– Vamos -dijo Nick, tomándola de la mano.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Ir andando -sugirió él.

Habían caminado dos kilómetros cuando oyeron un sonido tras ellos. Había oscurecido y lo único que podían ver eran dos luces que se acercaban.

– Yo creo que es un camión. A lo mejor tenemos suerte.

Y la tuvieron. El camión, cargado con paja, paró al ver que le hacían señas y el conductor sacó la cabeza por la ventanilla.

– Han perdido el último autobús, ¿verdad?

El hombre iba a descargar la paja a un kilómetro del chalé y accedió a llevarlos hasta allí. Los dos saltaron alegremente a la parte trasera del camión y se tumbaron sobre la fragante carga.

– Tendré que ir por el coche mañana -dijo Nick. Había muchas cosas que quería decir, pero no encontraba las palabras. En lugar de eso, tomó la mano de Katie y se quedó allí tumbado mirando las estrellas mientras el camión iba dando tumbos por la estrecha carretera. Cuando bajaron, dieron las gracias al hombre y se dirigieron hacia la casa, iluminada por la luna. Los dos estaban agotados y Nick preparó un poco de cacao caliente, que Katie aceptó con una sonrisa. El sonreía para sus adentros, con una alegría interior desconocida para él hasta aquel momento-. Katie -llamó, cuando ella se dirigía a la escalera.

– ¿Sí?

– Nada -contestó Nick, después de unos segundos-. Buenas noches.

Quería estar solo para ordenar sus confusos pensamientos. Aquel día había visto tantas caras desconocidas de Katie que la cabeza le daba vueltas. Nunca era la misma persona de un minuto al otro y él no podía seguirla.

Una vez había sido una mocosa que había convertido su vida en un infierno, pero los años la habían transformado en una mujer bellísima a quien podía confiar sus pensamientos más íntimos. Nick se fue a dormir pensando en lo curiosa que era la vida… ¡Pero estaba a punto de descubrir que el bichejo venenoso no había muerto!

Capítulo 10

Nick se levantó temprano por la mañana y decidió ir caminando a Mainhurst. Cuando asomó la cabeza en el dormitorio de Katie, la encontró profundamente dormida y le dejó una nota diciéndole que había ido al pueblo. Su coche estaba arreglado y, cuando volvió a la casa, Katie había desaparecido. Su nota decía que había salido a montar a caballo y le pedía que se reuniera con ella. Nick se preparó algo de comer y estaba a punto de salir cuando alguien llamó a la puerta. Al abrir, se encontró a una joven con un enorme ramo de rosas rojas.

– Para la señorita Deakins.

– Muy bien. Démelas -dijo él, sorprendido. Cuando estaba colocando las rosas sobre la mesa, la nota que había en el ramo cayó al suelo. Era una nota con el logo del hotel Redmont en el pueblo de Chockley, a unos treinta kilómetros de allí. Nick sintió que se enfurecía al leer: Vayas donde vayas, te encontraré. J.R.-. Por Dios bendito, tiene espías que le informan de todos sus movimientos -murmuro entre dientes-. Muy bien, ha llegado el momento de que este Ratchett y yo tengamos unas palabras.

Tirando el ramo de flores sobre el asiento trasero del coche, se dirigió a Chockley. El hotel Redmont era el más caro de la zona; un sitio elegante y lujoso.

– ¿Cuál es la habitación del señor Ratchett? -preguntó en recepción, con el ramo de flores en la mano.

Se sentía incómodo frente a la mirada sorprendida de la recepcionista y se dio cuenta demasiado tarde de la impresión que debía dar con aquel ramo de rosas en la mano.

– El señor Ratchett se aloja en la suite del primer piso -dijo la mujer-. Quizá su secretario…

– No, gracias. Quiero hablar con el propio Ratchett -la interrumpió él, dirigiéndose a la escalera. Al volverse, vio por el rabillo del ojo que la recepcionista tomaba el teléfono.

Nick subió las escaleras de dos en dos y llamó a la puerta marcada ampulosamente como: suite real. La puerta fue abierta inmediatamente por un hombre joven con cara de susto. Nick pasó a su lado casi sin mirarlo y tiró las rosas sobre una mesa.

– Veo que su jefe no es suficientemente hombre como para enfrentarse conmigo. Pero dígale que no pienso irme hasta que hable con él.

– ¿Perdone? -preguntó el joven, sorprendido.

Tenía acento australiano y una voz profunda que contrastaba con su apariencia frágil. Estupefacto, Nick recordó que había oído aquella voz antes…

– ¡Usted es Jake Ratchett?

