Se dio cuenta de que su experiencia de vida dura había sido la de un hombre rico con una especie de juguete.
Por duras que fueran las condiciones, siempre podía regresar a una vida cómoda cuando se cansara de jugar. Pero para ella no había escape. Esa era su realidad.
¿Por qué había elegido una vida errante que parecía ofrecerle tan poco?
Y había otra cosa muy clara. El accidente la había privado de casi todo lo que tenía.
Pero no tuvo mucho tiempo para pensamientos sombríos. La hospitalidad de Texas le abrió los brazos y él se echó alegremente en ellos, disfrutando de cada momento y diciéndose que ya tendría tiempo de descansar más tarde. Entre la abundancia de comida, bebida, música y chicas guapas con las que bailar, las horas pasaban sin darse cuenta.
En algún momento se preguntó cómo estaría Selena y si volvería a tener hambre.
Llenó un plato con bistec y patatas, tomó unas latas de cerveza bajo el brazo y se dirigió hacia la casa. Pero algo lo hizo mirar antes en los establos, donde encontró a la joven mirando a ElIiot.
– ¿Cómo está? -preguntó Leo.
Selena dio un salto.
– Está mejor. Se ha tranquilizado mucho.
Ella también estaba mejor. Sus mejillas tenían color y le brillaban los ojos. Leo le mostró el plato y ella miró el bistec con ansia.
– ¿Es para mí?
– Claro que sí. Vamos afuera.
Encontró un haz de heno firme y se sentaron juntos. Le pasó una cerveza y ella echó la cabeza hacia atrás y la bebió casi de un trago.
– ¡Oh, qué bien sienta! -suspiró.
– Hay mucha más -comentó él-. Y también mucha más carne. ¿Por qué no se une a la fiesta?
– Gracias, pero no.
– ¿Aún no le apetece divertirse?
– No es eso. Estoy mejor y he dormido bien, pero la idea de toda esa gente mirándome y pensando que mi voz no está bien… que nada está bien…
– ¿Quién dice que no esté bien?
– Yo. Esta casa… todo esto me da escalofríos.
– ¿Nunca ha estado en una casa así?
– Oh, sí, muchas veces, pero no entrando por la puerta principal. He trabajado en sitios parecidos fregando suelos, limpiando la cocina, cosas así. Aunque prefería trabajar en los establos.
– ¿Y cuándo fue eso? Habla como si fuera una anciana, pero no puede tener más de cuarenta.
– ¿Más de…? -vio el brillo malicioso de sus ojos y se echó a reír-. Si no estuviera sentado entre la cerveza y yo, le daría un puñetazo.
– Me gusta una mujer que tiene claras sus prioridades. ¿Entonces no tiene cuarenta años?
– Tengo veintiséis.
– ¿Y cuándo fue toda esa historia antigua?
– He cuidado de mí misma desde los catorce.
– ¿No tenía que haber estado en la escuela a esa edad?
Selena se encogió de hombros.
– Supongo que sí.
– ¿Qué fue de sus padres?
Ella tardó un momento en contestar.
– Me crié en casas de acogida… en varias.
– ¿Quiere decir que es huérfana?
– Posiblemente no. Nadie sabía quién era mi padre. No sé si lo sabría mi madre. Lo único que sé de ella es que era muy joven cuando me tuvo, no pudo arreglárselas y me dejó en una casa de acogida. Supongo que tenía intención de a buscarme, pero no le fue posible.
– ¿Y luego qué? -preguntó Leo.
– Más casas.
– ¿Casas? ¿En plural?
– La primera no estaba mal. Allí descubrí a los caballos. Después de eso, supe que tenía que estar con caballos. Pero el viejo murió y vendieron el rancho y tuve que ir a otra parte. La segunda estuvo mal. La comida era mala y me explotaban mucho, incluso quitándome de la escuela para trabajar. Al final me rebelé y me echaron. Dijeron que era incontrolable y supongo que tenían razón. Pero no me apetecía nada dejarme controlar.
– ¿Pero no hay leyes para impedir ese tipo de situaciones?
Selena lo miró como si estuviera loco.
– Claro que hay leyes -dijo con paciencia-. Y también inspectores para que se encarguen de que se cumplan.
– ¿Y entonces?
– De todos modos ocurren cosas malas. Algunos inspectores son buena gente, pero tienen demasiado trabajo. Y otros solo ven lo que quieren ver porque quieren terminar pronto el trabajo.
