Allí fue donde, a las tres en punto, el arqueólogo lo encontró fumando con fruición entre una copa de coñac y un cenicero lleno. Volutas de un gris azulado se desplazaban por la habitación, haciendo la atmósfera casi irrespirable.

Cyprien, que había anunciado a Adalbert, se apresuró a abrir una ventana mientras el visitante se sentaba en un sillón.

—¡Señor! —exclamó este—. ¡Esto parece un fumadero! ¿Acaso está intentando suicidarse por asfixia?

—En absoluto, pero cuando pienso siempre fumo mucho.

—¿Y ha encontrado al menos una respuesta a las preguntas que se hace?

—Ni una. No hago más que dar vueltas en redondo.

Vidal-Pellicorne se echó el mechón hacia atrás, se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas tras haber tirado de la raya del pantalón.

—Cuéntemelo todo. A lo mejor entre los dos vemos las cosas más claras. Pero, primero, ¿cómo está?

—Todo lo bien que se puede estar después de una paliza intensa. Parezco una galantina trufada, tengo un enorme chichón y la sien multicolor que ve, pero aparte de eso estoy bien. Las costillas se arreglarán solas. En cuanto a mi problema, lo que no consigo aclarar es a quién debo este sinsabor.

—Por lo que conozco a Ferrals, no lo veo en el papel del señor que reúne a sus criados para dar una tunda en toda regla. Para empezar, no tiene ninguna razón para odiarlo, y además de eso, me lo imagino más disparándole él mismo un tiro, y de cara. Tiene una idea muy firme de su propia grandeza.

—Sin duda, pero quizá sí tiene una buena razón: los celos.

Morosini hizo un relato completo de su conversación con sir Eric y de la del Parque Zoológico. Cuando hubo terminado, Adalbert se hallaba tan profundamente sumido en sus pensamientos que creyó que se había dormido. Al cabo de un instante, los párpados de su amigo se levantaron y mostraron una mirada viva.

—Temo haberme adelantado un poco al asegurarle que podía ayudarlo a resolver su problema —dijo con su voz cansina—. Está claro que a la luz de todo lo que acaba de contarme las cosas cambian de aspecto. Por cierto, esa bella criatura no carece de imaginación.

—Quizá tiene un poco más de la cuenta. Supongo que debe de encontrar su plan descabellado.

—Sí y no. Una mujer enamorada es capaz de todo, y puesto que al parecer esta lo está de usted…

—¿Lo pone en duda? —repuso Aldo, ofendido.

El arqueólogo le dedicó una sonrisa angelical.

—En absoluto, si se considera únicamente el hecho de que es usted un hombre muy seductor. Sin embargo, considero ese cambio de sentimientos demasiado radical en una joven que ha intentado dos veces suicidarse por otro. Con todo, es posible que se haya enmendado al conocerlo a usted. A esa edad, el corazón es bastante voluble.

—Dicho de otro modo: puede cambiar otra vez. Créame, querido Adal, no soy tan fatuo para imaginar que me amará hasta el fin de mis días…, pero confieso que el día de ayer cambió muchas cosas —dijo con una emoción que conmovió a su visitante—. Y que me repugna la idea de dejar que Anielka sea de otro.

—Está muy tocado, en efecto —constató Adalbert—. Y totalmente decidido, si leo entre líneas, a raptar a la novia la noche de su boda, como ella le pide.

—Sí. Eso no simplifica nuestro asunto, ¿Verdad? Debe de tomarme por loco.

—Todos lo estamos en mayor o menor medida, ¡y su locura es tan encantadora! Pero esta aventura tiene algo positivo: ahora sabemos que el zafiro estará en el castillo para la boda. Como tengo el honor de estar invitado, eso me brinda una oportunidad inesperada de hacer gala de mis habilidades procediendo a cambiar el original por la copia. Ferrals buscará a su bella esposa, por supuesto, pero no se preocupará por el zafiro, al menos durante un tiempo, pues creerá que sigue teniéndolo.

—Va a tener una gran responsabilidad —dijo sonriendo Aldo, que empezaba a ver asomar un pequeño rayo de esperanza.

—No tendré más remedio que conformarme —contestó el arqueólogo con su buen humor contagioso—. Pero no me parece sensato que se vaya esa misma noche con su amada. Si, como todo hace suponer, su entrevista de ayer fue observada y registrada, no cabe duda de que le soltarán los perros. Al llegar a Venecia, los encontrará esperando en la puerta de su casa.

—No querrá que Anielka se vaya sola…

La entrada de Cyprien llevando sobre una bandeja de plata un gran sobre cuadrado que ofreció a Morosini interrumpió la conversación.

—Acaban de traerlo de parte de sir Eric Ferrals —dijo el anciano sirviente.

