¿Qué podía hacer con una mujer así? Solo le quedaba esperar, seguro de que la vena de ternura estaba allí, aunque oculta por su armadura, sabedor de que, si ocurría algo, sería solo cuando ella estuviera preparada.
– Vamos a echarnos pomada -dijo ella.
– Yo te echo a ti si tú me echas a mí -propuso él, esperanzado.
Selena rió y le dio un puñetazo en el brazo. Barton estaba en su despacho, esperando su regreso y, cuando los vio, hizo una seña a Leo.
– Sal conmigo -dijo este a Selena-. Hay algo que quiero que veas.
En el patio había una minicaravana, funcional, nada lujosa, pero un palacio comparada con la vieja de Selena. Unido a ella había un remolque de caballos de aspecto sólido.
– Son tuyos -dijo Barton-. Para sustituir a los que perdiste.
– ¿Los ha pagado el seguro? -preguntó ella.
– La verdad es que no quiero acudir a mi seguro por esto -repuso el ranchero-. Hace años que no he tenido que pedir nada y si acudo ahora a ellos, bueno… a la larga me resultará más barato sustituir lo que dañé.
– Pero eso no lo entiendo -comentó Selena-, Los daños de tu coche… no puede ser más barato que…
– Déjame eso a mí -la interrumpió Barton-. Es más barato porque… así es como funciona.
– Pero Barton…
– Las mujeres no entienden de estas cosas.
– Yo entiendo…
– No, tú no entiendes nada. Lo he estudiado bien y no quiero más discusiones. Te quedas a Jeepers, te llevas los vehículos y estamos en paz.
– ¿Me los vas a regalar? -preguntó ella, confusa-. Pero no puedo aceptarlos. Los míos no eran tan buenos…
– Pero te llevaban de un sitio a otro. Y estos harán lo mismo.
– Pero…
– Es lo que te mereces -terminó él.
– Pero Jeepers…
– Le gustas. Trabaja bien contigo. Y en el remolque caben dos caballos, así que, cuando Elliot se recupere, te puedes llevar a ambos.
– Ya no tardará mucho -dijo ella con firmeza.
– Claro que no. Pero hasta entonces, puedes trabajar con Jeepers.
Leo los observaba en silencio. Aunque ella no estaba dispuesta a admitirlo, todos sabían que los días de Elliot en los rodeos habían terminado.
Dejó a Selena mirando su nuevo hogar y alcanzó a Barton, que volvía a la casa.
– Casi lo estropeas todo -murmuró.
– No es culpa mía. Era normal que sospechara. He tenido que improvisar.
– «Las mujeres no entienden de estas cosas» -se burló Leo-. Ningún hombre que quiera seguir vivo dice ya eso.
Barton lo miró.
– Muy bien, hazlo tú mejor. Prueba a decirle la verdad. Dile que lo pagas tú todo a ver cómo reacciona.
– ¡Shhh! -exclamó Leo temeroso-. No tiene que saberlo. Me desollaría vivo.
– Estupendo. Entonces ya sabemos dónde estamos. ¿Te vas a quedar aquí fuera hablando toda la noche o vienes a la casa a tomar un whisky?
– Voy a la casa a tomar un whisky.
El primer día del rodeo todos madrugaron mucho. Delia y sus hijas cargaron montones de ropa en la camioneta. Barton revisó una lista de contactos con los que pensaba hacer negocios. Jeepers fue cepillado hasta sacarle brillo y conducido al remolque.
Leo entró en el establo en busca de Selena. Como esperaba, la encontró acariciando a Elliot y murmurándole con ternura.
– Tienes que comprender que esto no es para siempre. Jeepers es un buen caballo, pero tú eres tú. Con él nunca será como contigo. Volveremos a montar juntos, te lo prometo.
Apoyó la mejilla en el morro del animal.
– Te quiero, viejo bruto. Más que a nadie en el mundo. ¿Me oyes?
Leo intentó retroceder sin hacer ruido pero no lo consiguió. Selena levantó la vista.
– ¿Quién es ahora la sentimental? -preguntó él con amabilidad.
– Yo no. Solo me pongo en su lugar. ¿Has pensado lo que debe ser para él ver que cepillan a otro caballo y que me lo llevo para montarlo en su lugar? ¿Crees que no lo sabe?
– Supongo que sabe todo lo que piensas.
– Y yo sé todo lo que piensa él.
– ¿Y qué vas a decirle si ganas?
Ella se giró hacia él y lo miró con una intensidad casi dolorosa.
– ¿Crees que puedo ganar?
– ¿Tanto significa? -preguntó él, estudiando su rostro.
