—¿Acaso nos atormentamos por nuestro sobrino?

—¿No está justificado? Si al menos supiera qué hacer…

—Sé de sobra que los ejercicios espirituales no son plato de vuestro gusto, pero quizá sería el momento de rezar un poco.

—¿Usted cree? ¡Hace tanto tiempo que no me he dirigido al Señor! Va a darme con la puerta en las narices.

—Deberíamos intentarlo con Nuestra Señora. Entre mujeres es más fácil entenderse.

—Puede que tenga razón. Antes le era muy devota…, me refiero a cuando estaba en el convento de las Damas del Sagrado Corazón. Después, nuestras relaciones se espaciaron y me temo que con el tiempo me he convertido en una vieja descreída. ¿Será la influencia de esta casa?… Pero esta noche tengo miedo, Marie-Angéline, mucho miedo.

La prima lectora pensó que la anciana debía de estar al borde del pánico para haberse acordado de su nombre de pila. Se arrodilló junto a la cama, se santiguó rápidamente, cerró los ojos y comenzó:

—Salve Regina, mater misericordia, vita, dulcedo et spes nostra…

La señora Sommières descubrió con sorpresa que podía seguirla sin dificultad y que las palabras olvidadas de las antiguas oraciones resurgían desde el fondo de su memoria.


10

La hora de la verdad

Era cerca de medianoche.

Silencioso e imponente, el Rolls Silver Ghost negro de sir Eric Ferrals tomó la avenida Hoche en dirección a L'Étoile conducido con prudencia por Morosini. En otras circunstancias habría sentido un vivo placer pilotando esa soberbia máquina, cuyo motor ultrasilencioso apenas ronroneaba bajo la laca brillante del largo capó en cuyo extremo ondeaban los ropajes de plata de la Silver Lady, el prestigioso tapón de radiador. Como a muchos italianos, le encantaban los automóviles, con una clara preferencia por los modelos de carreras; pero llevar este tipo de coche era una experiencia que valía la pena vivir.

Tres minutos antes había salido de la mansión Ferrals ante la mirada angustiada de Riley, el chófer que la fábrica de Crewe había «entregado» al mismo tiempo que la maravilla, tal como exigía un reglamento al que se sometían incluso las cabezas coronadas. A todas luces, el infeliz se decía que «su» precioso Silver Ghost se dirigía a la catástrofe y que ese habitual de las góndolas y los motoscaffi jamás sería capaz de conducirlo de acuerdo con las normas.

Esos momentos tragicómicos habían relajado un poco a Aldo, cuyos nervios habían sido sometidos a una dura prueba por las cuarenta y ocho horas de incertidumbre que acababa de vivir. Porque no hacía mucho más de una hora que los secuestradores de Anielka se habían manifestado para dar las últimas instrucciones: el príncipe Morosini, con el dinero y el zafiro, se pondría al volante del Rolls-Royce de sir Eric —habían especificado claramente la marca entre todas las que poseía el barón— y a medianoche tendría que estar en la entrada del carril lateral de la avenida del Bois-de-Boulogne, en el lado de los números pares, cerca de la calle Presbourg.

Para su sorpresa, el señor de la casa no se había dejado ver. Al parecer, sufría una fuerte neuralgia, y fue de manos de John Sutton, su secretario, de quien el mensajero recibió el maletín que contenía el dinero y el estuche. No le extrañó; imaginaba el desgarro que le producía al fabricante de armas deshacerse de su amado talismán.

—Si supieras la verdad, amigo —masculló Morosini entre dientes—, tal vez estarías menos triste, pero más furioso.

La noche anterior había sido informado de que Mina había llegado sin obstáculos a su destino con el precioso cargamento. La cuestión ahora era liberar a Anielka, pero ¿qué haría después? La honradez imponía que fuera devuelta al esposo, lo que para ella suponía un gran sacrificio, y Morosini era un hombre de honor, lo que no le impedía sentir una viva repugnancia ante la idea de dejar a la mujer que amaba entre los brazos de otro. Vidal-Pellicorne, al estrecharle la mano poco antes, había reducido el problema a sus justas dimensiones diciendo:

—Salgan vivos los dos de este lance y eso ya será magnífico. Después, quizás ella tenga algo que decir.

Había llovido todo el día. La noche era fresca y húmeda. No había mucha gente en la calle. El coche se deslizaba con un murmullo sedoso sobre la brillante cinta de asfalto en cuyo extremo se alzaba el Arco de Triunfo, mal iluminado, del que se veían tres cuartas partes.

