– No quiero volver a pasar por lo mismo otra vez. Estoy harta de que me insulte. ¿Sabes lo que hará cuando se entere de mi embarazo? No, no tienes ni idea de lo que es capaz de hacer, ¿verdad? Te lo diré: o bien creerá que el niño es de Aaron, o bien, en caso de que piense que el hijo es suyo, hará todo lo posible por conseguir él solo su custodia tras la separación. ¡Al diablo, Joana! ¡Jamás sabrá nada del niño!

– ¿No querrás…?

– No, lo voy a tener. Estoy muy contenta. Durante años pensé que el aborto me había dejado estéril, y eso me agobiaba más de lo que yo creía. Traeré al mundo un auténtico brasileño que no tenga que avergonzarse ni de su sangre india, por muy diluida que esté, ni de su madre.

Joana miró a Vitória con el ceño fruncido.

– ¿Qué…?

– ¡Ah! ¿Acaso León no te ha contado la verdad? Siempre pensé que no teníais secretos entre vosotros. La madre de León está viva, es medio india y es una ex-esclava.

Joana se tapó la boca con las manos. A través de los dedos susurró:

– ¡Pobre, pobre hombre!

– Sí, el pobre hombre nos ha tomado el pelo a todos. ¡Joana, entérate de una vez! ¡León es un mentiroso y un cobarde! Me pregunto cómo he aguantado tanto tiempo con él.

– No, Vita, entérate tú. Sólo lo hizo por amor a ti. ¿Te habrías casado con él, orgullosa sinhazinha, si hubieras conocido su origen?

– A lo mejor. No, creo que no. Pero eso no le daba derecho a hacerme tomar una decisión a su favor basada en una horrible mentira.

– ¿Y es tan horrible su origen indio?

– Claro que no. Sinceramente, me gustaría que el niño se pareciera más a dona Doralice que a dona Alma. Es muy guapa, además de inteligente y amable.

– ¿Y quieres privar a una mujer tan maravillosa de su nieto? ¿A tu marido de su hijo? ¿A tu hijo de su padre? ¿Qué le contarás a tu hijo cuando un día te pregunte por su padre?

– No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

– ¿Y a tus padres? Algún día volverán de su viaje. ¿Qué les dirás entonces?

– Convenceré a dona Alma de mi concepción inmaculada y ella me convertirá en santa, algo que, dicho sea de paso, debía haber hecho hace tiempo.

Las dos soltaron una sonora carcajada que poco después se convirtió en un histérico llanto, para luego, cuando se miraron a los ojos enrojecidos, transformarse de nuevo en risa.

– León volverá a ti. No lo puedes evitar. Estáis hechos el uno para el otro, os atraéis de un modo casi mágico. Es como… como una ley de la naturaleza.

– ¡Pamplinas! La única ley de la naturaleza que me interesa en este momento es la que me dicta mi estómago. Tengo que comer algo urgentemente. Y tú también. -Después de una pequeña pausa continuó-: Míranos. Dos urracas lamentándose por los viejos tiempos. Vamos a pensar en mañana. Cenaremos algo, nos iremos pronto a la cama y por la mañana temprano inspeccionaremos la fazenda.

Se puso de pie, le dio a Joana un pañuelo y le pasó el brazo por los hombros.

En el comedor ya estaba puesta la mesa… con un mantel deshilachado, la vajilla desportillada, los cubiertos mal colocados y las copas de coñac. A Joana y Vitória les entró de nuevo la risa nerviosa. Pero antes de que les diera por llorar, Vitória estiró la espalda y llamó a la criada.

– No es culpa tuya, Elena, pero esta mesa es una catástrofe. A partir de mañana sinhá Joana te enseñará el arte de poner la mesa. Te explicará qué cubiertos son los adecuados para cada plato, qué copas se utilizan para cada bebida, cómo se ponen el mantel y las servilletas. A las ocho en punto recibirás la primera lección. Bien, ahora trae la cena, por favor. Y dos servilletas.

Vitória y Joana se comieron en silencio la rabada, un guiso de rabo de buey con verduras y patatas. Estaba sorprendentemente bueno, y los criados, que observaban a sus senhoras desde detrás de la puerta, se sintieron aliviados. Habían tardado mucho en decidir qué debían servir a sus amas llegadas tan de improviso, hasta que a Inés se le ocurrió la excelente idea de la rabada. «Yo sé cocinarla. Y es un plato exquisito». Para los esclavos era un plato de fiesta, aunque para los senhores el rabo de buey era comida para perros. Pero eso no lo sabía ninguno de los cinco, igual que no sabían que si las dos damas se lo comieron tan ávidamente fue porque estaban muertas de hambre.

