– ¿Me puedes atender rápidamente? -le pregunté-. Tengo que ir a ver a mi familia. Sólo quiero tres libras de lengua y otras tres de salchichas.
Pieter dejó lo que estaba haciendo y pasó por alto las voces de indignación de la anciana a la que estaba atendiendo.
– Claro que si yo fuera joven y te sonriera, también me servirías enseguida -le increpó cuando él me dio mis paquetes.
– Ella no me ha sonreído -replicó Pieter. Miró a su padre y luego me pasó un paquete más pequeño-: Para tu familia -me dijo en voz baja.
Ni siquiera le di las gracias; agarré el paquete y me fui a la carrera.
Sólo los ladrones y los niños corren así.
Corrí todo el camino hasta llegar a casa.
Mis padres estaban sentados uno al lado del otro en el banco de la entrada ambos con la cabeza gacha. Cuando llegué hasta ellos, tomé la mano de mi padre y me la llevé a la mejilla. Me senté junto a ellos en silencio.
No había nada que decir.
Después de aquello vino un tiempo de mucha pesadumbre y tristeza. Todo lo que hasta entonces había significado algo -dejar la colada lo más blanca posible, el paseo diario a la compra, la tranquilidad del estudio- dejó de ser importante, aunque seguía estando allí, como cuando te das un golpe y se te queda un bultito bajo la piel: sólo te acuerdas cuando lo tocas.
Mi hermana murió al final del verano. Ese otoño fue muy lluvioso. Me pasaba la mayor parte del tiempo tendiendo la ropa en cañas dentro de la casa y moviéndolas para acercarlas al fuego, a fin de que las prendas se secaran antes de que les saliera moho, pero sin quemarlas tampoco.
Tanneke y María Thins se mostraron bastante amables conmigo cuando se enteraron de lo que había pasado con Agnes. Tanneke consiguió controlar su mal humor durante varios días, aunque enseguida empezó a regañarme y a enfadarse, teniendo que ser yo entonces quien la aplacara. María Thins no me hablaba mucho, pero adoptó la costumbre de calmar a su hija cuando ésta se enfurecía conmigo.
Parecía que Catharina no se hubiera enterado de lo de mi hermana o que si se había enterado no lo dejara ver. Enseguida saldría de cuentas y, como había previsto Tanneke, se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, dejando a Johannes a cargo de Maertge. El pequeño empezaba a andar y mantenía muy ocupadas a las niñas.
Las niñas ni siquiera sabían que yo tenía una hermana, así que no se enteraron tampoco de que la había perdido. Sólo Aleydis parecía darse cuenta de que me pasaba algo. A veces venía a sentarse a mi lado y se pegaba a mi cuerpo como un cachorrito buscando calor entre los repliegues de su madre. Me consolaba de una forma sencilla como nadie podía hacerlo.
Un día Cornelia salió al patio, donde yo estaba tendiendo la ropa, y me dio una muñeca vieja.
– Ya no jugamos con ella. Ni siquiera Aleydis. ¿Quieres llevársela a tu hermana? -anunció poniendo cara de buena, y yo supe que había debido de oír a alguien hablar de la muerte de Agnes.
– No, gracias -fue todo lo que alcancé a decir, casi atragantándome con las palabras.
Sonrió y desapareció.
El estudio siguió vacío. No empezó otro cuadro. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, bien en la Hermandad, bien en Mechelen, la posada de su madre, al otro lado de la plaza. Yo seguía limpiando el estudio, pero se convirtió en una tarea más, en otra habitación más que barrer y a la que quitar el polvo.
Cuando iba a la Lonja de la Carne me costaba trabajo mirar de frente a Pieter el hijo. Su amabilidad me hacía daño. Tendría que corresponderle de alguna manera, pero no lo hacía. Tendría que sentirme halagada, pero no lo estaba. No quería sus atenciones. Llegué a preferir que me despachara su padre, quien me tomaba el pelo, pero no me pedía nada, salvo que me mostrara crítica con la carne que me servía. Ese otoño comimos muy buena carne.
Algún domingo me acercaba a la fábrica de Frans y le apremiaba para que viniera a casa conmigo. Vino dos veces y alegró un poco a mis padres. Hasta hacía un año habían tenido tres hijos en casa; ahora no les quedaba ninguno. Cuando Frans y yo nos juntábamos allí, les recordábamos tiempos mejores. Una vez mi madre incluso se rió, hasta que se dio cuenta y se calló, moviendo reprobatoriamente la cabeza.