– Pues sí. ¿Por qué parece tan sorprendido?

– La recepcionista me habló de un secretario…

– Sí, lo contraté cuando llegué aquí. No puedo dejar de trabajar, vaya donde vaya. Mi padre es difícil de complacer -contestó el joven, mirando las flores con angustia-. Veo que a Katie no le han gustado. ¿Le ha molestado que le enviara rosas rojas? Ah, bueno, claro. Ha debido pensar que yo daba por hecho… Debería haberle enviado rosas blancas o crisantemos. Pero es que no le gustan los crisantemos.

Nick no sabía qué pensar. Aquel chico tímido no podía ser el Jake Ratchett de sus pesadillas.

– Creo que tenemos que hablar.

– ¿Quiere tomar algo? -ofreció Jake con amabilidad.

– Café, por favor. Solo y con azúcar.

Jake llamó al servicio de habitaciones y pidió café con el tono de alguien que está acostumbrado a que lo sirvan. Pero sólo eso. Por lo demás, tenía unos ojos castaños enormes, como los de un cachorro y su tono de voz era pausado.

– Katie debe de estar muy enfadada para devolverme las flores -suspiró.

– Katie no las ha visto. Yo soy el que está enfadado. He venido a decirle que la deje en paz, que no la siga por todas partes. Katie está angustiada y nerviosa.

– ¿Angustiada y nerviosa? -repitió Jake, horrorizado-. No lo sabía. La verdad es que siempre se ríe de mí. He intentado ser el hombre que busca…

– Mire, -lo interrumpió Nick- aquí hay un malentendido. Por cierto, no me he presentado. Me llamo Nick Kenton.

– Estaba deseando conocerlo, señor Kenton -dijo Jake, estrechando su mano.

– ¿Me conoce?

– Sí, Katie me ha hablado de usted. Me ha dicho que es el hermano de su cuñado y que está cuidando de ella mientras está en Londres.

En ese momento, llegó el café y Jake actuó como anfitrión. Parecía un hombre educado e inofensivo.

– No puede ser usted el hombre con el que he hablado por teléfono. El hombre que llamaba era un tirano y usted es… -pero no terminó la frase.

– Sólo puedo hacerlo por teléfono -explico Jake-. Cuando tengo a alguien enfrente, no me atrevo. ¿Me he pasado con el tono dominante?

– Desde luego.

– ¡Ay, Dios! Lo siento. Mire, dejemos de hablar de mí. ¿Katie se encuentra bien?

– Perfectamente. Había salido a cabalgar cuando me marché.

– Pero usted ha dicho que está asustada. ¿No ha ido nadie con ella por si sufre una caída?

Nick miró al joven con simpatía.

– Está loco por ella, ¿verdad?

– Es muy fácil enamorarse de Katie -sonrió el joven-. Es inevitable. Consigue que uno quiera hacer cualquier cosa por ella.

– Y ella lo sabe -murmuró Nick.

– ¿Usted también…?

– No -contestó él rápidamente-. Katie se dedica a hacerme la vida imposible. Es su gran diversión.

– No creo que eso sea verdad -protestó Jake suavemente-. Katie es una chica de gran corazón.

– Se dedica a destrozarme la vida, se lo aseguro.

Nick había hablado en broma, pero no había humor en la expresión de Jake.

– Estoy seguro de que está equivocado. Katie es una mujer generosa, dulce y…

– Ya sé que es todas esas cosas, pero también es una pequeña bruja y una lianta. Mire, no la estoy criticando. Sólo estoy explicándole por qué no estoy enamorado de ella.

– ¿Seguro que no lo está?

– Claro que no. No todos los hombres están enamorados de Katie.

– Todos los que yo conozco, sí.

– Pues no debería dejárselo tan claro. En lugar de tirarse a sus pies, ¿por qué no se hace el duro para ver si funciona?

– ¿Para qué voy a hacerme el duro si no le intereso lo más mínimo?

Nick no sabía qué contestar y, simplemente, se tomó su café. Cuando dejó la taza sobre la mesa, Jake le sirvió otro amablemente.

– ¿Usted no toma café?

– Nunca tomo estimulantes. Pero la verdad es que necesito algo -dijo, abriendo la nevera y tomando una botella de agua mineral.

– Parece que sabe cuidarse -dijo Nick, señalando la nevera, llena hasta los topes.

– Mi yogur favorito no se encuentra en todas partes, así que viajo con él -explicó Jake-. Pero en el hotel han sido muy amables y me han buscado un queso bajo en calorías. Bueno, ya sé que soy un poco extravagante.