– Mañana mandaré un telegrama a Río. Quiero que venga Mariana. Ya que no tenemos muchas alegrías, al menos comeremos bien.

Joana asintió.

– Sería estupendo. Pero… quedan tus padres en Río. No les parecerá una buena idea quedarse sin cocinera.

– ¡Cielos, Joana, siempre piensas sólo en los demás! Mis padres se tienen a sí mismos y a sus nuevos amigos, mientras que nosotras somos dos pobres viudas solas y desamparadas. En Río pueden cenar cada noche en los más refinados restaurantes, mientras que nosotras dependemos de los conocimientos culinarios de nuestros sirvientes. Además, creo que Mariana preferirá estar aquí que con mis padres.

– ¿Por qué te consideras una viuda?

– ¿Y por qué no? No hablemos de ello otra vez, por favor. Vamos a planificar los próximos días y semanas. Tenemos tiempo, tenemos dinero, podemos hacer lo que queramos. Tenemos varias posibilidades. Tú, por ejemplo, te puedes ocupar de la educación de Elena, además de arreglar este comedor tan poco acogedor y…

– ¡Para!

Vitória miró a Joana sorprendida.

– No quiero que nadie me anime. Tampoco quiero estar distraída trabajando sin parar. Sólo quiero llorar tranquila mi pena. Y Boavista me parece el lugar perfecto para ello, a pesar de su comedor poco acogedor.

Vitória no podía entender a Joana. Cambiar de ambiente, estar ocupada en pequeños problemas cotidianos fáciles de resolver… eso era lo que las había llevado hasta allí. ¿Cómo podía querer quedarse sentada, con las manos en el regazo, llorando su pena entre ventanas sin limpiar y paredes sin cuadros? Ella también lamentaba muchísimo la pérdida de su hermano. Pero ¿qué tenían que ver con ello la plata sin brillo, los suelos sin limpiar y los manteles deshilachados? Eso tampoco les iba a devolver a Pedro. Sólo las perjudicaría, y Vitória estaba decidida a no dejarse llevar por la autocompasión. En un ambiente cuidado podrían enfrentarse de nuevo a la vida mejor que en la casa abandonada.

Vitória pensó que había llegado el momento de dejar de compadecer a Joana por más tiempo, de decirle sólo bonitas palabras de ánimo. Quizás sería mejor atacarla y despertar su viejo espíritu de contradicción.

– Tú no has vivido nunca en Boavista. Para ti no significa nada que todo esté destrozado y refleje tu propio estado de ánimo. ¿Pero has pensado cómo me siento yo aquí? Nací en esta casa y he pasado veinte años de mi vida en ella. Cada marca oscura en el papel pintado me recuerda el cuadro que antes estaba colgado allí. Esa cortina apolillada que hay a tu espalda evoca los días soleados. Antes tenía que cerrar esa pesada, tiesa y grandiosa cortina para que el calor no entrara en la casa. Y al ver esa mesa tan deteriorada pienso en los apestosos pulimentos con que la cuidábamos antes y en el grueso fieltro que poníamos bajo el mantel para que no se rayara. Para ti todo esto no es más que un escenario en el que has hecho tu entrada como viuda desconsolada. Para mí es el único hogar que he tenido. Pero -concluyó Vitória, que por fin se había desahogado- la mesa no es tuya, ¿por qué ibas a preocuparte por su estado de conservación?

Joana se puso de pie y abandonó la habitación sin decir nada. Estaba temblando, y Vitória se arrepintió enseguida de la dureza de sus palabras. ¡Bueno, mañana Joana estaría bien! Y cuando la casa estuviera de nuevo en un estado más o menos aceptable, se lo agradecería.

Llamó a Elena y le pidió que llamara a los demás criados.

– Para todos los que quizás no hayan oído la conversación entre sinhá Joana y yo: Boavista recuperará su anterior esplendor. Eso significa que se acabó vuestra holgazanería. La estufa permanecerá toda la noche encendida para que sinhá Joana y yo podamos darnos un baño caliente por la mañana. De ello se ocupará Luíz. A las seis estaréis todos en vuestros puestos. Si yo no me he levantado todavía seguiréis las órdenes de Elena. A las siete se servirá el desayuno. En la mesa habrá papaya y mango, huevos y tocino, bollos y mermelada, pan, mantequilla y queso. Necesitamos tomar fuerzas para todo el trabajo que tenemos por delante -Vitória examinó los rostros atónitos de los cinco empleados, a los que era evidente que no les caía bien la sinhá-. Mañana os explicaré a cada uno vuestras tareas en función de vuestras capacidades o habilidades. ¿Alguna pregunta?

