Su vida le había enseñado poco en términos de amor y ternura. Lo que sabía lo había descubierto sola. Y ahora ocurría algo en su interior que era completamente nuevo. Hasta ese momento no sabía que estar en brazos de un hombre podía procurar tanta alegría y tristeza a la vez que no sabía cuál de las dos cosas era mayor. Pero no importaba. Estaba viva a sentimientos y sensaciones que no lamentaría nunca, por mucho dolor que le costaran. Y habría dolor. La vida sí le había enseñado eso.
Había besado a otros hombres, pero nunca de ese modo. Él era un hombre que seguramente había tenido muchas mujeres y, sin embargo, había una inocencia curiosa en su contacto como si él también experimentara algo por primera vez. A pesar de la pasión fiera, se percibía también la ternura, como si su cariño por ella fuera para él más importante que ninguna otra satisfacción.
Y sin embargo, la deseaba con locura. Ella lo notaba en el temblor de su cuerpo grande y fuerte, en el modo en que subía y bajaba su pecho. La excitaba saber que tenía aquel efecto en él. Lo deseaba con la misma intensidad y le devolvía el beso con toda la pasión de la que era capaz.
Fue él el que interrumpió el beso, la tomó por los hombros y la apartó unos centímetros para poder mirarla a los ojos.
– Hemos elegido un mal momento -dijo-. Quizá deberíamos…
– ¿Deberíamos qué? ¿Ser sensatos? ¿Quién quiere ser sensato?
– Bueno, yo no, pero tú… Selena, mañana… -se detuvo.
– Sí -susurró ella-. Sí.
El ruido de fondo se acercaba cada vez más. Vítores, risas, canciones, invitados alegres en los últimos gritos de placer antes de empezar a abandonar la fiesta. Leo miraba desesperado hacia donde la luz y el ruido avanzaban hacia él, rodeándolo.
– Eh, mira quién está escondido debajo de los árboles.
– ¿Quién es ella, Leo?
Él rió con fuerza, intentando eludir la pregunta. Alguien le puso una copa en la mano y la aceptó. Todo el mundo besaba a todo el mundo.
Cuando se volvió en busca de Selena, ella había desaparecido.
Pareció que transcurría una eternidad hasta que se despidieron todos, pero al fin todo quedó en silencio y Leo respiró hondo. Tal vez aún pudieran pasar un momento a solas y responder algunas de las preguntas que habían surgido debajo de los árboles.
Pero no había ni rastro de Selena. Después de las promesas que contenía su beso, lo había dejado.
Subió a su cuarto intentando ver un camino en medio de la confusión. No tenía ninguna intención de llamar a la habitación de ella. El próximo movimiento tendría que ser suyo.
O eso se decía. Pero sí llamó con suavidad a la puerta de su cuarto y, cuando no obtuvo respuesta, llamó más fuerte. Tampoco hubo respuesta.
Entró en su habitación. Miró el paisaje por la ventana, sabedor de que había sido una estupidez atreverse a soñar cuando se marchaba al día siguiente. Era demasiado tarde para que ocurriera algo. Lo mejor era ser sensato.
No supo qué le hizo darse cuenta de que no estaba solo en el cuarto. No fue algo tan definitivo como el sonido de una respiración, pero sí un cambio sutil en la atmósfera. Tendió la mano hacia la lámpara y una voz susurró en la oscuridad.
– No enciendas la luz.
– ¿Dónde estás? -preguntó él.
Selena no respondió, pero al momento siguiente dos brazos suaves rodearon su cuello y un cuerpo desnudo y delgado se apretó contra él.
– ¿Estabas aquí todo el tiempo? -preguntó él.
– Sí.
Desde el primer día le había parecido una gacela, una ninfa, tan delicada era su constitución. Ahora en la oscuridad, sus manos descubrían lo que sus ojos ya sabían, y encontraba la belleza con la que había soñado desde aquel momento.
Los dedos de ella le abrieron los botones de la camisa y buscaron su pecho, la leve subida y bajada de sus músculos, que acarició con las palmas.
– Si no piensas llegar hasta el final, estás haciendo algo muy peligroso -gimió Leo.
– Yo nunca empiezo algo que no piense terminar -murmuró ella.
Mientras hablaba, le bajaba poco a poco la camisa por los brazos, hasta que él no pudo soportarlo más y se la quitó de golpe. Entonces pudo estrecharla contra sí, regodeándose en la sensación de su piel suave contra la de él. Cerró los ojos.
