– Así le gustaría que estuviera la casa siempre -farfulló Tanneke mientras estofaba las liebres y yo calentaba agua para limpiar las ventanas-. Le gusta verlo todo patas arriba. ¡Reina de las sábanas!

Tanneke dejó escapar una risita y yo la acompañé, sabiendo que no debía animarla a mostrarse desleal, pero no por ello dejando de alegrarme cuando lo era.

Él se mantuvo alejado durante los preparativos, encerrado en el estudio o fuera, en la Hermandad. Sólo lo vi una vez, tres días antes del banquete. La chica que había venido a ayudar y yo estábamos en la cocina sacando brillo a los candelabros cuando Lisbeth vino a buscarme.

– El carnicero pregunta por ti -dijo-. Está fuera, en la puerta.

Dejé la gamuza, me limpié las manos en el delantal y la seguí por el pasillo. Sabía que sería el hijo. Nunca me había visto en el Barrio Papista. Al menos no tenía las encarnadas chapetas que solía tener en las mejillas de colgar la colada humeante.

Pieter el hijo había dejado el carrito cargado con todos los pedidos de María Thins delante de la casa. Las niñas lo inspeccionaban. Sólo Cornelia se dio la vuelta. Cuando aparecí en el umbral, Pieter me sonrió. Yo no me alteré y no me sonrojé. Cornelia me observaba.

No era la única. Sentí su presencia detrás de mí; había venido detrás de nosotras por el pasillo. Me volví a mirarlo y vi que se había dado cuenta de la sonrisa de Pieter y también de su expectación.

Pasó la vista de Pieter a mí. Sus ojos grises me miraron con frialdad. Yo sentí que me mareaba, como si me hubiera levantado súbitamente. Volví a mirar al frente. La sonrisa de Pieter ya no era tan abierta. Se había dado cuenta de mi desfallecimiento.

Me sentía atrapada entre los dos hombres. No era un sentimiento muy agradable que digamos.

Me eché a un lado para hacerle paso a mi amo. Al llegar a la Molenpoort giró sin decir una palabra o dedicarnos una mirada. Pieter y yo lo vimos irse; los dos guardamos silencio.

– He traído el pedido -dijo por fin Pieter-. ¿Dónde quieres que lo ponga?


Aquel domingo, cuando fui a casa de mis padres, no quise contarles que había nacido otro niño. Pensé que les traería a la mente la pérdida de Agnes. Pero mi madre lo había oído en el mercado, de modo que me hicieron contarles todo lo relativo al nacimiento y la oración con la familia y los preparativos que se habían hecho para la fiesta. Mi madre se preocupó al ver cómo tenía las manos, pero le prometí que lo peor había pasado ya.

– ¿Y de los cuadros, qué? -preguntó mi padre-. ¿Ha empezado alguno nuevo?

Siempre esperaba que le describiera un cuadro nuevo.

– Nada -contesté-. No he estado mucho tiempo en el estudio esta semana. Todo sigue igual allí.

– Puede que sea un poco vago -comentó mi madre.

– No es un vago -salté yo enseguida.

– Tal vez no quiere hacerse cargo -dijo mi padre.

– No sé lo que quiere -dije, con más énfasis del que había pretendido. Mi madre se me quedó mirando. Mi padre se rebulló en el asiento.

No dije nada más sobre él.


El día de la fiesta los invitados empezaron a llegar hacía el mediodía. Para la hora señalada había tal vez cien personas entre el interior y el exterior de la casa, tanto en el patio como en la calle. Había toda suerte de invitados: ricos mercaderes junto con el panadero, el sastre, el farmacéutico, el zapatero. También estaban los vecinos, Y la madre y la hermana de mi amo, y los primos de María Thins. Y otros pintores, y otros hermanos de la Hermandad, así como Van Leeuwenhoek y Van Ruijven y su esposa.

Incluso Pieter el padre estaba, sin su delantal manchado de sangre, haciéndome señas y sonriéndome cuando pasaba a su lado con una jarra de vino especiado.

– Bueno, bueno, Griet. No sabes lo celoso que se puso mi hijo al enterarse de que iba a pasar la velada contigo.

– No lo creo -susurré, alejándome de él, azorada.

Catharina era el centro de atención. Se había puesto un vestido de seda verde que le habían arreglado para que le cupiera la tripa, que todavía no se le había reducido. Sobre éste llevaba el manto ribeteado con piel de armiño con el que había posado la mujer de Van Ruijven. Resultaba raro verlo sobre los hombros de otra mujer. No me gustó verlo en ella, aunque, claro está, tenía todo el derecho a llevarlo, puesto que era suyo.

