Vitória sacó del armario el mantel más grande y lo desdobló. Olía suavemente a lavanda. Si iban a ser siete comensales tendrían que utilizar la mesa grande. Le pareció que el mantel estaba bien. ¿Y las servilletas con delicadas puntillas a juego con el mantel? Vitória miró a ver si tenían manchas, si estaban amarillentas o con agujeros, pero no vio nada. Mejor. Volvió a doblar con mucho cuidado el mantel y las servilletas, las dejó a un lado y cerró las puertas del viejo armario de madera de cerezo que, al igual que toda la ropa, formaba parte del ajuar de su madre.

Justo cuando iba a salir de la habitación su mirada se posó sobre el vestido de baile que estaba colgado en una percha junto a la puerta. Tras la fiesta en casa de los Gonzaga habían llevado el vestido a la costurera para que le hiciera algunos arreglos. Vitória había bailado tanto que no sólo se había descosido por debajo, sino que además se habían soltado los volantes de las mangas. Gracias a Dios sólo lo había notado ella -y su madre, naturalmente-, pues el resto de invitados tampoco pararon de bailar.

¡Menuda fiesta! Rogério, su más ferviente admirador, había bailado tan emocionado a su alrededor que ella se sintió mareada. Y para no faltar a la verdad: el champán también había sido responsable de que Edmundo, aquel joven tan aburrido, la abordara después de cada baile. «Vita», le había dicho, llamándola por el nombre que sólo utilizaban sus mejores amigos, «Vita, pareces agotada. Toma otra copa, el champán te sentará bien». Si pensaba que iba a sentarse a hablar con él es que era más tonto de lo que parecía. ¿Quién querría hablar con Edmundo cuando la orquesta llegada expresamente desde Río tocaba valses, polcas y mazurcas tan encantadoras? Edmundo debería haberla sacado a bailar en lugar de perseguirla siempre con aquellos ojos de perro. Pero si no le gustaba bailar…

El precioso vestido estaba ahora allí colgado, parecía nuevo, recién lavado y planchado. La mujer encargada de lavarlo lo debía de haber traído hacía poco. A Vitória le enojaba que no se lo hubieran dicho. ¿Y si no lo hubiera visto? Un vestido como aquél no se podía dejar así colgado en un rincón, sin más. Descolgó la percha y observó el elegante vestido. ¡Qué sueño de traje! La seda azul claro armonizaba a la perfección con el color de sus ojos y hacía aún más elegante su piel blanca como la nieve. Las diminutas rosas blancas que decoraban la larga falda resultaban casi inocentes en un fascinante contraste con el generoso escote.

Vitória se acercó el traje a la cintura y miró hacia abajo. Los rústicos zapatos que asomaban bajo el vestido la hicieron reír, pero no impidieron que se marcara unos pasos de vals y girara sobre sí misma. Susurró en voz baja la melodía del vals vienes con el que se había deslizado por el salón de baile y que, si Rogério no la hubiera sujetado -¿quizás con demasiada fuerza?- la habría hecho desmayarse.

¿Cómo aguantaría hasta la próxima fiesta? ¡Faltaban tres interminables semanas! Pero, al menos, la boda de Rubem Araujo e Isabel Souza prometía ser un gran acontecimiento. Habría más de doscientos invitados, y los Souza no iban a escatimar en gastos, pues estaban muy contentos de haber encontrado un buen partido para su pálida hija. ¡Por fin otra ocasión para engalanarse! Aunque, evidentemente, Vitória no podría ponerse ese mismo vestido ya que los invitados serían los mismos de la fiesta de los Gonzaga. ¿Qué tal el rojo cereza? Era un traje extraordinariamente llamativo pero de exquisita elegancia, y le sentaba muy bien a su piel blanca y su cabello negro.

Los pensamientos de Vitória fueron bruscamente interrumpidos. Miranda entró apresuradamente en la habitación.

– Sinhá Vitória, tiene visita. No me he atrevido a hacerle entrar.

¡Ay, ojalá no fuera nadie importante! Miranda tenía instrucciones muy precisas de no dejar entrar en casa a nadie que no conociera, aunque podría tratarse de alguien a quien la muchacha no hubiera visto todavía en los tres meses que llevaba en Boavista. El banquero Veloso, por ejemplo, o la viuda Almeida.

Pero en la puerta había un hombre al que Vitória no había visto nunca. Sus botas estaban cubiertas de barro y su traje, que delataba su origen humilde, estaba igualmente sucio. Parecía haber cabalgado durante mucho tiempo. Se había quitado el sombrero de piel y la marca sobre la frente revelaba que lo había tenido puesto durante muchas horas. Llevaba el pelo largo, recogido en la nuca, aunque se habían soltado algunos mechones, que caían sobre su cara dándole un aspecto temerario. En las caderas llevaba un cinturón del que colgaba un gran revólver.