Terminó de desnudarse lo más deprisa que pudo. Fueron abrazados hacia la cama y juntos se dejaron caer en ella, Selena encima de él.
– ¿Recuerdas cuando estuvimos así?
– El primer día cuando te saqué de la bañera. ¿Cómo olvidarlo?
– Pero no terminamos así.
– Por mí sí lo habríamos hecho.
– Por mí también.
– ¿Así de pronto?
– Así de pronto.
Reía como una sirena que hubiera atraído al fin a su presa al interior de su círculo, y a él no le importaba. Estaba dispuesto a ser la presa, o lo que hiciera falta, con tal de que acabaran de aquel modo.
Sus manos acariciaban todo el cuerpo femenino, disfrutando de su fuerza, sus movimientos fluidos y lo que ella le hacía.
– Creía que aún estabas dolorido -se burló ella.
– Recupero mi energía por segundos.
Selena empezó a cubrirlo de besos. Parecía conocerlo ya, comprender por instinto las pequeñas caricias que lo volvían loco. Cuando Leo se sentó despacio, sosteniéndola en su regazo, los, dedos de ella encontraron de inmediato el punto del cuello donde el más leve contacto podía hacerlo temblar. Desde entonces solo era cuestión de tiempo que descubriera también lo vulnerable que era su espina dorsal.
– Bruja -gruñó él.
– Mmmmm.
De pronto ya no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta con una carcajada profunda, la colocó de espaldas y se situó encima.
– He pensado en esto hasta casi volverme loco -gimió.
– ¿Y por qué hemos perdido tanto tiempo? -susurró ella.
– ¿Qué importa eso? Ahora estamos aquí.
La besó por todas partes, celebrando sus pechos, su cintura, sus piernas largas y esbeltas. Ella estaba preparada para él y cuando la penetró, lanzó un suspiro de alegría.
Su forma de amar era como él… fuerte y entregada, lo que le faltaba de sutileza lo suplía con generosidad, y daba más de lo que tomaba. Sus movimientos lentos aumentaban el placer de ella, volviéndolo más intenso y hermoso. Tenía el control necesario para contenerse, para dárselo todo antes de dejarse ir.
Y luego fue como nada en el mundo había sido jamás. Solo por unos momentos. No lo suficiente. Ella quería mucho más y nunca dejaría de desearlo. Mientras los latidos de su corazón recuperaban el ritmo normal, sabía que él podía volver a acelerarlos solo con una palabra.
Se abrazaron con fuerza, esa vez no con pasión, sino con alegría, y se echaron a reír con ganas.
Y de pronto ya no fue divertido, sino solo hermoso y pleno, y ya no eran ellos mismos por separado, sino una entidad distinta formada por los dos.
Y al día siguiente tendrían que despedirse.
Selena sabía con anterioridad que Leo sería un hombre fácil de amar, pero nunca había estado tan segura de ello como cuando la abrazó después de hacer el amor y apoyó el rostro en su cuerpo como si necesitara algo más de ella que el puro placer físico.
Y ella pensó que aquello era jugar sucio. ¿Cómo iba a mantener su independencia de espíritu si él se comportaba así?
Pero cuando estuvo segura de que él dormía, lo abrazó, le acarició el pelo y lo besó una y otra vez en una pasión de ternura y despedida.
Capítulo 7
Lo peor de los aeropuertos era tener que llegar pronto, porque así las despedidas se prolongaban dolorosamente. Selena pensó que era aún peor si se esperaba que la otra persona dijera algo, sin estar segura de qué. Y fuera lo que fuera, él no lo dijo.
Ella lo llevó hasta el aeropuerto de Dallas. Comprobaron la hora del vuelo para Atlanta, facturaron el equipaje y buscaron un bar. Pero Leo se levantó de pronto y dijo:
– Ven conmigo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó ella.
– Quiero comprarte un regalo antes de irme y acabo de darme cuenta de lo que tiene que ser.
Tiró de su mano hasta una tienda que vendía teléfonos móviles.
– Una mujer que se mueve tanto como tú necesita uno de estos.
– Antes no podía pagarlo.
Se sintió feliz por un momento de que él quisiera mantener el contacto, pero ninguna felicidad podía sobrevivir al hecho de que marchaba y quizá no volviera a verlo nunca.
Escogieron juntos un teléfono y él le pagó treinta horas de llamadas. Ella anotó el número en un trozo de papel y Leo se lo guardó en la cartera.
– Tengo que pasar la aduana.
– Todavía no -dijo ella-. Tenemos tiempo para otro café.
