Capítulo dos

Para los comissionistas, los intermediarios del café, septiembre era una época en la que no había demasiado trabajo. Los grandes suministros de las fazendas al sur de Río de Janeiro no llegarían hasta unos meses más tarde. En realidad, los cafeeiros, los arbustos del café, podían dar fruto todo el año, pero era en otoño cuando más producían. Así, la recolección principal se realizaba habitualmente en mayo, que además era el mes más seco en la provincia. Si no lo era y a pesar de las esperanzas y las probabilidades climáticas llovía, podía perderse la cosecha entera.

Los frutos recién recolectados se extendían en largas hileras en los patios de las fazendas para que se secaran y los esclavos los movían regularmente con grandes rastrillos para que todos recibieran los rayos del sol. Esta fase de la recolección del café era la más delicada. Si los frutos se secaban demasiado, los granos de café de su interior perdían su aroma. Si no recibían suficiente sol o la lluvia mojaba las cuidadosamente dispuestas hileras de frutos casi secos, los granos se pudrían en su interior.

Pero también tras el secado, cuando a los frutos se les retiraba la pulpa, la cáscara roja, y se liberaban los dos granos que contenía cada uno, se podían producir daños irreparables. Un solo “grano maldito” podía dejar todo un saco de café inservible. Por ello, la selección de los granos la realizaban exclusivamente aquellos esclavos con suficiente experiencia para detectar los granos en mal estado. Se trataba, en general, de frutos que habían madurado demasiado, estaban arrugados y tenían un color negruzco.

Pedro da Silva conocía todo esto perfectamente y era capaz de valorar la calidad de un suministro de café con una simple mirada. Para el comissionista Fernando Ferreira había sido una suerte conocer a Pedro. Al principio, la propuesta de Eduardo da Silva para que aceptara a su hijo Pedro como aprendiz le había parecido una broma pesada. ¿Qué iba a hacer con el hijo malcriado de un rico fazendeiro? Sus modales delicados y su elegante vestimenta sólo despertarían la envidia de los demás empleados. Además ¿se mostraría todavía dispuesto a aprender un joven que ya había cumplido veintitrés años? Pero los reparos del comissionista se desvanecieron cuando Eduardo da Silva se mostró conforme con que su hijo recibiera el salario habitual y no fuera objeto de ningún trato especial. Cuando Pedro da Silva ocupó su puesto bajo la mirada desconfiada de Fernando Ferreira y sus cinco empleados, sabía que en una semana se habría ganado la simpatía de todos ellos. Era inteligente, trabajador, discreto y no se comportaba como los demás hijos de hacendados ricos. Siempre se mostraba amable, y ni siquiera perdía la serenidad ni la alegría con el sofocante calor que en los meses de verano convertía el despacho en un infierno y destrozaba los nervios de todos. Para Pedro da Silva trabajar con Fernando Ferreira era una buena oportunidad para escapar de la agobiante rutina de la provincia. ¡Río de Janeiro! Aceptaría cualquier trabajo con tal de vivir en una metrópoli con todo tipo de diversiones. ¿Y qué podía hacer? Para la medicina no había mostrado ningún talento y al cabo de un semestre había abandonado ya los estudios. El derecho le pareció demasiado teórico después de dos semestres. No estaba hecho para estar todo el día sobre los libros. Así pues, se decidió por lo que mejor conocía gracias a la educación de Eduardo da Silva: el café.

Si Pedro había pensado alguna vez que podría escapar a su destino como sucesor de su padre, sus esperanzas se desvanecían por momentos. Su aprendizaje con Ferreira, que debería culminar con un año de formación con un gran exportador, no le desagradaba tanto como había temido en un principio. La inspección de los suministros y el regateo con fazendeiros y exportadores se le daban bien. Además, de todos los colaboradores de Ferreira, Pedro era el más hábil reclutando trabajadores para descargar vagones. Sólo una minoría de los negros libres que se podían contratar como descargadores en cualquier esquina valía realmente para este trabajo, y Pedro tenía largos años de experiencia con los esclavos de Boavista. Los hombres viejos, débiles o mutilados no servían. Un saco que se cayera al suelo podía reventar o ir a parar a un charco de agua sucia.