También se había puesto un collar y unos pendientes de perlas, y sus rizos rubios estaban bellamente recogidos. Se había recobrado muy bien del parto y estaba muy alegre y grácil, liberado su cuerpo del peso que había llevado durante meses. Se movía con agilidad de una habitación a otra, bebiendo y riéndose con sus invitados, encendiendo velas, pidiendo más comida y reuniendo a la gente. Sólo se paró para hacerle unos mimos a Franciscus cuando el ama estaba dándole de mamar.

Mi amo estuvo mucho más tranquilo. Se pasó casi toda la velada hablando con Leeuwenhoek, aunque a menudo seguía con la vista a Catharina en sus idas y venidas por la habitación entre los invitados. Llevaba una elegante chaqueta de terciopelo y el gorro propio de la ocasión, y parecía a gusto aunque no muy interesado en la fiesta. A él no le agradaban las multitudes tanto como le agradaban a su mujer.

Ya entrada la noche, Van Ruijven se las apañó para acorralarme en el pasillo cuando yo pasaba con una vela en una mano y una jarra de vino en la otra.

– Vaya, vaya, la doncella de los ojos grandes -exclamó, inclinándose sobre mí-. Hola, muchacha -me agarró por la barbilla y con la otra mano me obligó a levantar la vela para iluminarme la cara. No me gustó la forma en que me miró.

– Deberías pintarla -dijo por encima del hombro.

Mi amo estaba detrás de él. Tenía el ceño fruncido. Parecía que quisiera decirle algo a su patrón, pero no se decidiera a ello.

– Griet, sírveme vino.

Pieter el padre había aparecido en la puerta del Cuarto de la Crucifixión y me extendía una copa.

– Sí, señor.

Di un paso atrás, liberando mi barbilla de los dedos de Van Ruijven, y atravesé el pasillo rápidamente hacia Pieter el padre. Sentía un par de ojos clavados en mi espalda.

– Lo siento, señor. No queda nada en la jarra. Voy a buscar más a la cocina -me apresuré por el pasillo, apretando la jarra contra mi cuerpo para que no se dieran cuenta de que estaba llena.

Cuando volví unos minutos después sólo quedaba Pieter el padre, que aguardaba apoyado en la pared.

– Gracias -le dije en voz baja al llenarle la copa. Me guiñó un ojo.

– Valió la pena por oírte llamarme señor. No volveré a oírlo, ¿no? -levantó la copa como si estuviera haciendo un brindis y bebió.


Después de la celebración del nacimiento, el invierno cayó sobre nosotros y la casa se transformó en un lugar frío y aburrido. Además de todo el trabajo que nos costó limpiarla, ya no teníamos una meta a la que mirar. Las niñas, incluso Aleydis, se portaban mal, exigían nuestra atención y apenas nos ayudaban. María Thins pasaba más tiempo que antes arriba, en sus habitaciones. Franciscus, que había estado muy calladito durante toda la fiesta y sus preparativos, empezó a sufrir de gases y no dejaba de llorar. Emitía un sonido estridente que se oía por toda la casa, en el patio, en el estudio, en la bodega. Dada su forma de ser, Catharina se mostraba sorprendentemente paciente con el crío, pero regañaba a todos los demás, incluido su esposo.

Yo había conseguido sacarme a Agnes de la cabeza mientras hacíamos todos los preparativos, pero pasado el ajetreo su recuerdo volvió aún con más fuerza. Ahora que tenía tiempo para pensar, pensaba demasiado. Era como un perrito lamiéndose sus heridas, sólo para empeorarlas.

Y lo peor de todo es que él estaba contrariado conmigo. Desde la noche que Van Ruijven me arrinconó, tal vez incluso desde que Pieter el hijo me sonrió, se había vuelto más distante. También parecía que me cruzaba con él con mayor frecuencia que antes. Aunque salía mucho -en parte para escapar de los lloros de Franciscus-, siempre parecía que yo entraba por la puerta en el momento en que salla él o bajaba las escaleras cuando él las subía o barría el Cuarto de la Crucifixión cuando él entraba en busca de María Thins. Incluso un día que estaba haciendo un recado para Catharina me lo encontré en la Plaza del Mercado. Él siempre bajaba ligeramente la cabeza, se hacía a un lado y me dejaba pasar sin mirarme.

Lo había ofendido, pero no sabía cómo.

