– ¡Tú eras tan inocente como Atila! Y no eras una niña. Tenías dieciséis años.
– Pero tú no lo sabías.
– ¡Eso es irrelevante!
– ¡No lo es!
– Desde luego hay una cosa que no ha cambiado, Katie. Eras irritante entonces y lo sigues siendo ahora.
– Lo mismo digo.
Nick y Katie dejaron las hostilidades a un lado mientras cenaban. Nick había reservado mesa en un restaurante italiano que contaba, afortunadamente, con la aprobación de Katie. Su llegada había causado una pequeña conmoción y dos jóvenes camareros casi llegaron a las manos por el privilegio de atenderla.
– ¿Por qué estás tan triste? -preguntó ella, mientras comían spaguetti.
– No estoy triste. Sólo estoy pensando. Cuando hice mis planes, pensaba en una niña. Obviamente, tendré que cambiarlos.
– ¿Has hecho planes para mí? -rió ella-. Estupendo. ¿Qué planes?
– No sé, visitas por la ciudad y esas cosas.
– ¿Vas a llevarme a la Torre de Londres?
– Puedes ir a verla, pero no será conmigo. Te compraré una guía e irás tú sólita.
– ¿No vas a venir conmigo?
– No.
– ¿Vas a dejarme sola en una ciudad tan peligrosa como Londres? -preguntó Katie-. Supón que me secuestran.
– ¡No tendré esa suerte!
– Y que piden rescate.
– Lo pagaría para que se quedasen contigo -afirmó él. Katie lanzó una carcajada, mientras enrollaba un spaguetti en su tenedor con gran dedicación. Observando su habilidad, Nick tenía que admitir que era una de las pocas mujeres que conocía que podían comer spaguetti con gracia-. ¿Qué tenías en mente cuando decidiste venir a Londres?
– No sé, -empezó a decir ella- ir a ver museos, al teatro, comprar ropa y pasarlo bien.
– Pues vas a estar muy ocupada estas dos semanas.
– Necesitaré más de dos semanas.
– Isobel me dijo que serían dos semanas como máximo -dijo él, sintiendo un escalofrío por la espalda.
– Sí, es verdad. Pero creo que necesitaré más tiempo.
– ¿Cuánto más?
– No lo sé. Depende de si lo paso bien o no. Además, me lo merezco. He trabajado mucho durante los últimos años -suspiró. Como si fuera Cenicienta, pensaba Nick.
– ¿Haciendo qué?
– Ayudando a mi padre en la granja. No hay muchos empleados, así que he estado trabajando como una esclava. Me levantaba al amanecer y me acostaba antes de que anocheciera. Esa ha sido mi vida. No sabes lo que significa para mí estar por fin en una gran ciudad. Es abrumador.
Cuando Nick estaba a punto de empezar a sentir simpatía, descubrió un brillo irónico en los ojos verdes de Katie.
– Corta el rollo -ordenó-. Has estado viviendo en Sidney y tu padre es alérgico al polen.
– ¿Y tú cómo sabes eso?
– Me lo contó Isobel.
– ¡Ah, claro, si te lo contó Isobel…! -exclamó ella, sarcástica.
– Creo que lo mejor será que olvidemos lo que he dicho en la estación -dijo Nick, poniéndose colorado.
– No te preocupes. No has dicho que aún estuvieras enamorado de ella. Eso me lo he imaginado yo.
– Pues te imaginas mal -dijo él, entre dientes.
– No te ves la cara. Sigues loco por ella.
– ¡Deja de decir tonterías! Isobel es la mujer de mi hermano.
– Pero antes era tu novia. Aunque, nunca llegasteis a…
– No. De eso te encargaste tú.
– ¿Perdón?
– Nada. Y te lo voy a decir por última vez: no estoy enamorado de Isobel.
– ¿No?
– Claro que no.
– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí, conmigo? -preguntó ella, como si acabara de sacar un conejo del sombrero-. Si no estuvieras intentando impresionar a mi hermana con tu inquebrantable devoción, yo estaría tirada en un cubo de basura -añadió. Aquello estaba tan cerca de la verdad que Nick sólo podía mirarla, sin decir nada-. Vamos, admítelo. No quieres tenerme en tu casa…
– No hay que ser un genio para adivinar eso. ¿Por qué iba a querer tenerte en mi casa? Tengo trabajo, cosas que hacer… Pero eres la cuñada de mi hermano y sigues siendo muy joven, aunque te creas muy lista. Isobel me ha pedido que cuide de ti para que no te metas en líos y eso es lo que voy a hacer.