Dos pares de cejas se arquearon a la vez en señal de extrañeza.

—Muy interesante —susurró Adalbert frunciendo la nariz—. No me pida permiso para leer, se lo concedo encantado.

El mensaje se componía de una carta y de una gruesa tarjeta grabada que Aldo, después de haberla mirado con sorpresa, tendió a su compañero mientras él leía las frases escritas con letra firme:

«Querido príncipe: Acabo de enterarme con más pesar del que sin duda supone de la agresión de que ha sido víctima. La discrepancia que nos ha enfrentado no puede destruir el aprecio entre nosotros y espero sinceramente que no haya sido gravemente herido, que se recupere rápidamente y que podamos reanudar con más cordialidad unas relaciones que tuvieron un mal comienzo. Asimismo, mi prometida y yo nos sentiríamos felices de que quisiera honrar nuestra boda con su presencia. Creo que sería una buena manera de enterrar el hacha de guerra. Le ruego que crea…»

—O ese hombre es más inocente que un corderito o es un hipócrita redomado —dijo Aldo, pasándole la carta a Adalbert—. Pero, no sé por qué, yo me inclinaría por lo primero.

—Yo también…, en cuanto haya aclarado cómo ha podido enterarse de lo que le ha pasado sin haber intervenido.

—Ah, eso es muy sencillo: la misa de las seis en Saint-Augustin. La lectora de mi tía mantiene allí relaciones estables con la cocinera de nuestro vecino, lo que le permite saber lo que pasa en su casa.

—Eso lo explica todo. Y refuerza, además, lo que le decía hace un momento: si la joven condesa quiere evitar la noche de boda, es preciso que desaparezca sola y que usted permanezca bien visible en los salones después de que el presunto secuestro haya sido descubierto. Es la única manera de acreditar su historia de bandidos secuestradores, que después de todo no está tan mal concebida.

—Si usted lo dice, debe de ser verdad, pero no aceptará partir sin mí… ¿y para ir adonde?

—Ya lo pensaremos —dijo Adalbert en un tono tranquilizador—. Y también la persona que se encargará de llevarla. Amigo, perdone que me marche tan deprisa, pero tengo que preparar miles de cosas. Recupérese y, sobre todo, intente recobrar un color normal para el gran día. Yo voy a vivir intensamente. No hay nada más estimulante para el espíritu que organizar una pequeña conspiración.

—¿Y yo qué voy a hacer mientras tanto? —masculló Morosini mirándolo dirigirse a la puerta—. ¿Bordar?

—Estoy seguro de que no le faltarán ocupaciones. Póngase un buen esparadrapo en la sien, salga, vaya a ver museos, a visitar amigos, pero, se lo suplico, no intente ver a la bella Anielka ni de cerca ni de lejos. Yo me encargaré de ponerla al corriente de nuestras intenciones.

—¡Con tal de que no olvide hacer lo mismo conmigo! —suspiró Morosini, a quien volvía a dolerle la cabeza como consecuencia de la combinación de tabaco y charla.

De bastante mal humor, subió a su habitación con la intención de darse un baño, tomar un montón de aspirinas y no moverse de la cama antes del día siguiente. Ya que, debía permanecer ocioso, más valía aprovechar para cuidarse. Pediría que le sirviesen la cena y después se acostaría.

Desgraciadamente, en el momento en que, bien arropado en la cama, iba por fin a dormirse, Cyprien fue a anunciarle que su secretaria lo llamaba por teléfono y que era urgente.

—¿No podía esperar hasta mañana por la mañana? —refunfuñó mientras se ponía las zapatillas y la bata para bajar a la casa del portero.

—La culpa no es de esa señorita —dijo el anciano sirviente, saliendo en defensa de Mina—. Hay cuatro horas de espera entre Venecia y París.

La vivienda de Jules Chrétien, el portero, olía a sopa de coles y a tabaco cuando Aldo entró. El portero le cedió el sitio y salió a fumar al patio, llevándose al gato. Aldo cogió el auricular con la esperanza de que se hubiera cortado la comunicación, pero Mina estaba en el otro extremo del hilo e incluso a él le pareció percibir en su voz cierta acritud.

—Me han dicho que está enfermo. Espero que no sea nada mucho más grave que una ligera indigestión. Hace mal en frecuentar demasiado los grandes restaurantes cuando está en París…

—¿Me ha sacado de la cama para decirme eso? —protestó Morosini, indignado—. No tengo una indigestión; me he caído. Bueno, ¿qué es eso tan urgente que tiene que comunicarme?

—Que estoy hasta el cuello de trabajo y que ya va siendo hora de que vuelva —le espetó la holandesa—. ¿Va a alargar mucho más el viaje?