Las oficinas estaban en la Rúa do Rosario, una calle ocupada casi exclusivamente por comissionistas. El edificio era de la época colonial y estaba decorado con azulejos de dibujos blancos y azules. En la ventana ponía “Fernando Ferreira & Cia.” con elegantes letras doradas con borde negro. El aroma del café recién tostado invadía la calle durante todo el año, ya que a los exportadores les gustaba que se les tostara y preparara un café para poder calibrar correctamente la calidad de la mercancía. Fue él quien propuso que se moliera, tostara y preparara el café a los clientes importantes; al fin y al cabo el sabor del café dependía del buen desarrollo de cada uno de los pasos del proceso. Fue él también quien cambió las viejas tazas en que Ferreira servía el café a los exportadores por delicadas tazas de porcelana con el borde dorado. Al principio esta medida contó con la desaprobación de Ferreira, que veía así confirmados sus prejuicios sobre el extravagante modo de vida del barón. Pero al final el éxito le dio la razón a Pedro: el café sabía mejor en las elegantes tazas, y aquella distinguida forma de presentación contribuía en parte a conseguir un mejor precio.

También influía el aspecto de Pedro. Sus grandes ojos castaños le hacían parecer más inocente de lo que en realidad era. Con él los clientes no se sentían agobiados ni engañados, como ocurría con otros comissionistas. Al contrario: tras firmar un contrato con Pedro todos quedaban convencidos de que habían hecho un fantástico negocio. La suave voz de Pedro, su amabilidad y su carácter aparentemente ingenuo hacían olvidar a casi todos que el joven da Silva era un agudo calculador.

Fernando Ferreira reconoció enseguida el talento negociador de su empleado. Tras diez meses de duro trabajo Pedro había convencido a su jefe de que, en contra de su costumbre, le concediera unas pequeñas vacaciones. A las personas como Pedro da Silva, pensaba Ferreira, no importaba hacerles concesiones. Al fin y al cabo, el comportamiento del joven no dejaba traslucir que se sintiera diferente a los demás, aunque esto tampoco hacía olvidar a Ferreira que era el único hijo varón de Eduardo da Silva. Algún día Pedro sería el señor de Boavista.

Pedro se alegraba de disponer de unos días libres. Había invitado a unos amigos a Boavista y a continuación viajarían a la provincia de Sao Paulo para visitar a la familia de su amigo Aaron Nogueira. Aaron era un antiguo compañero de estudios que, a diferencia de Pedro, mostraba una capacidad excepcional para la jurisprudencia y había superado con éxito los exámenes. Al ser judío, Aaron no era precisamente la clase de amistad que dona Alma querría para su hijo en Río, pero Pedro no podría haber encontrado un amigo más inteligente y con más sentido del humor que Aaron. Joao Henrique de Barros, en cambio, le encantaría a su madre. En su carta había mencionado expresamente el nombre de su amigo, igualmente antiguo compañero de estudios, y estaba seguro de que dona Alma sabría quién era. Eso suavizaría un poco la situación, pues el tercer invitado no agradaría ni a su madre ni a su padre: León Castro era un periodista conocido fuera de Río por su vehemente defensa de la abolición de la esclavitud. Pedro y Aaron habían conocido al hombre, algo mayor que ellos, en una reunión en Sao Cristóvao y lo admiraban por sus modernas ideas, su destreza retórica y su absoluta carencia de respeto ante cualquier autoridad. León era para ellos un héroe, aunque no todos compartieran sus ideas.

Pedro estaba sumamente sorprendido de que León hubiera aceptado su invitación a viajar con él a Boavista. Todo había surgido por casualidad durante un encendido debate sobre las condiciones de vida de los esclavos. «Al parecer nunca has estado en una fazenda donde viven negros bien alimentados y satisfechos. En serio, León, ven con nosotros a Boavista, cambiarás de opinión. Nuestros esclavos viven bastante mejor que todos esos hombres libres que arrastran su existencia miserable por las calles de Río».