Una aparición sumamente sorprendente. Por su vestimenta podría tratarse de un gaucho, un campesino del sur del país. Por su pelo negro azulado y sus ojos ligeramente rasgados podría ser un caboclo, un mestizo de indio como los que en esos días vagaban por la región en busca de trabajo. Sin embargo, su actitud no era ni la de un sencillo campesino ni la de un caboclo. Con la cabeza erguida, dirigió a Vitória una mirada que era todo menos humilde, haciéndole sentir un escalofrío en la espalda. ¿Acaso sería un bandolero? ¿Quién iba por ahí, a plena luz del día, con un revólver? La respiración de Vitória se aceleró imperceptiblemente. Estaba sola, no podía esperar ayuda ni de su madre postrada en la cama ni de la torpe Miranda. Luiza estaba en la cocina, en la parte posterior de la casa, donde no se enteraría si se producía un asalto, y Félix debía de haber salido hacia Vassouras hacía tiempo.

– Buen hombre se ha confundido de puerta. La entrada de servicio para los suministros se encuentra en la parte trasera de la casa, como en todas las haciendas del país. Y si quiere vendernos algo, no necesitamos nada.

Antes de que el hombre pudiera decir una palabra, Vitória le cerró la puerta en las narices. En aquel mismo instante se arrepintió de su exagerada reacción. ¡Realmente estaba empezando a ver fantasmas! Un ladrón: tenía demasiada fantasía. Seguro que se trataba de un comerciante que quería venderles tijeras, herramientas o semillas para la nueva cosecha de maíz. Por una ventana lateral observó cómo se subía al caballo con elegancia y se marchaba.

El caballo parecía tan cansado como su dueño, pero era de raza más noble que él. «Curioso, -pensó Vitória-, un animal tan espléndido en manos de un sujeto así». La gran cantidad de alforjas, bolsas y sacos que el animal llevaba encima hacían pensar que el hombre era realmente un comerciante. Vitória pensó que si era así quizás su reacción había sido correcta. ¿Adonde iríamos a parar si cualquiera se atrevía a llamar a la puerta principal? ¡Querrían incluso sentarse en los mullidos sillones del vestíbulo y que les sirvieran un café!

En Boavista no se rechazaba a nadie. Cualquier comerciante podía ofrecer su mercancía, cualquier indigente recibía un plato de sopa, cualquier soldado de paso podía calmar su sed y la de su caballo. Pero todos debían llamar a la puerta de atrás, donde les recibían Miranda o Félix o algún otro esclavo encargado de las tareas de la casa. Sólo los que querían visitar a la familia da Silva por motivos privados o profesionales podían llamar a la puerta principal.

Vitória sacudió la cabeza. Todavía un tanto desconcertada ante el atrevimiento del hombre, entró en el comedor. Miranda frotaba un cuchillo de plata; era el segundo que limpiaba, ya que sobre la mesa se veía brillar un solo cuchillo, mientras que el resto de los cubiertos formaban un desordenado montón gris y sin brillo.

– Vete a la puerta de atrás y entérate de qué es lo que quiere de nosotros ese extraño tipo. En cualquier caso, échale de aquí. Me parece que no tiene muy buenas intenciones.

– Muy bien, sinhá. -Miranda dejó caer el cuchillo que estaba limpiando sobre la mesa de palisandro y salió a toda prisa.

Regresó enseguida.

– No había nadie, sinhá.

¡Qué misterioso! Bueno, en cualquier caso, Vitória no iba a seguir rompiéndose la cabeza por aquel hombre.

Miranda estaba ante su ama esperando su reacción.

– ¿Qué haces ahí con la boca abierta? Siéntate y sigue limpiando la plata. Y hazme el favor de no estropear la preciosa mesa de la abuela de dona Alma.

Miranda se sentó. Inmersa en sus pensamientos Vitória empujó también una silla y se sentó junto a la mesa. Por una rendija entre las cortinas entraba un único rayo de sol en el que flotaban diminutas partículas de polvo y que iluminaba la alfombra persa colocada ante el aparador. La mirada perdida de Vitória se alzó, deteniéndose en el cuadro colgado sobre el mueble. Alma y Eduardo da Silva en el salón de su fazenda recién construida, Boavista, anno 1862. Su madre con un vestido rosa con adornos de crinolina, de moda en aquel entonces; le parecía increíble que dona Alma hubiera sido alguna vez tan bella. Y su padre le dirigía desde el cuadro una dura mirada, posiblemente acorde a los gustos de la época y del pintor. En cualquier caso, Eduardo había sido un hombre realmente atractivo, y su rostro reflejaba orgullo e inteligencia a partes iguales.