Al llegar al lugar indicado, Morosini detuvo el automóvil, sacó la pitillera para calmar los nervios y frotó una cerilla contra la fosforera, pero no tuvo tiempo de encender el delgado cilindro de tabaco, pues a través de la portezuela, bruscamente abierta, un potente soplo apagó la llama. Al mismo tiempo, una voz nasal con acento neoyorquino ordenó:

—¡Apártate! Conduciré yo. ¡Y no se te ocurra hacer ningún movimiento raro!

El cañón del revólver que el hombre apoyaba bajo su mandíbula era disuasivo. Aldo pasó al asiento contiguo limitándose a preguntar:

—¿Ha conducido alguna vez un Rolls?

—¿Por qué? ¿Hay un manual de instrucciones? Es un coche, ¿no? Entonces funciona como todos.

Morosini imaginó lo que podría decir el chófer Riley de esa increíble blasfemia, pero lo olvidó inmediatamente al abrirse la otra portezuela y cerrarse alrededor de sus muñecas un par de esposas, tras lo cual le vendaron los ojos con una tupida tela negra.

—Podemos irnos —indicó una voz barriobajera, que no por ser parisina era menos antipática.

El hombre que se sentó detrás del volante debía de ser un coloso. Aldo se dio cuenta al notar que su espacio vital disminuía. El peso —¡horror supremo!— hizo chirriar muy ligeramente un muelle. El recién llegado apestaba a ron, mientras que su compañero desprendía unos efluvios de perfume oriental barato gracias al cual el aristocrático vehículo adoptó cierto aire de zoco.

El nuevo conductor puso el coche en marcha y metió la primera, pero tan bruscamente que la caja de cambios, indignada, protestó. Morosini la secundó:

—¿Qué cree que está conduciendo? ¿Un tractor? Ya sabía yo que a «sir Henry» no le haría gracia.

—¿Sir Henry?

—Entérese, amigo mío, de que en la casa Rolls-Royce llaman así a los motores construidos por ellos. Es el nombre de pila del mago que los hizo nacer.

—¿Quieres que haga callar a esta especie de esnob? —gruñó el pasajero de atrás—. ¡Me está cargando!

El esnob en cuestión se abstuvo esta vez de dar su opinión, sospechando cómo pensaba el otro imponerle silencio. Se hundió en su asiento y se esforzó en seguir el camino que recorrían. Conocía bien París, y contaba asimismo con su memoria para situarse, pero en la oscuridad total en la que se encontraba perdió el hilo casi enseguida. El coche bajó primero por la avenida del Bois, giró a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, a la derecha, a la izquierda… Al cabo de un momento, Aldo se hizo un lío con los nombres de las calles, pese a que el chófer ocasional, a quien los sarcasmos de su prisionero habían vuelto prudente, circulaba a una velocidad moderada.

El viaje duró una hora, tal como atestiguó el reloj de una iglesia, que sonó una vez poco antes de llegar. En cuanto a la naturaleza del camino seguido, la suspensión excepcional del Rolls no permitía apreciarla. No obstante, tras una ligera sacudida, el pasajero oyó crujir bajo las ruedas la grava de una alameda. Unos instantes más tarde, el coche se detuvo.

El chófer, que no había abierto la boca desde la pequeña lección de Morosini, gruñó:

—No te muevas. Voy a sacarte de aquí y después te ayudaré a andar.

—Cuidado no se rompa su bonita jeta —dijo con ironía su compañero—, sería una verdadera pena.

Cuando bajó, Morosini notó que lo asían del brazo, o más bien que lo izaban; el tipo debía de ser del tamaño de un gorila. De este modo, que lo obligaba a levantar el otro brazo para que las esposas no le cortaran la piel, subió unos peldaños de piedra. A su alrededor olía a tierra, a árboles, a hierba mojada. Debía de ser una casa de las afueras de París. Después sintió que caminaba sobre un suelo de baldosas y oyó cerrarse una pesada puerta a su espalda. Por último, un entarimado crujió bajo sus pies, aunque una alfombra amortiguó enseguida los pasos.

La mano que lo sujetaba lo soltó y se sintió desestabilizado, como un ciego al que dejan sin apoyo en medio de un espacio vacío. Luego le quitaron la ajustada venda y Morosini, deslumbrado, trató de protegerse los ojos con las manos atadas. De repente, la violenta luz de una lámpara, seguramente puesta sobre una mesa, lo cegó.