Vitória no había contado con que uno de los atemorizados negros tuviera una pregunta. Iba a seguir hablando cuando Inés dijo con los ojos muy abiertos:

– ¿Dónde vamos a conseguir tan rápido papayas y mangos?

– De los árboles, donde cuelgan a cientos, ¿de dónde si no? El joven Sebastiao parece muy fuerte, al salir el sol irá con una escalera a buscar la fruta.

Animado por el valor de Inés, Joaquim se atrevió también a hacerle una pregunta a la sinhá.

– ¿Y dónde vamos a dormir? Las senzalas están totalmente derruidas.

A Vitória le horrorizó la idea de que en las siguientes semanas debería enseñar modales a aquellos inútiles embrutecidos y conseguir que tuvieran un poco de iniciativa.

– En las habitaciones de invitados desde luego no. ¿Qué sé yo? Construid un alojamiento provisional en la despensa, o en el granero. Mañana lo veremos. Bien, ahora podéis marcharos y comeros el resto de rabada. Buenas noches.

Ya estaba en la puerta cuando oyó que el joven Sebastiao les preguntaba en voz baja a los demás:

– ¿Qué significa “provisional”?

En su habitación Vitória comprobó que alguno de los negros había tenido la suficiente iniciativa para subir su equipaje y prepararle la cama. La primera alegría del día. Un comienzo. Las sábanas no estaban planchadas, pero parecían limpias. Vitória se quitó la ropa, la dejó sobre la silla y, en ropa interior, se dispuso a buscar un camisón en su maleta. Unos segundos después dejó de buscar. ¿Para qué necesitaba un camisón? Nadie tomaría la iniciativa de actuar como su doncella y entrar en su habitación. Vitória se desnudó, se arrebujó entre las sábanas y enseguida cayó en un sueño profundo y sereno.


Todavía estaba oscuro cuando se despertó, pero Vitória supo instintivamente que era por la mañana temprano y que pronto amanecería. Buscó las cerillas en la mesilla para encender la lámpara. Luego salió de la cama con energía, alcanzó su vestido que reposaba en la silla y buscó en el bolsillo el reloj que siempre llevaba encima. Las cinco menos diez. Había dormido ocho horas. Se encontraba fresca y llena de la cosquilleante alegría que sentían los niños el día de Navidad o las jovencitas antes de su baile de debutantes. ¿Había soñado algo bonito? No lo recordaba. Pero durante la noche había desaparecido su excitación, su malestar se había transformado en una energía positiva que la embriagaba. Le parecía que en el aire vibraba la promesa de un futuro glorioso. Vitória puso la maleta sobre la cama y empezó a deshacerla. Dejó sus cosas de aseo en el tocador y vio que sólo con eso ya resultaba más acogedora la habitación. Colgó los vestidos en perchas y guardó la ropa interior y las medias en el armario, que olía a moho. ¡Cielos, qué horror! Roció el interior del armario con el perfumador que le habían regalado los criados en Río, y luego se puso el vestido menos arrugado que tenía, que resultó ser también el más claro. ¿Qué le importaba la norma que la obligaba a vestir de luto? Se miró en el espejo y se preguntó por qué hacía tanto tiempo que no se ponía aquel vestido, incluso antes de la muerte de Pedro. Era de color verde claro, de lana muy fina, y no sólo le sentaba estupendamente, sino que además iba muy bien con el estado de ánimo alegre, esperanzado, que la invadía.

Las seis menos cuarto. Enseguida saldría el sol. Vitória corrió las cortinas y se asomó por la ventana, mirando hacia el este, para no perderse ni un segundo del espectáculo. Quería ver cómo el negro del cielo pasaba lentamente a ser azul oscuro, cómo los primeros rayos del sol teñían las nubes de color naranja, cómo aparecían el turquesa y el violeta en el horizonte antes de que asomara la esfera del sol y la tierra despertara a la vida. El silencio fue roto por unos pasos que resonaron en el patio. José bostezaba y se abrochaba la camisa mientras se dirigía hacia la cocina. Tras él iba Inés, que se frotaba los ojos muerta de sueño. Bien, pensó Vitória sonriendo satisfecha, sus palabras no habían caído en saco roto. Cuando el patio volvió a quedar en silencio, Vitória tuvo de pronto la impresión de que no sólo ella había cambiado durante la noche. Tomó aire con fuerza. Sí, ahora que se disipaba el perfume con el que había rociado el armario podía olerlo. ¡El delicado, fascinante, grandioso aroma de las flores del café! ¡El aroma que anunciaba una abundante cosecha, una promesa de felicidad! Vitória cerró los ojos y aspiró con fuerza el aire que olía a todo lo que amaba y era sagrado para ella, que era tan delicioso que casi le producía dolor.