como en mi dibujo. De hecho, todo estaba muy quieto, si se exceptúa que mamá sacaba un collar del cofrecillo que sostenía una de sus damas de honor. Ya no me importó que también mamá estuviera en los tapices: la comparación me favorecía.

Pero si tío Léon se salía con la suya, ni el rostro de mamá ni el mío sobrevivirían. Tendría que hacer algo, pero ¿qué? Aunque había amenazado a Léon con repetir a mi padre sus palabras, estaba segura de que papá no me escucharía. Era terrible oír que a mamá y a mí se nos consideraba espinas, pero Léon tenía razón: mamá no había traído al mundo un heredero, puesto que mis hermanas y yo no éramos varones. Siempre que papá nos veía se acordaba de que toda su fortuna pasaría algún día a mi marido y a mi hijo, que no llevarían el apellido ni utilizarían el escudo de armas de Le Viste. Aquella certeza lo había vuelto aún más frío con nosotras. También estaba yo al tanto, por Béatrice, de que papá no compartía ya la cama con mi madre.

Nicolas trató de salvarnos a mamá y a mí.

– Sólo cambiaré sus rostros si monseigneur me lo pide -afirmó-. No me basta con que lo pidáis vos. Hago cambios para el cliente, no para el representante del cliente.

Tío Léon lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder oímos pasos en el corredor.

– ¡Vete! -susurró Léon, pero ya era demasiado tarde para escapar. Nicolas me puso la mano en la cabeza, me empujó suavemente, y tuve que arrodillarme. Durante un momento mi cara quedó cerca de su abultada entrepierna. Alcé los ojos y vi que sonreía. Luego me metió debajo de la mesa.

Esta vez el sitio estaba aún más frío, más duro y más oscuro que antes, pero no tendría que soportarlo mucho tiempo. Los pies de papá vinieron directamente hacia la mesa, donde se situó junto a Léon, con Nicolas a un lado. Me quedé mirando las piernas de Nicolas. Parecía tener otra postura distinta ahora que me sabía allí debajo, aunque no sabría decir en qué consistía exactamente la diferencia. Era como si sus piernas tuvieran ojos y me vigilaran.

Las de papá eran como todo él: tan rectas e indiferentes como las de una silla.

– Mostradme los bocetos -dijo.

Alguien buscaba entre los dibujos, moviéndolos por la mesa.

– Aquí están, monseigneur -dijo Nicolas-. Como veis, es posible mirarlos en este orden. Primero la dama se pone el collar para seducir al unicornio. En el siguiente toca el órgano para atraer su atención. Aquí da de comer a un periquito y el unicornio se ha acercado más, aunque todavía mantiene la posición rampante y la cabeza vuelta. Casi está seducido, pero necesita más tentaciones.

Me fijé en la pausa antes de que Nicolas dijera «da de comer». De manera que me he convertido en el gusto, pensé. Paladéame, entonces.

– Luego la dama teje una corona de claveles para una boda. Su propia boda. Como podéis ver, el unicornio está tranquilamente sentado. Por fin -Nicolas golpeó la mesa-, el unicornio se recuesta en el regazo de la dama y los dos se miran. En el último de los tapices lo ha amansado y lo sujeta por el cuerno. Como veis, los animales del fondo están ahora encadenados: se han convertido en esclavos del amor.

Cuando Nicolas terminó hubo un silencio, como si esperase que hablara mi padre. Pero papá no dijo nada. Lo hace con frecuencia, se calla para que la gente se sienta insegura. También funcionó en esta ocasión, porque al cabo de un momento Nicolas empezó a hablar de nuevo, dando sensación de nerviosismo.

– Deseo señalaros, monseigneur, que en todos los casos el unicornio está acompañado por el león, como representante de la nobleza, la fortaleza y el valor, que complementan la pureza y la timidez del unicornio. El león es un ejemplo de noble fiera domada.

– Por supuesto el fondo se llenará de millefleurs, monseigneur -añadió Léon-. Los tejedores de Bruselas harán el dibujo: es su especialidad. Nicolas, aquí, sólo lo ha esbozado.

Otra pausa. Descubrí que estaba conteniendo el aliento mientras esperaba a saber si papá se fijarla en los retratos de mamá y mío.

– No hay suficientes escudos de armas -dijo por fin.

– El unicornio y el león sostienen banderas y estandartes de Le Viste en todos los tapices -dijo Nicolas. Parecía molesto. Le di un codazo en la pierna para recordarle que no tenía que utilizar semejante tono con mi padre y movió los pies.

– En dos de los dibujos sólo hay un estandarte -dijo papá.

– Podría añadir escudos para que los llevaran el león y el unicornio, monseigneur -Nicolas debía de haber captado mi insinuación, porque parecía más sereno. Empecé a acariciarle la pantorrilla.

– Las astas de los estandartes y las banderas deberían acabar en punta -afirmó papá-. No en redondo como los habéis dibujado.

– Pero… las lanzas son para la guerra, monseigneur -Nicolas habló como si alguien lo estuviera estrangulando. Me reí sin hacer ruido y subí la mano hasta el muslo.

– Quiero astas en punta -repitió papá-. Hay demasiadas mujeres y flores en estos tapices. Las astas han de tener aire militar, y algo más que nos recuerde la guerra. ¿Qué sucede con el unicornio cuando la dama lo captura?

Afortunadamente, Nicolas no tuvo que responder, porque no podría haber hablado. Había colocado mi mano sobre su bulto, que estaba tan duro como la rama de un árbol.

– ¿No lo lleva la dama hasta el cazador que cobra la pieza? -continuó papá. Le gusta responder a sus propias preguntas-. Deberíais añadir otro tapiz para completar la historia.

– Creo que no hay sitio en la Grande Salle para otro tapiz -dijo tío Léon.

– Entonces habrá que reemplazar a una de esas mujeres. La de los claveles, o la que da de comer al pájaro.

Bajé la mano.

– Es una idea excelente, monseigneur -dijo tío Léon. Se me escapó un grito ahogado. Por suerte Nicolas también hizo un ruido, de manera que no creo que papá me oyera.

Acto seguido tío Léon demostró exactamente por qué es tan bueno para los negocios.

– Una idea excelente -repitió-. Sin duda el vigor de la escena de caza contrastaría bien con la insinuación más sutil de las lanzas. Porque no queremos pasarnos de sutiles, ¿verdad que no?