—Me alegro de que sólo conserves recuerdos buenos —dijo fríamente—. Es posible que no tengamos los mismos. El último que me queda no es de los que gusta rememorar, sobre todo en el vestíbulo de un hotel.

—Entonces no lo rememores. Que Dios me perdone, Aldo, ¿tan resentido estás conmigo? —repuso ella con más seriedad—. Sin embargo, no creo haber cometido una falta tan grande dejándote. La guerra acababa de estallar… y no teníamos futuro.

—¿Sigues estando convencida de eso? Podías haberte convertido en mi mujer, como te rogué, y haber hecho lo mismo que las demás esposas de soldados: esperar.

—¿Tres años? ¿Tres largos años? Perdona, pero yo no sé esperar, nunca he sabido. Lo que quiero, lo que deseo, debo tenerlo en el acto. Y tú estuviste mucho tiempo preso. No habría podido soportarlo.

—¿Qué habrías hecho? ¿Me habrías engañado?

Lejos de intentar desviar la mirada, ella clavó sus ojos límpidos en él con aire pensativo.

—No lo sé —respondió con una franqueza que provocó una mueca en su interlocutor.

—¿Y tú afirmabas que me amabas? —dijo él con una amargura teñida de desdén.

—Claro que te amaba…, quizás incluso todavía siento por ti… algo —añadió con esa sonrisa a la que él era incapaz de resistirse en la época de sus amores—. Pero la pasión se adapta mal a la vida cotidiana, sobre todo en tiempos de guerra. Aunque no lo creyeras, tenía que protegerme. Dinamarca está muy cerca de Alemania y yo seguía siendo para todos una extranjera, casi una enemiga. Pese a llevar una corona de condesa veneciana, no podía sino ser sospechosa.

—No lo habrías sido si hubieras aceptado llevar una corona principesca. Nadie la toma con una Morosini sin exponerse a pillarse los dedos. Junto a mi madre no tenías nada que temer.

—Ella no me quería. Además, cuando dices que no tenía nada que temer, olvidas una cosa: que al volver de la guerra tuviste que ponerte a trabajar. Porque desde luego no te has hecho anticuario de buen grado.

—Más de lo que crees. Mi oficio me apasiona. Pero, si te he entendido bien, ¿intentas decirme que, de haberte convertido en mi mujer, habrías tenido que temer la pobreza? ¿Es eso?

—Sí, lo admito —dijo ella con esa franqueza sin matices que siempre la había caracterizado—. Aunque no hubieran comenzado las hostilidades, no me habría casado contigo porque sospechaba que no podrías mantener tu tren de vida durante muchos años más, y, qué quieres, yo siempre he temido las estrecheces desde que dejé la casa paterna. No éramos ricos y lo pasé mal. No se puede imaginar lo que es eso cuando siempre se ha conocido la opulencia —añadió, jugueteando con una pulsera que debía de sumar una buena cantidad de quilates—. Antes de casarme con Vendramin, no sabía lo que era un par de medias de seda.

—En cualquier caso, ahora no pareces estar necesitada. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo es que estás tan informada sobre mis asuntos? No se te ha visto desde hace mucho en Venecia, que yo sepa…

—No, pero sigo teniendo amigos allí.

Él le dedicó la sonrisa a la vez burlona e indolente que raramente dejaba de causar efecto.

—¿Luisa Casati, por ejemplo?

—Así es. ¿Cómo lo sabes?

—Muy sencillo: la noche que salí de Venecia para venir aquí, me había invitado a una de sus fiestas y, para atraerme, me había anunciado una sorpresa, adelantándome que me interesaba mucho ir si deseaba tener noticias tuyas. Por un momento pensé que estabas en su casa.

—No estaba. Pero tú te marchaste…

—Pues sí. ¡Qué quieres! Me he convertido en un hombre de negocios, o sea, en un hombre serio. Pero, en ese caso, me pregunto cuál sería la sorpresa.

Antes de que Dianora tuviera tiempo de responder, el joven con frac, seguramente cansado de esperar, salió del bar y se dirigió hacia ellos con expresión a la vez contrita y preocupada. Se disculpó por interrumpir un diálogo que le era ajeno y suplicó a la joven que tuviera en cuenta que el tiempo pasaba deprisa y que ya iban con retraso. Un pliegue de contrariedad se formó de inmediato en la bonita frente de Dianora.