– En absoluto -dijo Nick.

– Señor…

– Por favor, llámame de tú -dijo Nick-. Haces que me sienta como un anciano.

– Lo siento. Es que, como cuida de Katie, yo le miro como a un padre.

– ¿No me digas? Pues no soy su padre.

– Quiero decir que, como es usted mayor…

– Tengo veintinueve años -interrumpió Nick, irritado.

– Quiero decir que es usted una figura paterna, una autoridad en la que ella puede buscar refugio.

– Jake, será mejor que no le hables a Katie de mi supuesta autoridad porque si lo haces, te dará una patada en la espinilla.

– Es una chica llena de energía, ¿verdad?

– Desde luego.

– Por eso es tan emocionante estar con ella.

– Es agotador estar con ella -corrigió Nick-. Y seguirla desde Australia no ha sido buena idea.

– No he venido a Inglaterra sólo por Katie. Mi padre tiene negocios aquí y alguien tenía que atenderlos. Aunque admito que me ofrecí voluntario.

– ¿Cómo te enteraste de que estábamos aquí?

– Les seguí desde Londres. No era fácil mantener la distancia para que no se dieran cuenta, pero lo conseguí.

Nick lo miró con simpatía.

– ¿Cuántos años tienes, Jake?

– Veinticuatro.

– Hazme caso y olvídate de Katie. Ella es demasiado para ti.

– Lo siento, señor pero usted no comprende lo que siento.

– Claro que lo comprendo -dijo Nick suavemente-. Yo también tuve veinticuatro años y estaba enamorado de una mujer que… Bueno, el caso es que yo intentaba ser la clase de hombre que ella quería que fuera. Y al final, la perdí porque apareció un hombre con una enorme sonrisa.

– Pero… una mujer tiene que apreciar a un hombre que intenta superarse para ella. ¿No cree?

– Por supuesto, pero si sólo es eso lo que hay entre los dos, no vale para nada. Tiene que haber magia, tiene que haber algo. Si no lo hay, es una pérdida de tiempo. No puedes enamorarte de alguien sólo porque esa persona esté enamorada de ti, ni puedes dejar de amar a alguien porque no te ame -explicó, sorprendiéndose a sí mismo. Y tampoco podía enamorarse de una mujer porque fuera elegante, distinguida y una esposa adecuada, se decía a sí mismo. Si no había magia, se encontraría casado con la primera y soñando con una cría de ojos alegres y un perverso sentido del humor. Porque ella sí era mágica. También era irritante e insoportable. Podía hacer que uno se subiera por las paredes. Pero era mágica-. ¿Por qué no cenas con nosotros esta noche?

– ¿Lo dice de verdad? -preguntó el joven, con los ojos brillantes.

– Tanta perseverancia se merece una recompensa. Pero yo creo que es hora de que empieces a olvidarte de ella. Eres demasiado bueno para Katie.

– Ningún hombre es demasiado bueno para Katie -la defendió el chico apasionadamente.

– Jake, tú eres un buen muchacho, pero Katie no es una diosa. Es una bruja, un bicho que disfruta volviendo loco a todo el mundo.

– Sí, es verdad. Es inolvidable.

– Y tú eres imposible -suspiró Nick-. Bueno, pon las flores en agua y así podrás dárselas esta noche.

– ¿Darle flores que no sean frescas? -preguntó, como si fuera un insulto-. No podría hacerlo. Le compraré un ramo nuevo, el mejor que encuentre.

No había esperanzas para aquel chico, pensaba Nick.


Katie volvió a la casa por la tarde. Había cabalgado durante horas y, al final, se había perdido. Para variar.

No había ni rastro de Nick, pero lo que vio en el salón la dejó parada en la puerta. Había una mesa puesta para dos, con la mejor vajilla, copas de cristal y servilletas inmaculadas a cada lado de los platos. Un aroma delicioso llegaba de la cocina y oía a Nick canturreando.

Una sonrisa gigante se extendió por la cara de Katie. Le brillaban los ojos mientras observaba cada detalle de la mesa, preparada para pasar una velada romántica.

– Nick -llamó alegremente, dirigiéndose a la cocina-. Nick…

Se encontraron en la puerta de la cocina, de donde él salía con una ensaladera y una servilleta como mandil.

– Vaya, por fin has llegado.

– Sí, lo siento. Me he perdido. Si hubiera sabido que ibas a preparar…

– No lo sabía hasta hace unas horas -dijo él, dejando la ensaladera sobre la mesa-. Pero ha pasado una cosa que me ha hecho cambiar de planes.