Hablaba con ligereza, sin amargura, como si describiera la vida en otro planeta. Leo estaba horrorizado. Su vida en Italia, un país donde los lazos familiares son todavía muy fuertes, parecía un paraíso en comparación.
– ¿Qué ocurrió después? -preguntó.
Ella se encogió de hombros.
– Otra casa más, no muy diferente. Me escapé, me pillaron y me llevaron a una institución hasta que apareció otra casa. Esa duró tres semanas.
– ¿Y luego qué?
– Esa vez me aseguré de que no me encontraran. Tenía catorce años y podía pasar por dieciséis. No creo que me buscaran mucho tiempo. Eh, este bistec es muy bueno.
Leo aceptó el cambio de tema sin protestar. ¿Por qué iba a querer ella hablar de su vida si había sido así?
Capítulo 3
Ahora que su miedo por Elliot había remitido, Selena empezaba a relajarse y a recuperar su actitud de vivir el presente.
– ¿Hace mucho que está con ElIiot? -preguntó Leo.
– Cinco años. Conseguí trabajo haciendo un poco de todo en los rodeos y se lo compré barato a un hombre que me debía dinero. Él pensaba que la carrera de Elliot había terminado, pero yo creía que todavía podía dar mucho de sí si lo trataban bien. Y yo lo trato bien.
– Y supongo que él lo agradece.
La joven se levantó y fue a acariciar el morro del animal, que se apretó contra ella.
Leo se levantó también y anduvo por el establo, mirando a los animales, que le devolvían la mirada.
– Usted entiende de caballos -dijo ella, acercándose-. Se nota.
– He criado unos cuantos en casa.
– ¿Dónde está su casa?
– En Italia.
– Entonces es cierto que es extranjero.
– ¿No se me nota en el acento? -sonrió él.
Selena se encogió de hombros. Sonrió también.
– Los he oído mucho más raros.
Fue como si con su sonrisa hubiera salido el sol. Leo, que quería hacerla reír, empezó a forzar adrede el acento italiano. Le besó una mano con aire teatral.
– Bella signorina, permítame hablarle de mi país. En Italia sabemos apreciar la belleza de las mujeres.
Ella lo miró atónita.
– ¿En Italia hablan así?
– No, por supuesto que no -dijo él; volvió a su voz normal Pero así es como esperan que hablemos cuando estamos en el extranjero.
– El que espere eso es que está loco.
– Bueno, yo he conocido a unos cuantos locos. Las ideas que tiene mucha gente de los italianos son muy tópicas. No todos vamos por ahí pellizcando traseros.
– No, solo guiñan el ojo a las mujeres en la autopista.
– ¿Quién hace eso?
– Usted lo hizo cuando el coche del señor Hanworth me adelantó. Vi que me miraba y me guiñaba el ojo.
– Solo porque usted me lo guiñó primero.
– No es cierto.
– Sí lo es.
– No lo es.
– Yo la vi.
– Fue un truco de la luz. Yo no guiño el ojo a desconocidos.
– Y yo no se lo guiño a desconocidas a menos que ellas lo hagan antes.
De pronto Selena se echó a reír, y el sol pareció salir de nuevo. Leo le tomó la mano y volvió con ella al haz de heno en el que estaban sentados. Abrieron dos cervezas.
– Hábleme de su casa -dijo ella-. ¿En qué parte de Italia?
– En la Toscana, la parte norte, cerca de la costa. Tengo una granja. Crío caballos, tengo vides, monto en el rodeo.
– ¿Rodeos en Italia? ¿Me toma el pelo?
– Para nada. Tenemos una ciudad pequeña llamada Grosseto, donde todos los años hay un rodeo, con desfile por la ciudad incluido. Allí hay un edificio que tiene las paredes cubiertas de fotos de los vaqueros de allí. Hasta que cumplí los seis años, yo pensaba que todos los vaqueros eran italianos. Cuando mi primo Marco me dijo que venían de Estados Unidos, lo llamé mentiroso. Tuvieron que separarnos nuestros padres.
Hizo una pausa para escuchar la risa de ella.
– Al final, tuve que venir a ver los rodeos auténticos.
– ¿Tiene familia aparte de su primo?
– Sí. Aunque no esposa. Vivo solo con Gina.
– ¿Es su novia?
– No, tiene más de cincuenta años. Cocina, limpia y me cuenta que nunca encontraré esposa porque ninguna mujer joven soportará las corrientes de mi casa.
– ¿Las corrientes son muy malas?
– En invierno sí. Gruesos muros de piedra y adoquines en el suelo.
– Parece muy primitivo.
