Vitória intentó apartar la idea de una posible relación entre Aaron y Joana. No quería que la felicidad futura de otros, aunque estuviera basada en meras suposiciones, le recordara continuamente su propia soledad. ¿Podría ella enamorarse otra vez? ¿Habría en el mundo algún hombre que estuviera a la altura de León? ¿Cómo podía haber permitido que se alejaran tanto, por qué no había luchado por él? ¿Cómo podía haber llegado a decir que no amaba a León? ¡Cielos, era el hombre más inteligente, atractivo y elegante que había conocido! ¡Y le echaba de menos más de lo que se puede echar de menos a nadie!
Cuanto más tiempo estaba sin verle, más palidecían los recuerdos de los peores episodios de su vida en común, y más importancia adquirían los buenos momentos. Algunas noches Vitória se quedaba despierta durante horas en la cama, escuchando el silencio en que quedaba sumida Boavista, e imaginaba los escenarios llenos de color, alegría y erotismo, que en su mente tenían una fascinante sensualidad que probablemente no tenían en la realidad. Su primer viaje en coche, a escondidas, en Río, su cita en el viejo árbol, su romántica excursión al bosque de Tijuca… ¡ah, qué momentos tan maravillosos habían vivido!
¿Y tenía que renunciar a todo eso el resto de su vida porque ponía su tranquilidad por encima de su amor? ¡No! Prefería que León la sacara de quicio cien veces al día, que la irritara, la besara, la insultara y la amara, antes que soportar aquella monótona vida de viuda de pega. ¿Tenía que ver pasar su vida como un tranquilo arroyo cuando había conocido el bramido de las mareas? Al cabo de unas semanas ya había tomado una decisión: escribiría a León, le enviaría la vieja carta que lo explicaba todo. Le pediría perdón, por sus acusaciones, por la falta de confianza en su sinceridad y su honestidad. Le pediría que volviera. Si no lo hacía por ella, al menos que lo hiciera por el hijo que ella esperaba. Le diría que le necesitaba. Y a lo mejor incluso que le quería.
– Joana, ¿dónde está la funesta carta que encontraste entre los papeles de Pedro? Ya sabes, la “prueba”.
Joana puso un gesto de arrepentimiento. Se encogió de hombros y miró a Vitória con seriedad.
– Ya no la tengo.
– ¿Qué quiere decir que no la tienes? ¡No puedes tirar mis cartas así como así, no iba dirigida a ti!
– No la he tirado -Joana tragó saliva-. Pero no te enfades conmigo, Vita. No fue fácil tomar esa decisión, puedes creerme. Pero después de mucho pensar llegué a la conclusión de que esa carta debía llegar a su destino original.
Vitória miró a su cuñada con incredulidad.
– Sí, Vita. Se la he mandado a León.
– ¿Sin decírmelo, sin mi consentimiento? Oh, Joana, ¿cómo has podido?
– Tú no me habrías dejado mandarla. Eres tan testaruda que la habrías roto y, con ello, habrías destruido la prueba de tu inocencia, y la de León. ¿Pero cómo te has acordado de ella? ¿Para qué quieres ahora esa carta?
– ¡Cielos, Joana! La quería para tapar las grietas de las senzalas, ¿para qué si no?
– Lo ves.
Vitória puso los ojos en blanco. Joana tenía a veces menos fantasía y sentido del humor que una silla de ordeñar.
