Como si adivinara sus pensamientos, la vieja cocinera llamó en aquel momento a la puerta.
– Entra, Luiza. ¡Ah, veo que nos has preparado un chocolate!
– Sí, sinhazinha, y te lo vas a beber aunque me salgas otra vez con lo del calor. Nunca hace demasiado calor para tomar un chocolate. Y si sigues comiendo tan poco al menos tienes que beber algo bien nutritivo.
– Luiza, no como poco. Tomo raciones con las que antes podría haberme alimentado durante tres días. Si sigo así, después del parto voy a parecerme al senhor Alves.
– ¡Bebe!
Vitória tomó la taza y la olió.
– ¿Le has vuelto a poner pimienta?
– Claro. Y una pizca de nuez moscada y un pellizco de clavo en polvo. Un poquito de canela.
Vitória puso los ojos en blanco, mientras Joana sonreía a la cocinera.
– Me encanta tu chocolate con muchas especias. Levanta el ánimo.
Incluso Vitória tuvo que admitirlo. Aunque la bebida tenía un extraño sabor, resultaba muy reconfortante. Le recordaba a la niñez, a una época sin problemas ni preocupaciones, a la agradable sensación de ser cuidado con cariño y sentirse querido.
– Gracias, Luiza. Puedes irte y fumarte tu pipa bien merecida. Joana cuidará de que me beba todo este asqueroso brebaje.
Vitória le guiñó un ojo a Luiza, y ésta fingió que lo interpretaba como un menosprecio de su dignidad como cocinera.
– ¡Pst, esto me pasa por ser buena! Aquí sólo recibo impertinencias -dijo saliendo de la habitación con un gesto de orgullo.
Tres días después de recibir la carta de Joana y, con ella, la vieja misiva de Vita, León estaba en la cubierta de un moderno barco correo y aspiraba con fuerza el aire salado del mar. Estaba tan frío que le dolían los pulmones y le llenaba los ojos de lágrimas. Sólo dos semanas, pensó León, y alcanzarían el Ecuador, y allí habría ya temperaturas más dignas del ser humano. Y entonces faltarían sólo otras dos semanas para llegar a Río. ¡Cuánto tiempo! Decían que aquel barco había hecho el viaje en el tiempo récord de veinticuatro días. ¡Veinticuatro días también era demasiado tiempo!
Aunque el pasaje le había costado una fortuna y por ello le habían dado una amplia cabina, el viaje se le hizo mucho más aburrido que el de ida. Estaba tan impaciente que no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor. La comida sorprendentemente buena de a bordo, el ameno capitán, el buen tiempo… todo esto apenas lo percibió. En lugar de alegrarse de que aquel año las tormentas de otoño no fueran tan fuertes y de que no hubiera oleaje, lo que permitía mantener una buena velocidad, León estaba furioso por los días perdidos en aquel maldito barco. Como no había más pasajeros con los que pudiera beber algo o jugar a las cartas, no le quedaba más remedio que estar la mayor parte del tiempo mirando la oscura superficie del agua, haciéndose reproches a sí mismo. ¿Por qué no se había dado cuenta de que Vitória estaba embarazada? ¿Por qué había firmado los papeles de aquella maldita separación? ¿Por qué los celos le habían llevado a cometer con Vita todas aquellas acciones imperdonables por las que ella tenía que odiarle?
Pocos días antes de llegar a Río cambió el estado de ánimo de León. Se apoderó de él una euforia que no había sentido desde hacía muchos años. Se asomaba por la borda con la camisa hinchada por el viento, disfrutando de la cálida brisa, saludaba a los marineros con golpecitos en la espalda, se mostraba amable y de buen humor. La tripulación observó la transformación que se había producido en su singular pasajero con el mismo escepticismo que el capitán, pero aceptó de buen grado las generosas propinas de mister Castro. Con todo, se alegraron de no tener que escuchar continuamente sus permanentes ruegos de que fueran más deprisa y de verle bajar por la escalerilla.
León no apreció la salvaje belleza de Río ni el alegre ajetreo del puerto. Ni siquiera perdió tiempo buscando un mozo que le llevara las maletas, sino que bajó a toda prisa del barco con su escaso equipaje, tomó el primor coche que vio y le prometió al cochero que le pagaría el doble si le llevaba a toda prisa primero a Flamengo y luego a la estación. El cochero hizo lo que pudo, hasta el punto de que en una curva el carruaje se inclinó tanto que casi volcó.
– Espéreme aquí. No se atreva a moverse del sitio. Enseguida vuelvo, y seguiremos rápidamente hacia la estación.