– Supongo que lo es. Se construyó hace ochocientos años y, en cuanto termino de reparar algo, surge otra cosa. Pero en verano es hermoso. Entonces agradeces la piedra que te conserva el frío. Y cuando sales por la mañana y miras el valle, hay una luz suave que no se ve en ningún otro momento. Pero tienes que salir en el momento indicado, porque solo dura unos minutos. Luego cambia la luz, se vuelve más dura, y si quieres volver a ver la magia, tienes que esperar a la mañana siguiente.
Se detuvo, algo sorprendido de hablar tanto y de la vena casi poética que envolvía sus palabras. Se dio cuenta de que ella lo miraba con interés.
– Cuénteme más cosas -le dijo-. Me gusta oír hablar a la gente de lo que aman.
– Sí, supongo que lo amo -repuso él pensativo-. Me gusta mucho, aunque a veces es duro e incómodo. En la época de la cosecha tienes que levantarte al amanecer y te acuestas destrozado, pero no me gustaría vivir de otro modo.
– ¿Tiene hermanos?
– Un hermano más joven -sonrió Leo-, aunque técnicamente, Guido es el mayor. De hecho, legalmente yo apenas existo, porque resultó que mis padres no estaban casados, aunque nadie lo sabía en aquel momento.
– ¿Quiere decir que usted también es bastardo? -preguntó ella.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Y le importa?
– Ni lo más mínimo.
– A mí tampoco -repuso ella-. Te deja como más libre, puedes ir a donde quieras, hacer lo que quieras y ser lo que quieras. ¿No le parece?
Al ver que no respondías se volvió a mirarlo y lo encontró echado hacia atrás, con los ojos cerrados y el cuerpo estirado en una actitud de abandono. El cambio horario al final había podido con él.
Selena iba a despertarlo pero se contuvo. Por primera vez podía contemplarlo a conciencia y decidió aprovechar la ocasión.
Le gustaron su frente amplia, semioculta ahora por un mechón de pelo, las cejas anchas y los ojos oscuros. Le gustaron también la nariz recta y los labios curvos y algo maliciosos que prometían delicias a las mujeres de espíritu valiente.
Se preguntó si ella era valiente. En los rodeos corría casi cualquier riesgo y lo hacía riendo. Pero con la gente era distinto eran más difíciles de entender que los caballos y podían hacer mucho más daño que cualquier caída.
Y sin embargo, quería ver sonreír a Leo de nuevo y ser valiente con él.
Le gustaba su acento italiano, su modo de pronunciar algunas palabras. Quería conocerlo mejor, descubrir más partes de su cuerpo proporcionado y volver a ver sus hombros anchos y su torso fuerte. Miró sus manos y su piel se llenó del recuerdo de esos dedos largos tocando su desnudez al levantarla de la bañera. Casi tenía la sensación de que la tocaban en ese momento.
¿Pero a quién pretendía engañar? Todo el mundo sabía que a los italianos les gustaban las mujeres con curvas, con figura de reloj de arena.
La vida era muy dura.
Elliot gimió con suavidad y el sonido bastó para despertar a Leo. Abrió los ojos cuando el rostro de ella seguía cerca del suyo y sonrió.
– He muerto e ido al Cielo -musitó-. Y usted es un ángel.
– No creo que a mí me manden al Cielo. A menos que alguien cambien las normas de admisión.
Los dos se echaron a reír y ella se acercó a Elliot, que volvía a gemir.
– Está celoso porque cree que me dedica más atención a mí -comentó Leo.
– No tiene motivos para estar celoso y lo sabe -repuso ella-. Él es mi familia.
– ¿Dónde vive?
– Donde quiera que Elliot y yo estemos en ese momento.
– Pero tendrá una especie de base donde se quede cuando no viaja.
– No.
– ¿Quiere decir que viaja continuamente?
– Sí.
– ¿Sin un lugar al que volver? -preguntó él, horrorizado.
– Hay un sitio donde estoy empadronada y pago impuestos. Pero no vivo allí, vivo con Elliot. Él es mi casa además de mi familia. Y siempre lo será.
– No puede serlo siempre -señaló él-. No sé cuántos años tiene, pero…
– No es viejo -dijo ella con rapidez-. Parece más viejo de lo que es porque está un poco machacado, nada más.
– Sí, claro. ¿Pero cuántos años tiene?
Selena suspiró.
– No lo sé con seguridad, pero aún no está acabado -apoyó la mejilla en el morro de Elliot. No te conocen como yo -susurró, y apartó la cabeza para que Leo no viera la angustia que la invadía.
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