Una voz metálica y fría, con un ligero acento, ordenó:

—¡Quitadle las esposas! Aquí no hacen falta.

—Si tuviera también la bondad de enfocar la lámpara en otra dirección, creo que se lo agradecería —dijo Morosini.

—No pida demasiado. ¿Tiene el dinero y la joya?

—Los tenía cuando salí de casa de sir Eric Ferrals. Ahora pregunte a sus esbirros.

—Está todo aquí, jefe —dijo el norteamericano, aliviado de poder expresarse en su lengua.

—¿Y a qué esperas para traérmelo?

Al acercarse, el gorila —el personaje tenía sus dimensiones: alrededor de un metro noventa y cinco de estatura y complexión acorde con ella— tapó la fuente de luz, lo que calmó el malestar del prisionero. El haz luminoso cambió inmediatamente de dirección para dirigirse a lo que debía de ser el tablero de un escritorio.

Se dibujó la silueta de un hombre sentado detrás, pero sólo sus manos, bonitas y fuertes, saliendo de unas mangas de tweed, resultaron visibles. Éstas se apresuraron a abrir el maletín y a sacar los fajos de billetes verdes y el estuche. Después abrieron este último, liberando los profundos destellos del zafiro y los más fríos de los diamantes de la montura, que arrancaron al desconocido un silbido de admiración. Morosini, por su parte, rindió mentalmente homenaje a la habilidad de Simon Aronov: era realmente un gran artista. Su falsificación casi parecía más auténtica que la joya auténtica.

—Empiezo a arrepentirme de no quedármelo —murmuró el desconocido—. Pero cuando se da la palabra hay que mantenerla.

—Me alegro de ver que lo animan tan nobles sentimientos —dijo Morosini con ironía—. En tal caso, y puesto que ya tiene lo que deseaba, ¿puedo rogarle que me devuelva primero a lady Ferrals y después la libertad…, además del Rolls-Royce para que pueda llevar a la cautiva a su casa? Si es que aún está viva —añadió en un tono que dejaba traslucir a la vez angustia y amenaza.

—Tranquilícese, está perfectamente. Podrá comprobarlo usted mismo dentro de un momento. Van a conducirlo junto a ella.

—No he venido de visita, sino a buscarla.

—Cada cosa a su tiempo. Creo que debería…

Se interrumpió.

Una puerta acababa de abrirse al tiempo que la luz del techo se encendía, mostrando una habitación bastante grande, mal amueblada en un estilo burgués pretencioso y con las paredes cubiertas con un horrible papel con motivos de flores y ramas en tonos verduscos, chocolate y rosa caramelo que a Aldo le parecieron insufribles.

—¡Ah, veo que está todo aquí! —exclamó Sigismond Solmanski acercándose con premura a la mesa donde se hallaba extendido el rescate de su hermana. Se puso a palpar unos billetes, pero el hombre que hacía el inventario se los arrebató bruscamente para guardarlos en el maletín.

—¿Qué hace aquí? —gruñó—. ¿No habíamos acordado que no debía dejarse ver?

—Sí, desde luego —dijo el joven en un tono desenfadado, apoderándose del estuche y abriéndolo—. Pero he pensado que eso ya no tenía importancia, y además, mi querido Ulrich, no he podido resistir la tentación de ver la cara de este imbécil, que, pese a sus aires de grandeza, ha venido a arrojarse a nuestros pies como un jovencito enamorado. Dígame, Morosini —añadió con malicia—, ¿qué sensación produce haber sido reducido a la condición de criado del viejo Ferrals?

Aldo, a quien esta aparición no había sorprendido, iba a contentarse con un despreciativo encogimiento de hombros cuando Sigismond rompió a reír: una risita aguda que no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Automáticamente, su puño salió disparado en un gancho fulminante que alcanzó a Sigismond en el mentón y lo derribó.

—¡Maldita sabandija! —le espetó, masajeándose las falanges un poco doloridas—. Te lo debía desde hace algún tiempo. Espero no haberle causado demasiadas molestias —añadió, volviéndose hacia el llamado Ulrich, que seguía de pie detrás de la mesa.

—Encantado de haberle brindado la oportunidad de saldar una cuenta, señor —contestó este en un tono tranquilo que dejaba traslucir cierto respeto—. Tiene usted una derecha terrible.