Pedro sentía ahora cierto temor. Su madre le recriminaba que era un liberal incorregible, pero si encima le acompañaban un judío y un defensor de la abolición de la esclavitud, probablemente le llamaría anarquista y convencería a su padre para que le hiciera regresar a Boavista. ¡Qué idea tan horrible! Pedro odiaba la rutinaria vida en la provincia, aunque echaba de menos a su familia, la hacienda, los paseos a caballo en plena naturaleza, los baños en el Paraíba y la vida al aire libre. Pero ¿qué era eso comparado con la excitante, ruidosa, turbulenta y salvaje vida en la ciudad? En el valle del Paraíba la sociedad estaba estrictamente dividida en dos clases: fazendeiros y esclavos. Sólo en las pequeñas ciudades de la provincia, en Valença, Vassouras o Conservatoria, había ciudadanos normales cuyas profesiones, eso sí, se orientaban a satisfacer las necesidades de los fazendeiros. Había maestros, músicos, médicos, tenderos, artesanos, sastres, abogados, banqueros, farmacéuticos, libreros y, naturalmente, soldados y gente al servicio del emperador. La vida transcurría sosegadamente, sin grandes altibajos. Estaba delimitada por las fiestas católicas y por las estaciones del año y, al igual que éstas, se repetía con desmoralizante regularidad. ¡Era todo tan previsible! En abril, la fiesta en casa de los Teixeira; en mayo, la recolección; en octubre, el funeral por su abuelo, al que no había conocido; en enero, el viaje en busca del frescor de las montañas de Petrópolis.

Río, en cambio, bullía. Nunca se sabía lo que iba a pasar al día siguiente. En cualquier momento podías encontrar a personas capaces de narrar aventuras fascinantes. Casi todos los días llegaba un barco de Norteamérica o Europa lleno no sólo de marineros agotados, sino también de jugadores, prostitutas y valiosas mercancías. En Río encontrabas misioneros dispuestos a adentrarse en las selvas del norte, aristócratas ingleses que trataban de ponerse a salvo de sus acreedores en el Nuevo Mundo, intelectuales franceses que veían allí un buen terreno para sus ideas progresistas. Cada vez llegaban más barcos repletos de tristes figuras, judíos rusos que huían del pogromo y campesinos alemanes e italianos que, con sus grandes familias y el gran valor de los desesperados, buscaban empezar una nueva vida en las tierras poco pobladas del sur del país.

Aunque Pedro se compadecía de los forasteros, había algo que envidiaba de ellos: su primera mirada sobre Río de Janeiro. El escenario, que no podía ser más espectacular, ya había sido descrito con eufóricas palabras por viajeros de tiempos anteriores. Las innumerables calas, ribeteadas de blancas playas, dibujaban arriesgadas curvas. Sus extremos parecían tocarse en el horizonte, de forma que a simple vista daban el aspecto de un intrincado laberinto, un delta gigante con cientos de islas. De hecho, cuando los portugueses, en la expedición dirigida por Gaspar de Lemos, llegaron a la bahía casi circular de Guanabara, pensaron que se trataba de la desembocadura de un río, y como esto ocurrió el 1 de enero de 1502, llamaron al lugar donde desembarcaron “Río de Janeiro”, Río de Enero.

Los peñascos de granito, de caprichosas formas, que surgían poderosos en el mar estaban rodeados de espesos bosques, cuyo extraordinario verdor se extendía entre la costa y las montañas. Un paisaje tan incomparable hacía olvidar las penalidades del viaje. Pero en cuanto se conocía Río de cerca, se perdía la visión de la grandiosidad del paisaje, que dejaba paso a otras impresiones. El ruido, el calor sofocante, los mosquitos, la basura, el hedor y el gentío en las calles impedían tener una visión clara de las montañas o el mar.

Pedro estaba contento de escapar durante un tiempo de aquel laberinto en el que a duras penas se orientaba. Estaba en la estación, esperando a sus amigos que llegarían de un momento a otro. Observaba fascinado el ajetreo a su alrededor. El tren que unía a diario Río de Janeiro con Vassouras estaba siendo cargado con artículos de lujo que necesitaban los ricos fazendeiros y sus familias. Se trataba, sobre todo, de productos importados: cosméticos, perfumes, barras de labios, porcelanas, cristal, muebles, libros y revistas, encajes, plumas para sombreros, instrumentos musicales, vinos, licores. Pero también se cargaban grandes cantidades de harina de trigo, puesto que en Brasil, donde no se cultivaba el trigo, el pan blanco era una auténtica exquisitez.

– ¡Aquí estás! Llevo más de media hora buscándote. Pero en este barullo infernal no hay quien se oriente. -Aaron Nogueira, bañado en sudor, se acercó a su amigo-. Esta estación es un horror. Los descargadores no miran por dónde van, ¡qué falta de respeto! Y no hay quien encuentre un mozo que te lleve las maletas. -Agotado, Aaron dejó su equipaje en el suelo. Miró enojado un desgarro que se había hecho en la manga de la chaqueta. Sus rizos rojizos estaban despeinados.