Tenía la espantosa sensación de que todo se precipitaba hasta el borde de un precipicio. Ella era la única que podía haberlo parado, pero no sabía cómo. No podía pronunciar las palabras, no las había dicho nunca, apenas las conocía.
La noche anterior había hecho todo lo posible por mostrarle lo que sentía. Ahora tenía roto el corazón y solo podía preguntarse por qué él parecía tan distante.
Pasó los últimos minutos mirándolo, intentando recordar cada línea, cada entonación de su voz.
Él se marchaba. Y la olvidaría.
Ella nunca había lucido una sonrisa tan brillante.
– ¿Los pasajeros…?
– Creo que es ese -Leo se puso en pie.
Selena lo acompañó casi hasta la puerta. Él le tocó la cara con gentileza.
– No me habría gustado perderme esto por nada del mundo -dijo.
– ¿No? -ella le dio un puñetazo en el brazo-. Me olvidarás en cuanto la azafata te haga un mohín.
– Nunca te olvidaré, Selena -dijo él, muy serio.
Por un momento pareció que iba a añadir algo. Ella esperó, con el corazón latiéndole con fuerza, pero él se limitó a inclinarse y besarla en la mejilla.
– No me olvides tú -dijo.
– Ya puedes llamar a ese teléfono para asegurarte de ello.
– Lo haré.
Volvió a besarla y se alejó. Por mucho que la joven lo intentaba, no podía encontrar en esos besos ningún eco de la noche anterior. Entonces era un hombre que pensaba solo en una mujer, absorto en ella, que daba y recibía placer; y no solo placer, también ternura y afecto. Ahora era un hombre que quería irse a casa.
En la puerta se volvió y la despidió agitando el brazo. Ella le devolvió el gesto y mantuvo la sonrisa en el rostro gracias a una gran fuerza de voluntad.
Luego él se marchó.
Selena no se fue enseguida, sino que esperó en la ventana hasta que salió el avión y lo observó desaparecer en el cielo.
Volvió entonces al aparcamiento y se sentó al volante.
¡Qué demonios! Eran barcos que se habían cruzado en la noche y nada más. Ante ella se extendía un futuro más brillante que nunca. Y era en eso en lo que tenía que pensar.
Golpeó el volante con fuerza. Era la primera vez en su vida que se decía mentiras.
Pero necesitaba una mentira reconfortante que la ayudara a superar ese momento.
– Tenía que haberle dicho algo -musitó en voz alta-. Algo para que lo supiera. Entonces a lo mejor me había pedido que me fuera con él. Oh, ¿a quién intento engañar? Podía habérmelo pedido de todos modos, pero ni se le ha pasado por la cabeza. No llamará. El teléfono ha sido un regalo de despedida. Deja de ser tan tonta, Selena. No puedes llorar en un aparcamiento.
El viaje de Atlanta a Pisa se hacía interminable. Leo intentaba dormir, pero no podía. Bajó del avión mareado de cansancio y de camino a la salida no dejó de bostezar. Resultaba extraño estar en su propio país.
Se dirigió a la fila de taxis; estaba tan absorto en calcular cuánto tiempo tardaría en llegar a su casa, que no prestaba atención al ruido que hacía alguien detrás de él. No supo qué lo atacó, ni cuántos eran, aunque testigos posteriores declararon que cuatro. Solo supo que de repente estaba en el suelo y unos desconocidos lo registraban.
Gritos, ruido de pasos que corrían. Se sentó y se tocó la cabeza, preguntándose por qué había tanta policía por allí. Unas manos lo ayudaron a incorporarse.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
– Le han robado, señor.
Lanzó un gemido y buscó el lugar donde debería estar su cartera. Estaba vacío. La cabeza le dolía demasiado para permitirle pensar con claridad. Alguien llamó a una ambulancia y lo llevaron a un hospital cercano.
Cuando despertó a la mañana siguiente, vio a un policía al lado de su cama con la cartera robada en la mano.
– La hemos encontrado en un callejón -dijo.
Como era de esperar, la cartera estaba vacía. El dinero, las tarjetas de crédito, todo había desaparecido. Pero lo que de verdad afectó a Leo fue que también había desaparecido el trozo de papel con el número de Selena.
Renzo, su capataz, fue a buscarlo al hospital y lo llevó a Bella Podena. En cuanto se vio entre las colinas de la Toscana, empezó a relajarse. Fuera cual fuera el tormento de su vida, su instinto le decía que era bueno estar en casa, donde crecían sus viñas y yacían sus campos de trigo bajo un sol benevolente.
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