– Dios nos ha castigado por dar por supuesta nuestra buena suerte -dijo-. No debemos olvidarlo.
No era fácil ir a casa. Descubrí que después de haber estado sin ir los domingos que duró la cuarentena, mi casa se había convertido en un lugar extraño. Me empezaba a olvidar de dónde guardaba mi madre las cosas, de qué tipo de azulejos recubrían la chimenea y de por dónde entraba el sol en cada momento del día. Tan sólo unos meses después, me costaba menos trabajo describir la casa del Barrio Papista donde trabajaba que la de mi familia.
A Frans, sobre todo, se le hacía cuesta arriba ir a casa. Tras muchos días y noches de trabajo le apetecía reírse y bromear o, al menos, dormir. Supongo que yo lo coaccionaba con la esperanza de que la familia volviera a estar unida. Pero era imposible. Después del accidente de mi padre ya no éramos la misma familia.
Cuando regresé un domingo de casa de mis padres, Catharina se había puesto de parto. La oí gemir al entrar. Me asomé a la Sala Grande, que estaba más oscura de lo habitual -habían cerrado los postigos inferiores para darle cierta intimidad-. Estaba allí María Thins con Tanneke y la comadrona. Cuando me vio, María Thins me dijo:
– Ve en busca de las niñas, las he mandado a jugar fuera. No tardará mucho ya. Vuelve dentro de una hora.
Me alegró irme. Catharina metía mucho ruido y no me parecía discreto escucharla en aquel estado. Además sabía que no me quería allí.
Busqué a las niñas en su lugar favorito, el Campo de la Feria, a la vuelta de la esquina de la casa, donde se vendía y compraba el ganado. Cuando las encontré estaban jugando a las canicas y a pillarse unas a otras. El pequeño Johannes correteaba tambaleándose detrás de ellas y, todavía inseguro, tan pronto se sostenía en pie como se tiraba al suelo y gateaba. No era el tipo de juego que nos hubieran permitido en domingo, pero los católicos tenían ideas distintas.
Cuando se cansó de corretear, Aleydis vino a sentarse conmigo.
– ¿Tardará todavía mucho mamá en tener el niño? -me preguntó.
– Tu abuela me ha dicho que no. Enseguida volvemos con ellos.
– ¿Se pondrá contento papá?
– Supongo que sí.
– ¿Pintará ahora más deprisa?
No contesté. La pequeña hablaba por boca de su madre. No quería oír más.
Cuando volvimos, él estaba parado en la puerta.
– ¡Papá, llevas puesto el gorro! -exclamó Cornelia.
Las niñas corrieron hasta él e intentaron quitarle el gorro acolchado que se ponen los hombres para la ocasión, cuyas cintas le llegaban por debajo de las orejas. Parecía orgulloso al tiempo que azorado. Me sorprendió; ya había sido padre cinco veces y pensé que estaría acostumbrado. No tenía ninguna razón para estar azorado.
Es Catharina la que quiere tener hijos, pensé entonces. Él preferiría estar solo en el estudio.
Pero eso no era justo. Yo sabía cómo se hacían los niños. Él también tenía algo que ver en ello y debía de haber cumplido más que de buen grado con su papel. Y por difícil que fuera Catharina, a menudo lo había visto mirarla, rozar su hombro o hablarle en tono meloso.
No me gustaba pensar en él como hombre casado y con hijos. Prefería pensar en él solo en el estudio. O no del todo solo; conmigo.
– Habéis tenido un hermanito, niñas -dijo-. Se llama Franciscus. ¿Queréis verlo? -las condujo dentro mientras yo me quedaba en la calle con Johannes en los brazos.
Tanneke abrió los postigos de la Sala Grande y se asomó fuera.
– ¿Está bien mi señora? -pregunté.
– Oh, sí. Arma mucho alboroto, pero no le pasa nada. Está hecha para tener hijos; le salen como las castañas de la cáscara. Ahora entra, el amo quiere hacer una oración de gracias.
Aunque incómoda, no podía negarme a rezar con ellos. Los protestantes hacían lo mismo después de un buen parto. Llevé a Johannes a la Sala Grande, que ahora estaba mucho más iluminada y llena de gente. Apenas lo puse en el suelo se lanzó a trompicones junto a sus hermanas, que estaban reunidas alrededor de la cama. Habían levantado las cortinas que la cercaban, y Catharina estaba incorporada sobre un montón de almohadones meciendo a un niño entre sus brazos. Aunque tenía cara de cansancio, sonreía, por una vez feliz. Mí amo estaba de pie a su lado, la vista baja, contemplando a su nuevo hijo. Aleydis le agarraba de la mano. Tanneke y la comadrona retiraban y limpiaban palanganas y sábanas manchadas de sangre, mientras que la nueva ama de cría aguardaba junto a la cama.
