—En tal caso, no sé por qué tienes tanto empeño en engañarlo. Entremos de una vez. Tengo hambre.
Y asiendo a Dianora por la muñeca, la llevó a paso de carga hasta el castillo.
—¡Caray, yo creía que me querías! —protestó ella.
—Yo también…, en los tiempos en que era joven e ingenuo.
Quizá sir Eric no era un verdadero señor, pero poseía una gran fortuna y sabía utilizarla. Durante la ceremonia, y pese al hecho de que se había visto acortada, su ejército de sirvientes había obrado otro milagro vegetal: había convertido la sucesión de salones —con excepción de uno— en una sala de banquetes en forma de jardín exótico, donde naranjos plantados en grandes tiestos de porcelana china se alineaban a lo largo de las paredes cubiertas de emparrados verdes, a los que se aferraba una infinidad de bejucos floridos que llegaban hasta las grandes arañas de cristal. Obeliscos tallados en hielo garantizaban la frescura de esa vegetación, en medio de la cual mesas redondas con manteles de encaje, vajilla lisa, cristalería preciosa y grandes candelabros de corladura en los que ardían largas velas esperaban a los invitados, que maîtres con librea verde guiaban hasta sus sitios. Todo ello para agradar a una joven esposa a la que entusiasmaban los jardines.
Con gran alivio, Morosini se vio separado de la señora Kledermann, que debía sentarse en la mesa presidencial con la duquesa de Danvers. Aldo fue conducido a otra, donde lo instalaron entre una tenebrosa condesa española de labio sombreado y una joven norteamericana que habría sido encantadora de no ser por la risa de caballo de la que hacía uso por cualquier motivo. En contrapartida, Vidal-Pellicorne estaba sentado a la misma mesa, lo que era una auténtica satisfacción; con él no tenía necesidad de buscar temas de conversación. El arqueólogo se disponía a regalar los oídos de su auditorio con una docta conferencia sobre el Egipto de los Amenofis y los Ramsés.
Aldo esperaba, pues, poder pensar en paz cuando notó que, aprovechando que le servían un plato de huevos revueltos con colas de gamba, le ponían algo en la mano: un papel cuidadosamente doblado.
Sin saber muy bien qué hacer para leerlo, se las arregló para atraer la mirada de Adal y mostrarle discretamente lo que tenía. El arqueólogo comenzó de inmediato a contar una especie de novela policíaca apasionante que giraba en torno a la reina Nitokris y que captó la atención de los demás comensales. Aldo pudo leer la nota desplegada dentro de la servilleta.
«Quiero hablar contigo. Wanda te esperará en lo alto de la escalera a las diez y media. A.»
Invadido por una oleada de alegría, examinó la situación. Levantarse de su sitio sin que se fijaran los comensales de la mesa presidencial no presentaba dificultades; le bastaría retroceder un poco para quedar oculto por un naranjo y por las ramas colgantes de una gigantesca enredadera. Además, no estaba lejos de una puerta, lo que era una suerte.
Llegado el momento, se aseguró con una mirada de que Ferrals, absorto en una conversación, no se ocupaba del resto de sus invitados, se disculpó ante sus vecinas, echó la silla hacia atrás y salió de la sala.
El vestíbulo no estaba vacío, ni muchísimo menos; el ballet de los camareros que venían de las cocinas proseguía sin precipitación y en silencio. En la sala de los regalos, cuya puerta permanecía abierta —habría sido incorrecto, e incluso ofensivo para los invitados, cerrarla antes de que se marcharan—, se oía charlar a los vigilantes. Uno de ellos, que estaba ante el umbral, interpretando mal las intenciones de Morosini, le señaló la escalera principal precisando amablemente:
—Es al otro lado, en el hueco…
Aldo le dio las gracias con un gesto de la mano mientras se dirigía al lugar indicado, entró, salió de nuevo, echó un vistazo a su alrededor y, considerando favorable el momento, se precipitó hacia el tramo de escalera cubierto con una alfombra y enseguida llegó al descansillo, que se extendía a uno y otro lado en amplios pasillos iluminados con hachones. No tuvo que buscar mucho: la figura voluminosa de Wanda salió de detrás de una silla de manos antigua, situada en la entrada de una de las galerías. La doncella le indicó que la siguiera, lo condujo hasta una puerta y a continuación, poniendo un dedo sobre sus labios para invitarlo a actuar con sigilo, se alejó de puntillas.