– No sé si vas a ser capaz, Nick -sonrió ella, con un brillo burlón en los ojos.
– ¿Es que nunca has oído hablar de cosas como la lealtad o el deber? -preguntó él, intentando recuperar la iniciativa.
– ¡Ah! Soy un deber.
– Desde luego, un placer no eres -replicó él.
– Eso que acabas de decir es una grosería -se quejó ella-. Vengo del otro lado del mundo, esperando recibir algo de calor y me encuentro con un muro de piedra -añadió, escondiendo la cara.
– Vamos, Katie, no quería hacerte daño.
– Lo sé -replicó ella, llevándose el pañuelo a los ojos-. Supongo que no es culpa tuya que seas tan insensible, Nick. La naturaleza te ha hecho así. No te puedes imaginar lo que es estar tan lejos y soñar con tu familia…
– Pero no soñabas conmigo, ¿verdad? Y, si soñabas, imagino que en los sueños me clavarías agujas -ironizó él. En ese momento, vio que las lágrimas asomaban a sus ojos-. Katie, no llores. Era una broma. Perdona, no quería ser tan grosero.
– De verdad, Nick, es como quitarle un caramelo a un niño -dijo ella entonces, sonriendo de oreja a oreja-. No deberías dejar que te tomase el pelo con tanta facilidad.
– Pero, ¿serás… -empezó a decir él-. Ahora me acuerdo de que solías llorar cuando te daba la gana.
– Sí, entre todos mis otros pecados, deberías haber recordado ése -asintió ella.
– ¿Qué voy a hacer contigo?
– Por ahora, darme de comer. ¿Dónde está la lasaña que habíamos pedido?
Los camareros aparecieron a su lado como por encanto y, mientras uno retiraba el plato de spaguetti, el otro servía la lasaña y un tercero aparecía para servir el vino. Ella los recompensó con una sonrisa deslumbrante y los tres jóvenes se quedaron embobados.
– Habría muchos chicos jóvenes en Australia, supongo -dijo Nick, admirado ante aquella exhibición de poder.
– No lo sé. Es posible -contestó ella, como sin darle importancia.
– ¿Has perdido la cuenta?
– No, me parece que no he conocido tantos.
– Si lo que estoy viendo aquí es un ejemplo, yo pensaría que sí has conocido a muchos.
– ¿A qué te refieres? -preguntó ella, con aire de inocencia-. Ah, los camareros. ¿No pensarás que están pendientes de mí?
– No te hagas la tonta. No se ve una cara como la tuya todos los días.
– ¿De verdad te parezco guapa, Nick? -sonrió ella, iluminando parte del salón.
– Pasable -contestó él, negándose a morder el cebo.
– ¡Ja!
– No pienso seguirte el juego. Déjalo para impresionar a los críos de tu edad. Mientras estés aquí, yo soy como tu padre.
– No creo que seas mucho mayor que yo.
– No demasiado, pero te recuerdo que Isobel te crió y que yo estuve a punto de casarme con ella.
– ¿Casarte con ella? De eso nada.
– Prefiero no hablar de eso, si no te importa -dijo él, irritado.
– Has empezado tú, diciendo que eres como mi padre. De verdad, Nick, no deberías infravalorarte de ese modo. Tampoco estás tan mal.
– ¿Quieres terminar de cenar, por favor?
– Era una broma. No te habrá molestado, ¿verdad?
– Pues sí -contestó él. Katie seguía comiendo su lasaña con un apetito sorprendente-. Veo que tienes buen apetito -observó-. ¿No me digas que tú no miras las calorías?
– Nunca me preocupo por mi peso -contestó ella, indiferente-. Como lo que quiero y no engordo… ¿no pensarás que estoy gorda? -preguntó, alarmada de repente, pasándose las manos por las caderas.
– No estás gorda -contestó él, incapaz de apartar los ojos de la figura femenina.
– ¿Estás seguro? Mírame bien.
– Te estoy mirando bien.
Era curioso lo diferente que era de Isobel. Las dos hermanas eran de piel clara, pero la piel de Isobel era como la leche, mientras que la de Katie era más bien como de melocotón. Isobel parecía pintada en tonos pastel, mientras Katie brillaba con colores vivos y radiantes. Su corta estatura no le restaba atractivo, más bien al contrario.
Satisfecha de su figura, Katie seguía comiendo.
– Isobel me ha dicho que te has convertido en un banquero.
– Bueno, no exactamente. Trabajo para una firma bancaria como asesor financiero y me va muy bien.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan prosaico? ¿Dónde está la emoción?
– ¿Qué emoción?