El estudio también era un lugar frío y aburrido. Antes lo llenaba un ambiente de trabajo y de finalidad; era allí donde se pintaban los cuadros. Ahora, aunque enseguida barría y limpiaba la menor mota de polvo, no era más que un cuarto vacío que sólo esperaba que se posara el polvo. No quería que fuera un sitio triste. Quería poderme refugiar en él, como lo había hecho antes.

Una mañana, María Thins vino a abrirme la puerta y la encontró ya abierta. Nos asomamos a la penumbra. Él estaba dormido en la mesa, con la cabeza entre los brazos, de espaldas a la puerta. María Thins se retiró de la puerta.

– Debe de haberse subido aquí por los lloros del niño -dijo en un susurro. Yo intenté volver a mirar, pero ella bloqueaba el paso. Cerró la puerta suavemente-. Déjalo que duerma. Luego subes a limpiar.

Al día siguiente, abrí todos los postigos del estudio y examiné la habitación a mi alrededor en busca de algo que hacer, algo que pudiera tocar sin ofenderle, algo que pudiera mover sin que él lo notara. Todo estaba en su sitio: la mesa, las sillas, la mesa de despacho llena de papeles y libros, el armario con los pinceles y espátulas cuidadosamente dispuestos encima, el caballete arrimado a la pared con las paletas limpias al lado. Los objetos que había pintado habían sido retirados y guardados en el almacén o habían vuelto al uso de la casa.

Una de las campanas de la Iglesia Nueva empezó a dar la hora. Me acerqué a la ventana y me asomé. Al llegar a la sexta campanada sabía lo que haría.

Calenté agua en el fuego, cogí jabón y unos trapos limpios, los llevé al estudio y me puse a limpiar las ventanas. Tenía que subirme a la mesa para llegar a los cristales más altos.

Estaba lavando la última ventana cuando lo oí entrar. Me volví sobre el hombro izquierdo, con los ojos bien abiertos.

– Señor -empecé a decir nerviosa. No sabía cómo explicarle el impulso de limpiar que había tenido.

– Párate ahí.

Me quedé paralizada, espantada de haber hecho algo que iba contra su voluntad.

– No te muevas.

Me miraba como si de repente hubiera aparecido un fantasma en el estudio.

– Lo siento, señor -dije, soltando el trapo en el cubo de agua-. Debería haberle preguntado antes. Pero como ahora no está pintando nada y…

Parecía sorprendido, y entonces agitó la cabeza de un lado a otro.

– ¡Ah, las ventanas! Puedes seguir con lo que estabas haciendo.

Hubiera preferido no limpiar en su presencia, pero como seguía allí parado, no tuve más remedio. Aclaré el trapo en el agua, lo escurrí y volví a pasarlo por dentro y por fuera de los cristales.

Terminé la ventana y me eché un poco atrás, para ver cómo había quedado. Entraba una luz clara.

Él seguía detrás de mí.

– ¿Le parece bien, señor? -le pregunté.

– Vuelve a mirarme por encima del hombro.

Hice lo que me decía. Me estaba estudiando. Volvía a interesarse por mí.

– La luz -dije-. Es más clara ahora.

– Sí -dijo-. Sí.

A la mañana siguiente habían vuelto a poner la mesa en la esquina dedicada a escenario y la habían cubierto con un tapete rojo, amarillo y negro. También habían arrimado una silla a la pared del fondo y encima habían colgado el mapa.

Había empezado de nuevo.

1665

Mi padre quería que volviera a describirle el cuadro.

– ¡Pero si está igual que la última vez! -le dije.

– Quiero volver a oírlo -insistió, acercando el cuerpo al fuego sin levantarse de la silla.

Sonaba igual que Frans cuando era pequeño y le decían que ya no quedaba más comida en la cazuela. Por marzo mi padre empezaba a impacientarse porque acabara el invierno y dejara de hacer frío y saliera el sol. Marzo era un mes impredecible. Era imposible saber lo que podría suceder. Los días más cálidos hacían concebir esperanzas hasta que el hielo y los cielos grises volvían a cubrir la ciudad.

Yo nací en marzo.

Parecía que mi padre odiaba aún más el invierno por haberse quedado ciego. Sus otros sentidos se fortalecieron; se hizo extremadamente sensible al frío y percibía con mayor intensidad que mi madre el olor a cerrado de la casa y el insulso sabor de las verduras guisadas. Sufría mucho cuando el invierno se alargaba.

A mí me daba lástima. Siempre que podía sacaba alguna delicia de la cocina de Tanneke y se la llevaba: compota de cerezas, orejones de albaricoque, embutidos y, una vez, un puñado de pétalos de rosa secos que había encontrado en el armario de Catharina.