Morosini llamó a la puerta con suavidad. Sin esperar respuesta, puso la mano sobre el pomo para entrar. En ese preciso instante recibió un golpe y se desplomó sin haber tenido tiempo de exhalar un suspiro, pero con la curiosa sensación de que alguien reía: una risita aguda y cruel.
Cuando se despertó, el impacto todavía le retumbaba dolorosamente en el cráneo, aunque las facultades intelectuales no se encontraban mermadas. Le sorprendió encontrarse tumbado en una cama confortable, en medio de un dormitorio elegante e iluminado; en las novelas policíacas que le gustaba leer, cuando al protagonista le propinaban un golpe que lo dejaba sin sentido, su despertar siempre tenía por marco un sótano lleno de telarañas, un cuartucho sin ventanas o un armario. El agresor parecía haberle dispensado unos cuidados muy especiales: su cabeza reposaba sobre dos almohadas y su chaqué cubría el respaldo de un sillón sobre el que descansaba un vestido de muselina azul claro que reconoció de inmediato.
Al igual que el perfume caro, complejo, embriagador y muy original que siempre dejaba Dianora a su paso. Por una razón todavía oscura, el hombre que reía de una forma tan característica y desagradable parecía haberse propuesto esta vez reunir a los amantes desunidos.
—Es muy amable por su parte, pero a mí no me favorece en absoluto —masculló.
Con la sensación de que los muebles oscilaban, se sentó. Enseguida consiguió levantarse y recomponer su aspecto. Una mirada al reloj le indicó que llevaba allí más de un cuarto de hora y que seguiría un rato más, pues la puerta hacia la que se precipitó estaba cerrada con llave. «Voy a tener que aprender urgentemente cerrajería», pensó, evocando con una pizca de envidia los particularísimos conocimientos de Adalbert. En cualquier caso, una cosa era segura: alguien tenía interés en que estuviera en la habitación de Dianora mientras Anielka lo esperaba. Pero ¿la nota que tenía guardada en un bolsillo era de verdad obra de la joven? Esa letra era bastante corriente…
La cerradura, del siglo XVII, era espléndida y muy resistente. Sólo cedería si derribaba la puerta. Como no estaba seguro de lo que había al otro lado, no se atrevió, pensando en el ruido que haría. Se dirigió entonces a la ventana y la abrió para encontrarse ante la magia luminosa de los jardines. Demasiado luminosa: en medio de esa fachada iluminada a giorno, debía de resultar tan visible como si estuviera en un escaparate, y por desgracia había gente fuera. Además, la altura de dos buenos pisos de pared lisa lo separaba del suelo: lo suficiente para partirse la nuca.
Estaba pensando en atar las sábanas de la cama según el método clásico, exponiéndose a que lo tomaran por loco, cuando en la planta baja se produjo un terrible estruendo que se oyó en todo el castillo: un estrépito seguido de gritos, carreras y toques de silbato. Sin duda los de los policías. Entonces se decidió: sin remordimientos ni piedad por las delicadas pinturas de época, se precipitó hacia la puerta como una bala de cañón y la derribó de una patada maestra. La bonita cerradura cedió y Aldo se encontró en la galería, que continuaba desierta. En cambio, abajo había un tumulto increíble.
El vestíbulo estaba lleno de personas muy alteradas que hablaban todas a la vez, lo que le permitió bajar sin que se fijaran en él. Toda aquella gente se agolpaba delante de la sala de los regalos, cuya puerta estaba cerrada. Los dos guardias apostados delante parlamentaban con los invitados.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Morosini, que había conseguido situarse en primera fila abriéndose paso a codazos.
—Nada grave, señor —respondió uno de los policías—. Hemos recibido la orden de no dejar entrar ni salir a nadie.
—Pero ¿por qué? ¿Quién está dentro?
—El señor Ferrals y algunos de sus invitados. Unas damas que, como habían llegado tarde, no habían podido ver la exposición.
—¿Y necesita encerrarse para eso?
—Bueno…, es que… una de las damas ha dado un traspié y, al tratar de sujetarse, ha tirado del tapiz de terciopelo que cubre la mesa de las joyas y ha caído todo al suelo. El señor Ferrals ha acudido enseguida a ayudar a su amiga y ha ordenado cerrar para que no salga nadie hasta que las joyas hayan sido puestas en su sitio.