– La emoción de conducir la máquina del progreso -dijo ella teatralmente-. De mover las ruedas del dinero. Isobel me había dicho que eras un tipo importante.
– ¿Ah, sí? -preguntó él, intentando que su expresión no mostrara lo complacido que se sentía por el comentario.
– Y que tenías un apartamento de lujo con vistas al río. Estoy deseando verlo.
– Iremos a casa en cuanto termines de cenar. Patsy está deseando conocerte.
– ¿Patsy? -preguntó ella, con una voz un poco hueca.
– Es mi secretaria. Te gustará, es una persona muy cariñosa.
– Qué bien -dijo Katie, sin mirarlo.
– Va a quedarse en casa mientras tú estés en Londres.
– ¿Por qué? ¿Por si acaso me decido a atacarte? Dile que no tiene que preocuparse por eso.
– No digas tonterías. Por cierto, no te he hablado de Derek. Es mi compañero de piso y…
– ¿Es joven?
– Sí.
– ¿Guapo?
– Las mujeres parecen creer que sí. Pero te aconsejo que no le prestes atención.
– Eso va a ser difícil si vamos a vivir bajo el mismo techo.
– Esa es la razón por la que Patsy va a vivir con nosotros.
Katie lanzó una carcajada.
– Estás intentando proteger mi virtud. Qué simpático.
– Katie, una chica no puede compartir piso con dos hombres solteros sin que la gente murmure.
– Si tu compañero es tan serio y tan tieso como tú, no hay nada de qué preocuparse.
– Si Derek fuera como yo, no habría ningún problema -suspiró él.
– Nick, si hubiera más hombres como tú, el mundo tendría muchos problemas.
– ¿Es que no puedes hablar en serio?
– Estoy hablando en serio -contestó ella-. Háblame de Derek. ¿Trabaja contigo?
– No, se dedica a los ordenadores. Inventa sistemas, programas y esas cosas. Es una especie de genio, pero su personalidad podría definirse como rebelde. Le gusta «apurar la copa de la vida», como él dice. Pero yo creo que lo que le gusta es apurar todas las copas que le pongan por delante.
Demasiado tarde se dio cuenta Nick de que había dicho exactamente lo que no debería haber dicho.
– ¡Ese Derek tiene que ser divino! ¿Cuándo voy a conocerlo?
Nick decidió que tendría que pensar las cosas dos veces antes de decirlas. Estaba impresionado por el cambio que se había producido en Katie y no acertaba a hacer las cosas bien.
Y era culpa de ella, sentada allí como una diosa, con aquellos misteriosos ojos verdes que parecían prometer mil cosas. Derek se volvería loco al verla.
Nick estaba preparado para una Katie rebelde, salvaje, pero nadie le había advertido que se encontraría con una Katie bellísima. En aquel momento, la situación parecía abocada al desastre e Isobel lo culparía por ello.
– Lo conocerás esta noche -dijo él-. Suponiendo que se decida a dormir en casa.
– Ese chico parece fascinante. Además, si a ti no te gusta, a mí me tiene que encantar.
– Muchas gracias -dijo él, irritado.
– Puede que sea mi tipo.
– Ninguna mujer sensata se acercaría a él.
– ¿Y desde cuándo soy yo sensata? Isobel es la sensata y, sin embargo… -empezó a decir ella, pero no terminó la frase. Tenía la cara ladeada y lo miraba a través de las pestañas más largas que Nick había visto en su vida.
– ¿Qué?
– Nada.
– ¿Qué ibas a decir de Isobel?
– Sólo que se le fue la cabeza cuando conoció a Brian. Creo que tu hermano destapó a la Isobel insensata y que eso era lo que ella quería.
– Si has terminado de cenar, -dijo él, cortante- deberíamos marcharnos.
Mientras iban hacia su casa, Nick intentaba ser amable de nuevo. Era el primer viaje de Katie a Londres y parecía tan emocionada por todo lo que veía que era imposible no sentir simpatía. A pesar de eso, seguía poniendo a prueba su paciencia, sobre todo cuando le pidió que fuera más despacio para ver unos escaparates sin tener en cuenta el tráfico o cuando lo obligó a parar en medio de una calle porque había visto el modelo de sus sueños. Cuando Nick había conseguido encontrar aparcamiento y se dirigía hacia la tienda, ella salía de ella con una bolsa en la mano y los ojos brillantes.
– ¿Te ha costado muy caro? -preguntó él. Katie le dijo el precio-. ¿Cuánto?
– Es un poco caro, pero es un modelo exclusivo. Me encanta, es como si lo hubieran hecho para mí.
– Bueno, si a ti te gusta -comentó él, encogiéndose de hombros.
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