«No puedo creerlo, ¿está echándome una bronca?», pensó Morosini, tentado en ese instante de mandar a Mina de vuelta con sus tulipanes natales. Desgraciadamente, era la única persona capaz de hacerse cargo de la casa en su ausencia. Además, la apreciaba bastante para no imaginar trabajar sin ella. De modo que se contentó con responder secamente:

—El tiempo que haga falta. Métase de una vez en su cabeza bátava que no estoy aquí para divertirme. Tengo cosas que hacer…, y además el día dieciséis hay una boda de familia a la que debo asistir. Si tiene demasiado trabajo, llame a la condesa Orseolo. Le encanta manejar antigüedades y le echará una mano.

—Gracias, prefiero arreglármelas sola. Otra cosa: espero que entre sus numerosas ocupaciones haya incluido la venta de las joyas de la princesa Apraxina que se celebra mañana en el hotel Drouot. En el catálogo se anuncia un aderezo de topacios y turquesas que es exactamente lo que busca el señor Rapalli para el cumpleaños de su mujer. Suponiendo que no sea un gran trastorno, claro…

—¡Por el amor de Dios, Mina, conozco mi oficio! Y no hable en ese tono acerbo que no me gusta nada. En cuanto a la venta, tranquilícese, estaré allí.

—En ese caso, señor, no tengo nada más que decirle aparte de buenas noches. Discúlpeme por haberlo molestado.

Mina colgó con una energía reprobadora. Aldo hizo lo mismo, pero más suavemente, pues le pareció inútil desfogarse con el aparato del portero. De todas formas, no estaba contento, pero era consigo mismo con quien estaba enfadado. ¿Qué le pasaba? Podría haber ido desde Venecia para asistir a esa prestigiosa venta, y de no ser por Mina, la habría olvidado. ¡Y todo porque estaba perdiendo la cabeza por una chica demasiado bonita!

Mientras subía a su habitación, se hacía severos reproches. ¿Estaba dispuesto a sacrificar por Anielka un oficio que le encantaba e incluso la noble tarea que acababa de aceptar? Querer a Anielka era delicioso, pero tenía que conseguir que funcionara todo junto. La venta del día siguiente, al sumergirlo en su elemento, le sentaría de maravilla. Más aun teniendo en cuenta que prometía ser apasionante: el joyero de esa gran dama rusa que acababa de morir albergaba, entre otras maravillas, dos «lágrimas» de diamante que habían pertenecido a la emperatriz Isabel de Rusia. Los coleccionistas iban a matarse unos a otros y la puja sería de lo más excitante.

Antes de volver a acostarse, Morosini le dijo a Cyprien:

—Tenga la bondad de enviar al chófer mañana por la mañana, temprano, a casa del señor Vauxbrun para pedirle que me preste el catálogo de la venta Apraxina. Que le diga también que estaré en el hotel Drouot para la apertura de las salas.

Una multitud llenaba la sala más grande del Hotel des Ventes cuando Morosini se reunió con Gilles Vauxbrun, que se había desvivido por conseguirle una silla de la primera fila.

—Si tienes intención de comprar —le susurró, cediéndole el sitio conquistado en reñida lucha—, te deseo mucho valor. Además de Chaumet, que codicia las diademas para su colección, y de algunos de sus colegas de la calle de la Paix y de la Quinta Avenida, están el Aga Kan, Carlos de Beistegui y el barón Edmond de Rothschild. Todos quieren las lágrimas de la zarina.

—¿No te quedas?

—No. Yo voy a ocuparme de dos canapés Regencia que van a vender aquí al lado. Si quieres, nos vemos a la salida.

—De acuerdo. El primero que acabe que espere al otro. ¿Comes conmigo?

—Con la condición de que cambies de maquillaje; este no te ha quedado muy bien —dijo el anticuario haciendo una mueca sardónica.

Mientras Vauxbrun se abría paso hacia la salida entre una multitud de sombreros femeninos abundantemente floridos, Aldo observó a la concurrencia y localizó a las personalidades señaladas por su amigo, aunque el resto de los aficionados no eran personas corrientes. Había también algunas mujeres famosas, que habían ido por curiosidad y para ser vistas; actrices como Eve Francis, la gran Julia Bartet, Marthe Chenal y Frangoise Rosay, entre las más conocidas, rivalizaban en elegancia con la cantante Mary Garden. También muchos extranjeros, y por supuesto rusos, algunos de los cuales sólo habían ido movidos por una especie de piedad. Entre ellos, la alta figura de Félix Yussupov, el ejecutor de Rasputín, que había sido y seguía siendo uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Convertido en corredor de muebles antiguos, no estaba allí para comprar sino para acompañar a una mujer guapísima, la princesa Paley, hija de un gran duque, que había ido a derramar una lágrima sobre las de Isabel.