—¡Dios, qué pesado eres, Sigismond! Por una increíble casualidad acabo de encontrarme con un amigo… querido, al que había perdido de vista hacía mucho y vienes tú a hablarme de la hora. Me entran ganas de cancelar esa cena.

Morosini se puso de pie inmediatamente y se volvió hacia el joven, que parecía a punto de echarse a llorar.

—Por nada del mundo quisiera alterar su programa de esta noche, caballero. En cuanto a ti, querida Dianora, no debes retrasarte más. Nos veremos un poco más tarde… o mañana por la mañana. Yo no me voy hasta la noche.

—No. Prométeme que me esperarás. No nos hemos dicho ni la mitad de lo que hemos acumulado durante estos años. Prométemelo o no me voy —dijo en un tono decidido—. Después de todo, apenas conozco a tu padre, el conde Solmanski, querido Sigismond, y mi ausencia no debería causarle un gran pesar.

—¡No lo creas! —exclamó el joven—. Sería una grave ofensa para él si anunciaras que no vas a asistir en el último momento. Te lo ruego, ven.

—Pues claro, querida, tienes que ir —intervino Morosini, a quien el apellido del muchacho acababa de despertar vivamente la curiosidad—. Prometo esperarte. Ven a buscarme al bar cuando vuelvas. Yo voy a comer alguna cosa aquí mismo.

—Está bien —suspiró la joven, levantándose y ajustándose el abrigo de chinchilla—, me rindo a vuestros argumentos. Vamos entonces, Sigismond. Hasta luego, Aldo.

Cuando hubo desaparecido, atrayendo todas las miradas a su paso, el príncipe se encaminó al restaurante. Un ceremonioso maître lo instaló en una mesa decorada con tulipanes rosa e iluminada por una lamparita con pantalla de color amarillo dorado. Luego le entregó una gran carta y se alejó con un saludo para dejarlo elegir los platos. Ésa no era, sin embargo, la principal preocupación de Morosini, bastante excitado ante la idea de que Dianora fuera a cenar en la casa de la Mazowieka a la que él había pensado acercarse para echar un vistazo. Tal cosa quedaba ya descartada; se enteraría de algo más cuando su bella amiga regresara, pues la mirada de una mujer es siempre mucho más sutil que la de un hombre. Sobre todo cuando hay una jovencita encantadora. Sería muy instructivo escuchar lo que le dirían sobre ella un rato más tarde.

Esta perspectiva puso de buen humor a Aldo, que pidió una cena compuesta de caviar —siempre le habían encantado esos huevecillos grises—, de kaczka, pato asado relleno de manzanas, y de esos kolduni cuya receta, según los polacos, se la dio a un enamorado, para su banquete de boda, una diosa que había ido a bañarse en el Wilejka y fue retenida por aquél mediante una artimaña. Se trataba de una especie de raviolis rellenos de carne y de tuétano de buey, aromatizados con mejorana y hervidos, que había que comerse enteros para que se rompieran en la boca. En cuanto a la bebida, para estar seguro de no equivocarse, escogió un champán, que además tendría la ventaja de ayudarle a digerir.

Mientras su mirada vagaba por el comedor, donde la cristalería y la vajilla relucían, Aldo pensaba que la vida reserva curiosas sorpresas. Dianora debía de estar muy lejos de imaginar que él la esperaba pensando en otra, y él mismo admitía de buen grado que la conversación de hacía un rato quizá se habría desarrollado de un modo muy diferente si la rubia Anielka no hubiera aparecido. La ninfa desconsolada del Vístula acababa de hacerle un gran favor volviéndolo menos sensible al asalto de recuerdos demasiado agradables. Al tiempo que le hacía sentir una emoción nueva, actuaba para él a la manera de una de esas graciosas pantallas que se colocan delante de las llamas del hogar a fin de atenuar su calor. En realidad, Aldo estaba ardiendo, pero en deseos de volver a verla.

Desgraciadamente, no le quedaba mucho tiempo si quería tomar el tren al día siguiente por la noche, y posponer su partida supondría retrasarse varios días, cuando en casa lo esperaban algunos asuntos importantes. Por otro lado, aunque se muriera de ganas, ¿valía la pena perder tiempo por una chica enamorada de otro hombre y a la que, a todas luces, él no le interesaba en absoluto? ¿Lo más sensato no sería dejarla atrás?

Todos esos interrogantes ocuparon la mayor parte de una cena que la orquesta convirtió en una especie de ducha escocesa alternando alegres mazurcas y nocturnos desgarradores.