Pocos días después de esta conversación ya había desaparecido el sentimiento de culpa de Joana por haber actuado por su cuenta y el malestar de Vitória por la intromisión de su amiga en sus asuntos. Las dos mujeres estaban de nuevo sentadas en el salón, una montando los puntos para tejer un traje de bautizo, la otra concentrada en un bordado de flores. Habían tenido un satisfactorio día lleno de acontecimientos: inspeccionaron las vallas que habían mandado arreglar, trabajaron en el huerto de hierbas aromáticas y recibieron un pedido de libros procedente de Río. Los Abrantes pasaron a verlas para presentarles la candidatura de Dionisio Abrantes a la alcaldía, y el novio de Inés, al que le gustaría vivir en Boavista, se ofreció para trabajar como herrero y mozo de cuadras. Por la mañana Joana y Vitória se bañaron y luego, con el pelo mojado, dejaron que Elena les cortara las puntas. A Vitória le parecía como si Joana fuera su hermana, como si hubieran estado juntas desde el jardín de infancia y hubieran vivido muchos momentos como ése. Se rieron como dos niñas, y por un momento olvidaron la viudez y la separación, la responsabilidad y las preocupaciones de la vida diaria. El bebé empezaba a dar fuertes patadas en el vientre de Vitória, y ésta permitió por primera vez a su cuñada poner su mano sobre su cuerpo para notar las primeras señales de vida del nuevo ser. ¡Qué bonito habría sido que fuera León el que hiciera ese gesto! Realmente tenía que ser él quien se alegrara con ella de la maravilla que habían creado juntos, quien le tocara suavemente el vientre, quien la sonriera extasiado. «¡Ay, no vuelvas a pensar en ello!», se dijo Vitória. Y enseguida volvió a recobrar la serenidad, duramente conseguida.
– Estas flores son muy complicadas para mí. Creo que será mejor que borde algo más sencillo a punto de cruz en esta camisita.
– ¿Por qué? Está muy bien -dijo Joana después de echar un rápido vistazo a la labor de Vitória.
– Pero a este ritmo terminaré la camisita cuando el niño tenga diez años.
Un vacilante toque en la puerta eximió a Joana de dar una respuesta. Las dos mujeres levantaron la vista.
– Sí, Inés, ¿qué ocurre? -dijo Vitória, asombrada de su aparición a una hora tan tardía.
– Tiene visita, sinhá Vitória.
– ¡Vaya! No he oído que llamaran.
– Ha llamado a la puerta trasera.
– Bien. ¿Y quién es?
– No conozco a ese, ejem, senhor. Tampoco parece un senhor. Pero dice que es su esposo.
Vitória se quedó sin respiración. ¿Era posible? No, León estaba en Inglaterra, y no podía haber regresado en tan poco tiempo. ¿Un farsante, un ladrón? ¿Pero quién iba a intentar entrar allí con una mentira tan atrevida y fácil de descubrir? Tenía que tratarse de alguien muy tonto… o de una broma pesada. Vitória se levantó de golpe y salió empujando a la muchacha.
– ¡Bah, espera, vas a ver cómo usa las piernas para salir corriendo! -murmuró mientras cruzaba el recibidor a toda prisa.
– No hace falta, sinhazinha. Ya las he usado para entrar. Vuestra criada no ha tenido la amabilidad de hacerme pasar.
– ¡León!
A Vitória le costó mucho reprimir el impulso de correr hacia él y abrazarle. Pocas veces se había alegrado tanto de verle, aunque tenía un aspecto realmente lamentable. Iba sin afeitar, mechones de pelo le colgaban por la cara, estaba sudando y llevaba la ropa sucia. ¿No sería un dejà-vu? Estaba igual que la primera vez que lo vio. ¡Cielos, era inquietante! Con la boca abierta Vitória miraba fijamente a aquella figura que era como una aparición procedente de otro mundo, de otros tiempos.
– ¡Vita, querida esposa! Tus arrebatos de alegría son muy halagadores.
León hizo desaparecer su irónica sonrisa y la miró fijamente. ¡Qué guapa estaba! La sorpresa había hecho que abriera mucho los ojos -¡ah, aquellos divinos y brillantes ojos azules!- mientras que el rubor cubría sus mejillas. La mirada de León descendió por su cuerpo, se detuvo un instante en su vientre abultado y luego volvió a cruzarse con la de ella. Su corazón latía muy deprisa. Estaba tan desbordado por la alegría, el amor, el orgullo, que no se le ocurrían palabras apropiadas. Durante unos segundos los dos se quedaron uno frente al otro, sobrecogidos, paralizados por aquella brusca explosión de sentimientos, hasta que por fin Vitória rompió el silencio.