León subió de un salto los tres escalones que daban acceso a la casa de Aaron, llamó con fuerza a la campanilla de la puerta y entró precipitadamente cuando un negro le abrió con mucha educación. Entró sin llamar en el despacho donde Aaron se encontraba con un cliente y no se entretuvo con disculpas.
– Aaron, ¿está tramitada la separación?
– ¿Qué…?
– Di, rápido.
– No, no. Ha habido un par de retras…
– ¡Gracias a Dios! Retiro todos mis poderes. No quiero la separación. No tengo tiempo de hacer papeles. Pero este respetable senhor -y señaló al asombrado cliente- es mi testigo. ¡Adeus!
León salió tan deprisa como había entrado.
Llegó a la estación a tiempo de tomar el tren a Vassouras, seguido por los insultos del cochero, que había recibido una libra esterlina por sus servicios y no sabía qué hacer con ella. León no hizo caso de los gritos. Corrió por la estación y no se detuvo hasta llegar al tablón de los horarios. ¡Menos mal que los cambios que había sufrido el país en los últimos años no habían afectado a los horarios de los trenes! Ahí estaba, 11.30, justo lo que él recordaba. Andén 2, tampoco eso había cambiado. El reloj de la estación marcaba las 11.27.
Ya en el tren León, obligado por la necesidad, se dio una pausa para tomar aliento. En el vagón-restaurante le sirvieron un pequeño refrigerio que apenas tocó. De vuelta en su departamento, sacó su neceser: si no podía darse una ducha, de momento tendría que conformarse con la colonia y el peine. Su nerviosismo aumentaba con cada, kilómetro que se acercaban a Vassouras. ¿Y si no había sido tan acertada su repentina decisión de regresar a Brasil? ¿Debería haber escrito antes una carta para anunciar su viaje, explicarlo todo, disculparse y darle a Vita la oportunidad de hacerse a la idea de su llegada? ¿Y si ella se daba tal susto al verle aparecer de pronto que el niño sufría algún tipo de daño? ¡Bah, tonterías! Vita no había sido nunca tan impresionable, y tampoco lo sería ahora aunque estuviera embarazada. Era más probable que le diera con la puerta en las narices como en su primer encuentro. Una ligera sonrisa cubrió sus labios, y disfrutó recordando su primera estancia en Boavista, hasta que el tren se detuvo chirriando y le sacó de sus pensamientos. León fue el primer pasajero que bajó del tren y se dirigió hacia los coches que esperaban en la puerta de la estación.
Pero su precipitación no tuvo éxito.
– ¿Es que en este pueblucho dejado de la mano de Dios no hay un coche que me lleve a Boavista?
– Sí, senhor, pero no a esta hora. Pronto será de noche, y nadie quiere hacer el largo camino de vuelta de noche. Tenemos un hotel muy confortable donde le podrán…
León se dio la vuelta y se alejó del locuaz cochero sin darle siquiera las gracias. Pero a los pocos metros se volvió.
– ¿Cuánto decía que cuesta su caballo?
El cochero miró a León boquiabierto.
– ¿Considera setenta mil réis un precio adecuado? -León buscó en su cartera unos billetes y se los puso al hombre en la mano-. Es dinero inglés. Aproximadamente el doble de lo que vale su caballo. Y si luego tiene alguna duda, ya sabe dónde encontrarme. En casa de mi mujer, Vitória Castro da Silva, en Boavista.
El cochero estaba estupefacto. No pudo articular palabra hasta la noche, durante la cena con su familia, y todavía semanas más tarde contaba a sus amigos y conocidos su curioso encuentro con el gran León Castro.
Vitória se sentía horrorosa. Por muchos cumplidos que le dijeran Joana, Luiza y los demás acerca de su espléndido aspecto, ella sentía que su cuerpo estaba deformado, sus mejillas parecían las de un hámster y sus extremidades se habían hinchado. Hasta los dedos los tenía más gordos, no le entraba ningún anillo. ¡Y aquella horrible ropa! Si antes llevaba siempre vestidos ajustados, ahora sólo podía ponerse vestidos muy amplios. Parecía una matrona regordeta a pesar de las finas telas y los elegantes modelos.
– Estás loca -le dijo Joana hacía poco, después de escuchar sus quejas- Tienes un aspecto fabuloso, mejor que nunca. Tienes el cutis rosado, la piel lisa, y los kilos de más te sientan muy bien. Sabes, Vita, nadie ha querido decírtelo tan directamente, pero en Río al final estaban todos asustados, estabas tan delgada y demacrada… Y ahora mírate: un auténtico deleite para la vista.