Después de tomar café —uno de esos brebajes infames cuyo secreto poseen los hoteles—, Aldo regresó al bar, donde sólo tendría que temer la intervención de un discreto pianista y cuya atmósfera sigilosa le gustaba. Había unos hombres, sentados en altos taburetes, que conversaban en voz baja bebiendo diferentes bebidas. Él pidió un buen coñac y pasó largos minutos con la copa en la mano aspirando su aroma, mientras seguía con los ojos las volutas azuladas que ascendían de su cigarrillo.

Ya se había acabado la copa y estaba decidiendo si iba a pedir otra cuando el camarero, que acababa de contestar al teléfono interior, se acercó a su mesa.

—El señor me perdonará si me permito suponer que es el príncipe Morosini.

—En efecto.

—Debo transmitirle un mensaje. La señora Kledermann acaba de regresar y comunica a Su Alteza Serenísima que se siente demasiado cansada para prolongar la velada y que se ha retirado.

—¿La señora qué? —preguntó Aldo, sobresaltado, con la extraña sensación de que el techo acababa de caerle sobre la cabeza.

—La señora de Moritz Kledermann, esa bellísima dama a la que me ha parecido ver conversar en el vestíbulo, antes de cenar, con Su Alteza. Presenta sus excusas, pero…

Morosini estaba tan estupefacto que el camarero, preocupado, se preguntaba si no habría metido la pata cuando, de repente, su interlocutor pareció volver en sí y se echó a reír.

—Tranquilo, amigo, todo va bien. E incluso irá todavía mejor si me trae otro coñac.

Cuando el hombre volvió con la bebida, Morosini le puso un billete en la mano.

—¿Podría decirme qué habitaciones ocupa la señora Kledermann?

—Desde luego. La suite real, por supuesto.

—Por supuesto.

El suplemento de alcohol se revelaba necesario, contrariamente a lo que se podía temer, para que Aldo recuperase el equilibrio ante la tercera, y no la menor, sorpresa de la velada. El hecho de que Dianora se hubiese vuelto a casar no lo sorprendía. Hasta había llegado a suponerlo. El fasto desplegado por la joven, sus joyas fabulosas —las que le había regalado el viejo Vendramin no eran tan impresionantes—, todo hacía suponer la presencia de un hombre enormemente rico. Sin embargo, que ese hombre fuera el banquero de Zurich con cuya hija el señor Massaria le había propuesto que se casara superaba todo lo imaginable. Era incluso para morirse de risa. Si hubiera aceptado, Dianora se habría convertido en su suegra. Era un material perfecto para escribir una tragedia… o más bien una de esas tragicomedias que tanto gustan a los franceses.

La aventura era bastante divertida, merecía ser prolongada un poco. Charlar con la mujer del banquero suizo iba a ser un momento apasionante.

Levantándose por fin del sillón, Morosini se dirigió hacia la gran escalera y la subió con paso indolente. No había ninguna necesidad de preguntar en recepción para encontrar la suite real; era pan comido para un habitual de los grandes hoteles. Al llegar al primer piso, fue directamente hasta una imponente doble puerta, a la que llamó preguntándose qué motivos tendría Dianora, que sin duda viajaba sola con una doncella, para alojarse allí. En todos los grandes hoteles, la suite real se componía en general de dos salones, cuatro o cinco dormitorios y otros tantos cuartos de baño. Es verdad que no era muy amiga de la sencillez, pero…

Le abrió una doncella. Sin preguntarle nada, giró sobre sus talones y lo condujo, pasando por una antecámara, a un salón amueblado en estilo Imperio donde lo dejó solo. La habitación era majestuosa, los muebles decorados con esfinges doradas, eran de gran calidad, y algunos cuadros correctos que representaban paisajes cubrían las paredes, pero parecía más apropiada para recepciones oficiales que para charlas íntimas. Por suerte, el fuego encendido en la chimenea arreglaba un poco las cosas. Aldo fue a sentarse junto al único elemento cálido y encendió un cigarrillo.

Siguieron otros tres, y empezaba a impacientarse cuando una puerta se abrió por fin para dejar paso a Dianora. Al entrar ella, se levantó:

—¿Tienes la costumbre de dejar entrar al primero que llega? —dijo con ironía—. Tu doncella ni siquiera me ha dado tiempo a decir mi nombre.