—¡Qué amable! —protestó alguien—. Está claro que ese inglés no tiene ninguna educación. ¿Acaso supone que esa pobre mujer se ha caído expresamente para tirar su chatarra?
—Es poco probable —repuso el vigilante, riendo—. Por lo que sé, se trata de una anciana duquesa inglesa emparentada con la familia real. De momento, está bebiendo una copa de coñac sentada en un sillón mientras los demás recogen las joyas con ayuda de mis compañeros. Por favor, señoras y señores —añadió, ahuecando la voz—, tengan la bondad de volver a los salones en espera de que todo vuelva a la normalidad. Será cosa de poco tiempo.
—Esperemos que no falte ninguna de sus malditas joyas —refunfuñó el médico que había acudido a atender a Anielka—. Si no, es capaz de hacer que nos registren antes de dejarnos marchar. Me entran ganas de irme ahora mismo.
—Oh, quedémonos un poco más, Édouard —le rogó su mujer—. Es muy divertido.
Tenían conciliábulo en la entrada de los salones con dos políticos, tentados de pedir su coche aunque parecían tomarse el suceso con cierta filosofía. Aldo oyó a uno de ellos, el señor Dior, ministro de Comercio e Industria, declarar riendo:
—Esta boda será inolvidable. ¡Y pensar que para asistir a ella he dejado en Marsella al presidente Millerand, que a su vuelta del norte de África ha ido a visitar la Exposición Colonial.
—Pero ¿no la habían inaugurado en abril con Albert Sarraut, el ministro de las Colonias? —preguntó uno de sus interlocutores.
—Fue una preinauguración, porque aún no estaba terminada. Pero la Exposición es un éxito y vale la pena verla con detalle. Algunos pabellones son verdaderas maravillas y…
Morosini se desinteresó de las palabras oficiales para buscar con la mirada a Vidal-Pellicorne, pero su figura desgarbada, coronada por la pelambrera rizada, no aparecía por ninguna parte. Por fin, al cabo de un rato que se hizo interminable para los que esperaban, la doble puerta se abrió para dejar paso a sir Eric, muy sonriente y dando el brazo a la anciana lady, causa totalmente involuntaria de todo aquel jaleo. Los seguían los invitados que se habían visto encerrados, entre ellos, la condesa española vecina de mesa de Morosini, Dianora y Adalbert, estos últimos riendo.
—¡Vaya! Se diría que se han divertido mucho —dijo Aldo acudiendo a su encuentro.
—¡No se imagina cuánto! —dijo la joven—. Esa pobre duquesa boca abajo en el suelo, agarrada al tapiz de terciopelo del que todavía colgaban algunas fruslerías carísimas, mientras que otras rodaban en todas direcciones, era irresistible. Pero —añadió bajando la voz—, si hubiera visto la cara de sir Eric, aún era más divertida. Imagínesela. Había perdido de vista su fetiche, la famosa Estrella Azul de la que no para de hablar. Por un momento he creído que iba a hacernos desnudar y registrar.
—A mí me habría encantado —dijo Adalbert, haciendo un guiño que le valió un golpe con el abanico.
—No sea vulgar. En cualquier caso, es a usted a quien debemos la salvación; si no hubiera encontrado el objeto en cuestión, no sé dónde estaríamos.
Morosini desplegó una sonrisa de desdén.
—El barniz mundano se ha cuarteado, ¿eh?
—Querrá decir que ha saltado en pedazos. Por un momento parecía Harpagon privado de su peculio. Por cierto, hemos pasado muchísimo calor, así que voy a arreglarme un poco antes de los fuegos artificiales. Nos veremos en la terraza.
Morosini estuvo unos momentos dudando entre advertirle o no que iba a resultarle un poco difícil cerrar la puerta, pero al final prefirió dejarle el placer de descubrirlo ella misma y condujo a Adalbert a la escalinata para fumar un cigarrillo. Había en los ojos de su amigo un brillo malicioso que le hacía arder de curiosidad, pero no tuvo tiempo de hacerle ninguna pregunta. Mientras encendía un enorme puro que humeaba como una locomotora, Vidal-Pellicorne susurró:
—Póngame al corriente enseguida. Supongo que ha visto a la joven novia y que está en camino para reunirse con Romuald.
—No tengo ni la menor idea. La nota era una trampa. Me han golpeado y he recobrado el sentido en la cama de la señora Kledermann.
"La estrella azul" отзывы
Отзывы читателей о книге "La estrella azul". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "La estrella azul" друзьям в соцсетях.