María Thins vino de la cocina con una botella de vino y tres vasos en una bandeja. Cuando la dejó sobre la mesa, él soltó la mano de Aleydis, se retiró un paso o dos de la cama y se arrodilló junto con María Thins. Tanneke y la comadrona dejaron lo que estaban haciendo y también se arrodillaron. Y luego el ama de cría, las niñas y yo nos arrodillamos igualmente; Johannes se retorcía, llorando, al obligarle Lisbeth a quedarse quieto.
Mi amo dijo una plegaria para agradecer al Señor el buen nacimiento de Franciscus y el haber preservado la vida de Catharina. Luego añadió ciertas fórmulas católicas, en latín, que yo no entendí, pero no me importó mucho. Tenía una voz baja y suave.
Cuando terminó la oración, María Thins sirvió los tres vasos de vino y él y ella y Catharina bebieron a la salud del recién nacido. Entonces Catharina se lo entregó al ama de cría, quien se lo puso en el pecho.
Tanneke me hizo una seña y nos dirigimos a preparar el arenque ahumado y el pan para la cena de las niñas y del ama de cría.
– No tardaremos en empezar con los preparativos del festín -observó Tanneke mientras poníamos la mesa-. A tu señora le gusta celebrar los nacimientos por todo lo alto. No nos dejará parar.
Este festín fue la celebración más importante que tuve a ocasión de presenciar mientras estuve en la casa. Teníamos diez días para disponerlo todo, diez días para limpiar y cocinar. María Thins contrató a dos chicas durante una semana para que ayudaran a Tanneke con la comida y a mí con la limpieza. La que me ayudaba a mí no era muy despierta, pero trabajaba bien siempre que le dijera exactamente lo que tenía que hacer y la vigilara de cerca. Un día lavamos -estuvieran o no limpios- todos los manteles y servilletas que se iban a necesitar en el banquete, así como todas las ropas de la casa -camisolas, camisas, vestidos, cofias, cuellos, pañuelos, gorros y delantales-. La ropa de cama nos llevó otro día. Luego fregamos todas las jarras de cerveza, las copas, las fuentes, los peroles de cobre, las sartenes, las rustideras, los cucharones, las cucharas, así como lo que los vecinos nos habían prestado para la ocasión. Le sacamos brillo al bronce, el cobre y la plata. Descolgamos las cortinas y las sacudimos fuera y lo mismo hicimos con los cojines y las alfombras. Enceramos la madera de las camas, los armarios, las sillas y las mesas y los alféizares, hasta dejarla brillante.
Cuando acabamos tenía las manos llenas de grietas y casi en carne viva.
Todo estaba limpio para la fiesta.
María Thins encargó cordero y ternera y lengua y un cerdo entero, y liebre y faisán y capones, ostras y langostas y caviar y arenques, vino dulce y la mejor cerveza, así como dulces especialmente preparados por el panadero.
Cuando le entregué a Pieter el padre la nota con los encargos de María Thins, éste se frotó las manos.
– Con que una boca más que alimentar. Mejor para nosotros.
Llegaron grandes ruedas de queso Gouda y de queso Edam y alcachofas y naranjas y limones y uvas y ciruelas, y almendras y avellanas. Incluso enviaron una piña, regalo de un primo rico de María Thins. Nunca en mi vida había visto una piña, y su piel rugosa y con pinchos no me la hacía muy apetecible. En cualquier caso, no era a mí a quien iba destinada. Ni ésta ni el resto de los alimentos, que apenas probamos, salvo algún bocadito que Tanneke nos daba a degustar de vez en cuando. Me dejó probar un poquitín de caviar, que me gustó menos de lo que admití, pese a toda su fama, y un poco del vino dulce, que estaba maravillosamente especiado con canela.
Se almacenó carbón y leña en el patio y unos espetones para asar cedidos por un vecino. También se almacenaron en el patio los barriles de cerveza, donde asimismo se asó el cerdo. María Thins contrató a un muchacho para que vigilara los fuegos, que estuvieron encendidos toda la noche una vez que empezamos a asar el cerdo.
Mientras se llevaban a cabo todos estos preparativos, Catharina permaneció en cama con Franciscus, bajo los cuidados del ama de cría, serena como un cisne. Y un cisne parecía, con su largo cuello y su pico afilado. Intentaba mantenerme lo más lejos posible de ella.
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