– Ya no soy tu esposa. ¿Lo has olvidado?
¡¿Demonios, no se le podía haber ocurrido algo menos arisco?!
– Por una vez en mi vida estoy agradecido de que la burocracia sea tan lenta en Brasil. Nuestra separación no estaba tramitada, y después de haber anulado los poderes, ya no se tramitará.
Vitória tragó saliva. Nerviosa, se pasó la mano por el pelo, sus rizos sedosos colgaban por su espalda.
– ¿No me vas pedir que pase al salón para ofrecerme algo de beber? He hecho un viaje infernal.
– Sí, sí, entra -tartamudeó Vitória.
Joana, que había reconocido la voz de León al momento, se puso de pie y corrió hacia su amigo con los brazos abiertos.
– ¡León! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Y tan pronto!
– El soborno que le he pagado al capitán del barco ha sido exorbitante.
Joana salvó la situación antes de que resultara embarazosa. Asumió el papel de anfitriona con toda naturalidad, habló animadamente con León, contándole todo lo que había pasado en los meses que llevaban en Boavista. Y gracias a que ella tomó la iniciativa, Vitória tuvo tiempo para recobrar el ánimo. Estaba muy agradecida a Joana, que después de una media hora, se puso de pie y se despidió.
– No paro de decir tonterías, y seguro que vosotros tenéis cosas más importantes que contaros.
Vitória esbozó una sonrisa.
– Sí, que duermas bien.
Pero apenas hubo cerrado Joana la puerta, volvieron a llamar y Elena asomó la cabeza.
– ¿Desea algo más, sinhá?
– No, gracias, puedes retirarte.
El embarazoso silencio entre Vitória y León fue interrumpido unos minutos más tarde por otra nueva aparición. Esta vez era Inés la que preguntaba si sus señores querían algo.
Vitória se puso de pie de un salto.
– ¡Ya está bien, cotillas! ¡Ya tendréis mañana ocasión de observar al senhor León! ¡Fuera, todos, rápido!
Desde la puerta hizo un movimiento nervioso con la mano como si quisiera espantar a las moscas y vio cómo Inés salía corriendo.
Cuando se dio la vuelta para volver a su sitio, León estaba justo delante de ella.
Oyó su respiración. Notó los latidos de su corazón. Y luego sintió sus dedos bajo su barbilla, que él levantó suavemente.
– Mírame, sinhazinha.
Sus pupilas eran muy grandes, su mirada enigmática.
– ¡Oh, Vita! No puedes imaginar cuánto he ansiado que llegara este momento.
– Sí, claro que puedo.
Se alejó un poco para poder interpretar bien la expresión del rostro de Vitória.
– ¿Sí? ¿Y por qué no me has escrito tú, sino Joana?
– Se adelantó. En realidad, me alegro. Yo no habría encontrado las palabras adecuadas. Igual que ahora.
– No tienes que decir nada. Te entiendo.
– ¿Tú crees?
León asintió. Atrajo suavemente a Vitória hacia su cuerpo, la abrazó e inclinó su rostro sobre ella. Cuando sus labios se rozaron, Vitória sintió tal arrebatadora felicidad que casi pierde el sentido. ¡Oh, cómo lo había echado de menos, qué agradable sensación!
Su beso se hizo más intenso, adquirió tal fuerza que el mundo podría haberse hundido bajo sus pies sin que ella se hubiera dado cuenta. Un único pensamiento giraba en su cabeza. Y cuanto más duraba el beso, aquel pensamiento se iba haciendo cada vez más claro: ¡Nunca, nunca dejaría que León se volviera a marchar!
Ana Veloso
Ana Veloso, nacida en 1964, es licenciada en Filología Románica y vivió muchos años en Río de Janeiro.
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