La joven, hija de un barón arruinado, sólo tenía dieciocho años cuando despertó una loca pasión en uno de los más nobles patricios de la laguna, que se casó con Dianora pese a tener cuarenta años más que ella. Dos años más tarde, se quedó viuda; su esposo había muerto en un duelo contra un hospodar rumano, conquistado por el encanto nórdico y los ojos de aguamarina de la joven.
Aldo Morosini la conoció unos meses antes de la declaración de guerra, la Nochebuena de 1913, en la fiesta de lady de Grey, una professional beauty que recibía en su palacio del Lido a una sociedad cosmopolita, un poco «mezclada» pero elegante y adinerada. La condesa Vendramin volvía a integrarse esa noche en un mundo del que se había apartado durante los tres años siguientes a la muerte de su esposo. Esa actitud discreta le había evitado numerosas humillaciones, pues se rumoreaba que el rumano había sido su amante y que ella había encontrado esa manera de librarse de un marido molesto pero rico.
La aparición tardía de la joven viuda, justo en el momento en que iban a pasar a la mesa, cortó en seco las conversaciones por su aspecto cautivador: la condesa, que lucía una creación del joven costurero Poiret realizada en una seda gris claro ligeramente azulado, totalmente cuajada de perlitas de cristal, y cuya línea fluida, ceñida bajo el pecho, acariciaba un cuerpo espigado que jamás había conocido el corsé, parecía una flor envuelta en escarcha. El vestido se estrechaba alrededor de unos tobillos dignos de una bailarina y de unas piernas estilizadas que el drapeado revelaba abriéndose antes de terminar en una corta cola. La mangas, largas y estrechas, se adentraban en el dorso de la mano, cargada de diamantes, pero el profundo escote en punta mostraba unos hombros exquisitos y el nacimiento de unos pechos encantadores. Una diadema de doscientos quilates, a juego con la gargantilla que rodeaba el largo y gracioso cuello, subrayando su fragilidad, coronaba la masa sedosa de los cabellos de lino peinados al estilo griego. Realmente era una reina la que acababa de hacer su entrada, y todos —especialmente todas— tuvieron plena conciencia de ello, pero nadie tanto como el príncipe Morosini, que se sintió esclavo de esa mirada transparente. Dianora Vendramin era tan bella que incluso eclipsaba a la deslumbrante princesa Ruspoli, que esa noche llevaba unas perlas fabulosas que habían pertenecido a María Mancini.
Loco de dicha al descubrir que la sílfide de las nieves era su vecina de mesa, Aldo apenas prestó atención a la conversación general. Se conformaba con mirarla, deslumbrado, incapaz de recordar siquiera, una hora más tarde, las palabras que había intercambiado con la belleza. No escuchaba las palabras, sino sólo la música de aquella voz grave, un poco velada, que pasaba sobre sus nervios como el arco sobre las cuerdas de un violín.
A medianoche, cuando los lacayos con pelucas empolvadas abrieron las ventanas para que pudieran escuchar las campanadas y los cánticos de los niños apiñados en góndolas, le besó la mano deseándole una Navidad tan luminosa como la que él estaba viviendo gracias a ella. Entonces ella sonrió.
Más tarde bailaron. Después, la condesa le permitió acompañarla y entonces Aldo se atrevió, con una voz vacilante que no reconocía como suya, a hablarle de amor y a intentar traducir la pasión que había encendido en él. Ella lo escuchó sin decir nada, con los ojos cerrados, tan inmóvil en la mullida suavidad de su capa de chinchilla que él creyó que estaba dormida. Desconsolado, se calló. Entonces ella entreabrió sus largas pestañas sobre el lago claro de su mirada para susurrar, apoyando la cabeza titilante en el hombro del príncipe:
—Continúe. Me gusta oírle.
Un instante después, él tomaba su boca, y un poco más tarde, en la antigua y encantadora casa que la joven poseía en el Campo San Polo, hacía caer el vestido de color luna y hundía su rostro en la masa liberada de una cabellera de seda clara, sin acabarse de creer el fabuloso regalo de Navidad que le hacía el destino: poseer a Dianora la misma noche de su primer encuentro.
Siguieron unos meses: un destello de loca pasión vivido entre el perfume de los naranjos de una villa de Sorrento, cuyos jardines descendían hasta el mar, donde a los dos les gustaba bañarse desnudos bajo las estrellas, y luego en un pequeño palacio enterrado bajo las adelfas a orillas del lago de Como. La pareja había, huido de Venecia y sus miles de miradas despreciativas. Además, Aldo no quería ofender a su madre, y sabía que le daba miedo esa relación con una mujer considerada peligrosa.