– Lo significa todo. Tengo que ganar algo de dinero para poder ir al próximo rodeo y luego al siguiente. Es mi vida. Lo es todo.
– Bueno, si no ganas, yo puedo… -se detuvo porque ella le había puesto los dedos en la boca.
– No lo digas. No quiero caridad y no aceptaré dinero tuyo.
Leo mantuvo un silencio prudente. No era el mejor momento para decirle lo mucho que ya le había dado.
– Después de todo, ¿por qué vas a correr tú ese riesgo conmigo? -preguntó ella-. Supón que no puedo devolverte el dinero. ¿Qué pasaría entonces?
– Selena, yo no estoy en las últimas económicamente, como tú. ¿Qué tiene de malo dejar que un amigo te ayude? No hay ninguna ley que diga que tienes que ser independiente todo el tiempo.
– Sí la hay. La aprobé yo. Es mi ley, la ley por la que vivo, y no puedo cambiarla. O lo hago sola o no hay trato.
– Selena, aceptar ayuda no es una debilidad.
– No, pero apoyarse en ella sí. Si crees que siempre habrá alguien a tu lado, te vuelves débil. Porque tarde o temprano, no será así.
Leo frunció el ceño.
– Si de verdad piensas así, que el Cielo te ayude.
– Leo, ¿por que discutimos? Hace un día maravilloso. Nos vamos a divertir mucho y yo voy a ganar. No puedo perder.
El hombre la miró con la cabeza inclinada a un lado.
– ¿Por qué no puedes perder?
– Porque he tenido mi milagro. ¿Recuerdas cuando nos conocimos en la autopista?
– Continúa.
– Antes de eso, había estado con Ben, que es un viejo amigo mío que me había arreglado la furgoneta. Me dijo que necesitaba un milagro o un millonario, pero yo le dije que no quería millonarios. No sirven para nada.
– ¿Y preferías el milagro? -preguntó Leo con una sonrisa.
– Exacto. Le dije que sabía que el milagro me saldría al encuentro.
– ¿Y así fue?
– Tú sabes que sí. Barton estaba en la autopista y estábamos destinados a encontrarnos.
Leo dejó de sonreír.
– ¿Barton?
– Bueno, ¿no fue un milagro que resultara ser un hombre bueno, con conciencia, que no eludió su responsabilidad como habrían hecho tantos otros?
– Pero es millonario, no lo olvides.
– Ah, bueno, debe haber uno o dos millonarios buenos. Lo que importa es que se portó muy bien, lo que demuestra que es un hombre muy decente.
– Claro.
– Así que ya tuve mi milagro. Y ahora voy a ganar.
– Yo también. Vale, deja de reírte. Puedo aguantar ocho segundos en el viejo Jim; ya me viste ayer.
– Claro, y también lo vi aceptar sobornos de tu mano. El viejo Jim es un gatito. Pero en la arena no lo montarás a él -se apartó de su alcance-. No montarás nada mucho rato.
– Ya estás otra vez. Yo pensaba que éramos amigos y tú me tratas así.
Selena volvió enseguida a su lado y le puso ambas manos a los lados de la cabeza.
Leo, lo siento mucho. No pretendía herirte después de lo bien que te has portado conmigo. Solo era una broma…
– Eh, ya lo sabía.
– ¿Seguro? A veces puedo ser terrible. No es mi intención, pero eso no me detiene.
Leo, que sabía lo que era hacer cosas que no tenía intención de hacer diez segundos antes, asintió comprensivo.
– Dime que no te he herido -le suplicó ella-. Eres mi mejor amigo y no quiero que te enfades conmigo.
Leo la abrazó por la cintura. No se sentía herido en absoluto, pero consiguió mirarla con tristeza. Después de todo, nadie podía culparlo por aprovechar al máximo la situación, ¿verdad?
– No estoy enfadado -dijo.
– Tampoco estás herido, ¿verdad? -preguntó ella, que lo entendía cada vez mejor. Pero no retiró las manos, que bajó hasta su cuello, ni se resistió cuando él la atrajo hacia sí.
– Me has dado de pleno en el corazón, desde luego.
Ella no contestó, sino que lo miró con malicia.
– Selena -comentó él-, me estás sometiendo a mucha presión.
– ¿Y crees que debería hacer algo al respecto?
– Sí, lo creo de verdad.
Ella echó a un lado la cabeza.
– Bueno, me he cansado de esperar que hagas tú algo -dijo. Y lo besó en la boca.
Tal y como él había imaginado, los labios de ella eran dulces e incitadores, aunque con un asomo de algo que no tenía nada de dulce: algo especiado, desafiante, picante como la pimienta. Ella no era ninguna ingenua, sino una mujer decidida, que sabía lo que hacía.