Naturalmente, Vitória no daba mucho crédito a las palabras de Joana, y menos a las de los negros. Probablemente sólo querían mimarla. La única que decía la verdad era Florinda. «Has engordado mucho, Vita», le había dicho en su última visita sin querer dar la sensación de que era un cumplido.
– Florinda sólo tiene envidia -opinó Joana-. Como ella está tan gorda registra cada gramo que ganan otras mujeres con la precisión de una balanza de pesar papel, y disfruta con ello. No hagas caso de sus observaciones. Esa estúpida gansa. Me gustaría que ella y su aburrido profesor de piano no vinieran más de visita.
En el fondo Vitória compartía la valoración que Joana hacía de la pareja. Eran provincianos, aburridos y estrechos de miras. Pero las visitas de Florinda y su marido eran una de las pocas cosas que alteraban la rutina diaria, y no iba a renunciar a ellas voluntariamente. Su vida en Boavista era tan solitaria y monótona que cualquier distracción era bienvenida. Vitória casi lamentaba haber perdido el contacto con Eufrasia. Seguro que su vieja amiga habría dado un poco de alegría a la casa o al menos se habría ocupado de que siempre tuvieran un tema de conversación interesante. Joana y ella se pasaban las noches criticando a Edmundo, que las había visitado en un par de ocasiones y que con los años no había perdido nada de su timidez juvenil, por no hablar de sus poco agraciados atributos.
– Tiene saliva seca en la comisura de los labios -observó Joana con asco después de una de sus visitas, a lo que Vitória añadió riéndose:
– ¡Sí, y mis padres querían casarme con ese… paleto!
Joana la miró atónita.
– ¿Y eso por qué?
– Sencillamente porque tenía dinero. ¡Sí, y ahora no tiene nada!
Aunque en ese sentido Vitória tenía que reconocer que Edmundo había salvado la situación bastante mejor que otros.
No se quejaba continuamente, como Eufrasia, ni recurría a soluciones interesadas, como Rogério. Había salvado la fazenda de sus padres dedicándose a la producción de leche, un negocio que si bien no estaba muy bien visto, al menos daba algún beneficio.
Joana y Vitória conocieron a algunos de sus nuevos vecinos, y sus visitas esporádicas les producían tanta alegría como las breves visitas del joven Padre y la llegada de sus pedidos de Vassouras o del coche-correo, que aparecía por allí a lo sumo una vez a la semana. A Vitória apenas le quedaba nadie con quien le mereciera la pena comunicarse. Había mandado a su marido al exilio, su hermano había muerto, sus padres se habían ido lo más lejos posible. Apenas tenía amigos. A veces le escribía Aaron, pero sus cartas no sonaban como las de un buen amigo, sino como informes comerciales.
Joana, en cambio, recibía correo con más regularidad. Gracias a las cartas de sus padres, de sus amigos y de su hermano se mantenían informadas de todo lo que ocurría en Río. Loreta Witherford mantenía a su amiga al corriente de la vida social de la capital; su hermano le escribía largos relatos sobre sus atrevidos ensayos de vuelo; y Aaron entretenía a Joana contándole en tono distendido las pequeñas aventuras que él y sus amigos comunes tenían a diario en la gran ciudad.
La última carta que Aaron escribió a Vitória llegó a la vez que la de Joana, y ya a simple vista a Vitória le llamó la atención que su ejemplar era más impersonal que el de su amiga. A Joana le contaba una divertida anécdota sobre su casera, a la que había visto cogiendo hormigas bitú en el patio para luego asarlas; a Vitória, en cambio, le informaba en tono frío sobre algunas posibles inversiones interesantes. ¡Ella, Vitória, había sido la mejor amiga de Aaron, no Joana! ¡A sus negocios había dedicado él su tiempo libre, a ella la había mirado con cariño, con ella había jugado al ajedrez por las tardes! Pero bueno, pensó Vitória intentando superar aquel pequeño ataque de celos, Joana era una pobre viuda y necesitaba que la animaran. Y seguro que Aaron pensaría que se leían las cartas una a la otra, no tenía por qué escribir las cosas dos veces. ¿O se comportaba así porque entre Joana y Aaron iba surgiendo un inocente romance? ¿Era posible? ¿Tan pronto tras la muerte de Pedro? Pero quién sabía, en algún momento, cuando la pena de Joana fuera menor, cuando los sentimientos de Aaron hacia ella, hacia Vitória, se apagaran… harían una pareja perfecta.
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