No obstante, con la embriaguez de los primeros días, ofreció a Dianora convertirse en princesa Morosini, propuesta que la joven rechazó alegando, no sin razón, que los tiempos no eran favorables al matrimonio. Desde hacía unos meses, corrían de una punta a otra de Europa rumores siniestros, como nubes anunciadoras de tormenta. Incluso parecía que estaban afianzándose.
—Es posible que tengas que combatir, querido —dijo ella—, y a mí no me atrae la angustia. Y menos aún el papel de viuda que me ha tocado y que tú me haces olvidar.
—Podrías borrarlo del todo, y si me quieres tanto como creo, casados o no, la angustia será la misma.
—Tal vez, pero al menos no dirán que te he traído mala suerte. Además, convertida en tu mujer me sentiría obligada a sufrir, y contigo sólo quiero conocer la felicidad.
El 28 de junio de 1914, mientras el archiduque Francisco Fernando, heredero de Austria-Hungría, caía en Sarajevo con su esposa, víctima de las balas disparadas por Gavrilo Pririzip, Dianora y Aldo daban un paseo en barca por el lago. Lectora apasionada de Stendhal, a Dianora le gustaba identificarse con la duquesa Sanseverina, cuyo ardor, libertad y pasión admiraba, lo que molestaba un poco a su amante:
—No tienes la edad del personaje —ironizaba—, ni yo la del joven Fabrice, que además, para su gran pesar, nunca fue su amante. Y yo soy el tuyo, querida, un amante muy enamorado. Por eso añoro Sorrento, donde no corríamos tras amores demasiado románticos para no terminar mal.
—Todo tiene un fin.
—No quiero esa palabra para nuestro amor, y lamento que quisieras cambiar Sorrento por este lago sublime pero un poco melancólico. Te prefería al sol y vestida con tus cabellos.
—¡Qué bárbaro! Y yo que creía que te gustaba…
Mientras duró el lento paseo, ella no le permitió que se le acercara. Él no insistió; Dianora tenía a veces esos caprichos que atizaban el deseo y Aldo los aceptaba gustoso, pues sabía que la recompensa estaría a la altura de la tentación estoicamente soportada.
Así sucedió aquella noche. Dianora se entregó más ardientemente que nunca, sin conceder a sus caricias ni tregua ni descanso, como si no se saciara de amor. Tal vez porque intuía que tenían las horas mágicas contadas, el único deseo de la joven era dejar un recuerdo imborrable en su amante, pero Aldo no lo sabía o no quería saberlo.
A la mañana siguiente, efectivamente, un sirviente les informó del drama de Sarajevo y Dianora ordenó preparar su equipaje.
—Debo regresar a Dinamarca de inmediato —le dijo a Morosini, estupefacto ante una decisión tan apresurada—. El rey Christian preservará nuestra neutralidad, o al menos eso espero. En cualquier caso, allí estaré más segura que en Italia, donde siempre me han visto como una extranjera en espera de tomarme por una espía.
—¡No digas disparates! Cásate conmigo y estarás a salvo de todo.
—¿Incluso cuando tú estés lejos? Es la guerra, Aldo, no te engañes. Prefiero vivirla junto a los míos y despedirme de ti ahora mismo. Recuerda que te he querido mucho.
—¿Es que ya no me quieres? —preguntó él, extrañado.
—Sí, pero en realidad eso ya no debe tener ninguna importancia.
Negándole el beso que él quería darle, lo apartó suavemente y se limitó a ofrecer a sus labios una mano para retirarla enseguida, pese a que él intentaba retenerla.
—Es mejor así —dijo Dianora con una sonrisa un poco forzada que a él no le gustó—. El círculo se cierra con el mismo gesto con el que todo empezó en casa de lady de Grey. No nos hemos separado desde entonces y deseo que nuestra separación esté marcada por la misma elegancia.
Dianora encerró bajo la piel clara de su guante la huella de los labios de Aldo; luego, negándose a que él la acompañara, hizo un último ademán de despedida mientras montaba en el coche que había pedido para que la llevara a Milán. No se volvió ni una sola vez. Un poco de polvo bajo la caja azul de un automóvil fue el último recuerdo que Morosini guardó de su amante. Había salido de su vida como se sale de una casa: cerrando la puerta tras de sí sin acceder a dar una dirección, y todavía menos una cita.