Un fuerte tintineo sacó a Vitória de su breve letargo. A Miranda se le había caído un cuchillo y la miraba angustiada.

Esta vez Vitória no la regañó. Ya tenía bastante por hoy. Alguna vez se comportaría como se esperaba de ella. Sin decir una palabra, Vitória se puso de pie y salió de la habitación. ¡Ya estaba bien de holgazanear! No podía perder el tiempo si quería hacer todo lo que tenía previsto. Uno de los esclavos estaba muy enfermo. Cuando Félix llegara de Vassouras con el médico, iría con él a ver al joven negro. Podría ser, como ocurría a veces, que estuviera simulando estar enfermo para no tener que trabajar o para ser aislado del resto de los esclavos, lo que le facilitaría la huida. Además, Vitória debía investigar la queja del capataz, que acusaba al vigilante de robar los alimentos que se repartían entre los esclavos. Era una dura acusación. Si Vitória averiguaba que había algo de cierto en aquella historia, tendría que intervenir su padre. En el peor de los casos, habría que despedir a Seu Franco, cosa que no disgustaría demasiado a Vitória. Era insoportable. A continuación iría a ver a su yegua, encerrada en el establo a causa de una herida en la pezuña y que parecía echar de menos tanto como Vitória los paseos.

Tras su descanso de mediodía -al que no renunciaría en ningún caso, pues la velada prometía ser larga- tenía que resolver algunas cuestiones en su escritorio. Debía examinar diversas cuentas y listas de suministros, una tarea que su padre le había confiado cuando descubrió su notable capacidad para el cálculo. Además, tenía que encontrar un hueco para leer el periódico, en el que seguía con interés la evolución del café, que desde hacía poco tiempo cotizaba en la Bolsa de Río de Janeiro.

Pero lo primero de todo, antes de que el calor fuera insoportable, era salir a los campos de café. Vitória se puso un tosco delantal y un viejo sombrero de paja, tomó su cesta, un cuchillo y abandonó la casa. Atravesó un pequeño huerto de hierbas aromáticas que había plantado junto a la casa. Tras la valla de madera, descolorida y agrietada por el sol y la lluvia, tomó un estrecho camino que llevaba hasta los campos. El café ocupaba casi toda la superficie cultivada, pero había también trigo, maíz, verduras y frutales. Había que alimentar a casi trescientos esclavos, además de cincuenta vacas, veinte caballos, cien cerdos y casi doscientas gallinas.

Tras un breve paseo, Vitória llegó al primer campo de café. Unas gotas de sudor asomaban ya sobre su labio superior. El sol caía implacable desde un cielo sin nubes, aunque no serían más de las diez de la mañana. No corría ni un soplo de aire. A lo largo del día, estimó Vitória, el termómetro subiría hasta los treinta y cinco grados. ¡Y eso antes de primavera! Debía darse prisa si no quería volver a casa bañada en sudor. Se acercó a un arbusto y cortó con cuidado un par de ramas especialmente hermosas. Lo mismo hizo en otros tres arbustos, hasta que llenó la cesta. Luego se colocó bien el sombrero de paja y emprendió el camino de regreso. ¡Qué refrescante resultaría ahora un baño en el Paraíba! Pero Vitória descartó inmediatamente aquella idea. Hoy no podía pasarse el día chapoteando en el agua. Además, después de las lluvias el río llevaba mucha más agua de lo normal y, aunque habitualmente serpenteaba perezoso por el paisaje, se había convertido en una corriente impetuosa y traicionera en la que sería mejor no bañarse. Aun así, de lejos parecía inofensivo, brillando al sol y deslizándose como una cinta de seda entre las verdes colinas. Estaba a unos quinientos metros de donde se encontraba ella. Veía el brillo del agua. Vitória no tenía muy buena vista, pero tampoco se acostumbraba del todo a las gafas que su padre le había traído de un viaje a Francia. Conocía de sobra los grandes árboles que bordeaban el río y el camino de arena que llevaba hasta Vassouras por lo que no necesitaba ayuda. Pero algo alteraba la perspectiva habitual. ¿Se había escapado una vaca? Vitória entornó los ojos y se centró en la mancha oscura. Se movía. ¿Un jinete? ¿Sería el hombre que había llamado a la puerta? Vitória se recogió la falda y corrió hacia la casa. Cuando llegó a la valla de su pequeño huerto, se volvió a mirar. La mancha había desaparecido.