A Selena le daba vueltas la cabeza. No había sido su intención hacer eso, pero había algo que necesitaba saber y de pronto no había podido controlar más la impaciencia. Besarlo en la boca fue un gesto tanto de exploración como de desafío.
En seguida comprendió que habría sido mejor esperar. Ninguna mujer que tuviera un día duro por delante podía permitirse aquel tipo de distracción. Y la culpa era solo suya, porque siempre había sabido que aquel hombre determinado acapararía toda la atención de una mujer.
Leo parecía sentir lo mismo, pues la abrazaba con una gentileza que no ocultaba su fuerza. Selena quería saberlo todo sobre aquella fuerza. La sentía en los labios, que probaron los suyos con cautela para adivinar su verdadero significado y luego la asaltaron de un modo que la excitó.
Pensó mareada que no podía seguir con aquello. El momento no podía ser peor.
– Leo…
– Sí.
Desde fuera llegó el grito de Barton:
– ¿Hay alguien ahí dentro? Nos vamos.
Leo la soltó con un gemido.
– Aprecio a Barton, pero…
Selena volvió a la tierra y se dio cuenta de que había estado a punto de lanzarlo todo por la borda por aquel hombre. Se controló con un gran esfuerzo.
– No, tiene razón. Tenemos que dejar esto.
– ¿Sí?
– Perdemos… energía vital -sentía que su energía vital desaparecía solo con la proximidad de él.
– Yo no creo que perdamos nada.
– Ya habrá tiempo más adelante. Por ahora tenemos que prepararnos psicológicamente para el gran día. Hombros rectos y cabeza alta. Cree en ti mismo.
– Me resulta más fácil creer en ti. Tú vas a ganar. Tienes a Jeepers y catorce segundos, que nunca creí que los harías.
– Sabía que podía hacerlo -sonrió ella, excitada-. Es un caballo fantástico. Es rápido, fuerte…
– Ten cuidado. Has dicho eso delante de Elliot. Puede acomplejarse.
– ¡Oh, eres…!
Le dio un puñetazo en el brazo, él le pasó un brazo por los hombros y salieron juntos.
Capítulo 6
Llegar al lugar del rodeo era como entrar en un pueblo. Estaba la arena, en la que tenían lugar los eventos, el área donde entregaban y guardaban los caballos hasta que estuvieran listos, y la zona de venta, donde instalaban puestos docenas de personas, Delia entre ellas.
Leo había llegado a la arena con Selena y juntos habían llevado a Jeepers a su apartado. Después fueron al puesto de Delia, donde Leo volvió a ceder al impulso de comprar.
– ¿Para quién son? -le preguntó Selena cuando pagaba unas espuelas muy lujosas y poco prácticas.
– Para mi primo Marco -sonrió él-. No ha subido a un caballo en su vida. Se pondrá furioso.
– A tu modo eres malvado; lo sabes, ¿no?
– Estoy orgulloso de ello. Esto… -levantó una figura de un vaquero a caballo hecha de piedra pintada, una escultura exquisita, llena de vida-. Esto es para mi hermano Guido. Tiene una tienda de souvenirs en Venecia. Esto le enseñará cómo debe hacerse.
– ¿Qué vende él?
– Máscaras venecianas fundamentalmente. Y lámparas de góndola. Las ponen encima de los televisores. Algunas tocan «O sole mio» cuando las enciendes.
– Me tomas el pelo.
– No.
– No deberías ser duro con un hombre que intenta ganarse la vida.
– Le va muy bien -repuso Leo, cauto-. Creo que debemos irnos. Empezarán pronto.
Leo se las había arreglado para montar el toro el primer día. Tal y como esperaba, había una gran diferencia entre el viejo Jim y el toro enorme y furioso al que le tocó enfrentarse. Nada en su entrenamiento con el toro mecánico lo había preparado para aquello. Tenía la sensación de que el toro hubiera decidido hacerlo pedazos como castigo por su impertinencia al atreverse a intentarlo.
Y el animal lo zarandeó a conciencia desde el primer segundo.
Pero era un toro considerado.
No lo tiró hasta el tercero.
Cayó con fuerza, pero sobrevivió. Por lo menos la práctica le había enseñado a caer cada vez mejor.
Cuando salía cojeando del coso, oyó el aplauso amable de la multitud, un tributo a su valor por hacer algo que tan mal se le daba y vio que los Hanworth lo aplaudían con entusiasmo de amigos. Todos menos Paulie, cuya mueca de placer era inconfundible.
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