—Hay que dejar que el azar actúe —había dicho—. A veces, el tiempo pasado vuelve.
—Ésa era la divisa de Lorenzo el Magnífico —repuso él—. Sólo una italiana puede creer en ella. Tú no.
Aunque Dianora consideraba elegante su separación, esa forma de despegarse de él hirió profundamente a Aldo, tanto en su amor como en su orgullo masculino. Antes de conocer a Dianora, había tenido muchas aventuras sin importancia alguna para él. Siempre acababan por iniciativa suya pero sin brusquedad y, en general, de forma bastante consoladora para la interesada, pues tenía una habilidad especial para transformar sus amores en amistades.
Esta vez había sido muy distinto. Se encontraba esclavo de un recuerdo tan embriagador que se le adhería a la piel y que no lo abandonó durante los tres años de guerra. Cuando pensaba en Dianora, experimentaba a la vez deseo y furia, unidos a unas ansias de venganza atizadas por el hecho de que la prudente Dinamarca, pese a su neutralidad, prestaba cierta ayuda a Alemania, Ardía en deseos de verla al tiempo que estaba seguro de que era imposible. Había habido demasiados muertos, demasiadas ruinas. Un terrible muro de odio se alzaba ahora entre ellos.
Morosini sólo dedicó unos instantes a rememorar su amor: el tiempo de salir de las cocinas ante la mirada preocupada de Celina y de volver al vestíbulo. Allí cobró protagonismo la belleza algo solemne pero apacible y tranquilizadora de su casa. La imagen de Dianora se difuminó; la joven nunca había cruzado el umbral de su palacio.
Con la mirada y con la mano, acarició unos fanales de bronce dorado, vestigios de la galera capitaneada por un Morosini en la batalla de Lepanto. En otros tiempos, las noches de fiesta los encendían y su luz arrancaba reflejos tornasolados a los mármoles multicolores del embaldosado, a los dorados de las largas vigas iluminadas de un techo que no se podía contemplar sin echar la cabeza hacia atrás. Lentamente, subió la ancha escalera cuya barandilla de balaustres habían pulido tantas manos para dirigirse al portego, la larga galería-museo que constituía el orgullo de numerosos palacios venecianos.
La vocación de este era marítima. A lo largo de las paredes cubiertas de retratos, muchos de ellos de factura ilustre, unos bancos de madera blasonados alternaban con consolas de pórfido donde, metidas en urnas de cristal, se hinchaban las velas de las carabelas, las carracas, las galeras y otras naves de la Serenísima República. Los lienzos representaban a hombres vestidos con gran magnificencia que formaban el cortejo del retrato más imponente, el de un dux con coraza y manto púrpura, corno de oro en la cabeza y orgullo en el fondo de los ojos: Francesco Morosini el Peloponesio, cuatro veces general del Mar contra los turcos, muerto en 1694 en Nauplia mientras estaba al mando supremo de la flota veneciana.
Aunque otros dos dux habían distinguido a la familia —uno, Marino, de 1249 a 1253, y el otro, Michele, víctima de la peste en 1382 tras sólo cuatro meses de reinado—, este era el más grande de los Morosini, un hombre excepcional en el que el poder se aliaba a la prudencia y que había escrito una de las páginas más gloriosas de la historia de Venecia, una página que fue la última. En el otro extremo del portego, frente al retrato del dux, se alzaba el fano, la triple linterna que indicaba el grado de general en la nave de Francesco en la batalla de Negroponto.
Aldo permaneció un rato ante la efigie de su gran antepasado. Siempre le había gustado ese rostro pálido y fino enmarcado en cabellos blancos, con bigote y perilla en torno a una boca delicada, así como esos profundos ojos negros, orgullosos y dominadores bajo unas cejas fruncidas por la impaciencia. El pintor debía de haber tenido cierta dificultad en conseguir una inmovilidad prolongada.
El recién llegado pensó que, frente a tanto esplendor, debía de presentar un aspecto lamentable con su viejo uniforme raído. La mirada grave parecía buscar la suya para pedirle cuentas de sus hazañas guerreras, a decir verdad, bastante escasas. Entonces, movido por una fuerza venida de lejos y como lo hubiera hecho ante el dux vivo, hincó un instante la rodilla al tiempo que murmuraba:
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