Me eché a llorar. Nunca podría haber sospechado Cornelia lo que me iba a doler aquello. Me habría entristecido menos si hubiera separado nuestras cabezas de nuestros cuerpos.
Empezó a darme otras tareas. Otro día me dijo que de vuelta de la pescadería le comprara aceite de linaza en la botica. Tenía que dejarlo al pie de la escalera a fin de no molestarlos a él y a la modelo. Eso dijo. Tal vez pensó que María Thins o Tanneke o Cornelia podrían reparar en que yo había subido al estudio a una hora inusual.
No era una casa en la que se pudieran guardar secretos. Otro día me pidió que le preguntara al carnicero si tenía una vejiga de cerdo. No podía imaginarme para qué la quería hasta que más tarde me pidió que todas las mañanas, después de limpiar el estudio, le dejara preparadas las pinturas que iba a necesitar. Abrió los cajones del armario que estaba al lado del caballete y me mostró en dónde se guardaba cada pintura, nombrando los colores conforme me los iba enseñando. Muchos de los nombres no los había oído en mi vida: ultramarino, bermellón, masicote. Los marrones y los ocres de Siena y el carboncillo y el blanco de plomo se guardaban en unos tarritos de barro, cubiertos con pergamino para que no se secaran. Los colores más valiosos -los azules y los rojos y los amarillos- se guardaban en pequeñas cantidades en vejigas de cerdo. Se les practicaba un agujerito y se las apretaba para sacar la pintura y luego se las volvía a cerrar con un clavo pequeño.
Una mañana cuando estaba limpiando, entró y me Pidió que posara en lugar de la hija del panadero, que estaba enferma y no podía ir.
– Quiero observar una cosa -me explicó-, y tiene que haber alguien en el sitio que ocupa ella.
Yo ocupé su lugar obedientemente, una mano en el asa de la jarra y la otra en la ventana entreabierta, de tal modo que una gélida corriente me cortaba la cara y el pecho.
Tal vez por eso está enferma la hija del panadero, pensé. Él había abierto todos los postigos. Nunca había visto la habitación con tanta luz.
– Baja la barbilla -me dijo-. Y mira hacia abajo, no a mí. Así. No te muevas.
Estaba sentado junto al caballete. No cogió ni la paleta ni la espátula ni los pinceles. Estaba sencillamente sentado, con las manos en el regazo, mirando.
Me sonrojé. No me había dado cuenta de que me iba a mirar tan fijo.
Procuré pensar en otra cosa. Miré por la ventana y observé una barcaza que avanzaba por el canal. El barquero era el mismo hombre que me había ayudado a rescatar la jarra el primer día que llegué a la casa. Cuántas cosas habían cambiado desde aquella primera mañana, pensé. Entonces no había visto ninguno de sus cuadros. Hoy estoy posando para uno.
– Deja de mirar a lo que estás mirando -me dijo-. Te lo noto en la cara. Te distrae.
Intenté no mirar a nada y pensar en otras cosas. Pensé en un día que había salido al campo con mi familia a buscar hierbas. Pensé en una ejecución en la horca que había visto en la Plaza del Mercado el año anterior de una mujer que había matado a su hija estando borracha. Pensé en la expresión de la cara de Agnes la última vez que la había visto.
– Piensas demasiado -me dijo, girándose en el asiento. Me sentí como si hubiera lavado un barreño lleno de sábanas y no hubiera logrado dejarlas limpias.
– Lo siento, señor, no sé qué hacer.
– Inténtalo cerrando los ojos.
Los cerré. Pasado un momento, sentí el marco de la ventana y la jarra en mis manos, anclándome. Luego fui consciente de la pared detrás de mí, de la mesa a mi izquierda y del aire helado que entraba por la ventana.
Así se debe de sentir mi padre, pensé, su cuerpo es consciente del lugar que ocupa en el espacio que le rodea.
– Bien -dijo-. Así está bien, Griet. Puedes seguir limpiando.
No había visto cómo se pintaba un cuadro desde el principio. Pensaba que uno pintaba lo que veía, utilizando los colores que veía.
Él me enseñó.
Empezó la pintura de la hija del panadero aplicando una capa gris pálido sobre el lienzo blanco. Luego hizo unas marcas en marrón rojizo que indicaban dónde iban la chica y la mesa y la jarra y la ventana y el mapa. Después de esto pensé que empezaría a pintar lo que veía: la cara de una chica, una falda azul, un corpiño amarillo y negro, un mapa marrón, una jarra y una jofaina plateadas, una pared blanca. En lugar de eso, pintó parches de color: azul donde iba a ir la falda, ocre para el corpiño y el mapa en la pared, rojo para la jarra y la jofaina donde iba ésta metida, otro tono de gris para la pared. Ningún color se correspondía con el del objeto real. Pasaba mucho tiempo dedicado a estos colores falsos, como los llamaba yo.
A veces la chica venía y se pasaba hora tras hora de pie en su sitio, pero cuando miraba el cuadro al día siguiente, no le había añadido ni quitado nada. Sencillamente había zonas de color que no tenían la forma de nada, por mucho rato que me pasara estudiándolas. Sabía lo que se suponía que eran porque limpiaba los objetos que pretendían reproducir y había visto cómo iba vestida la chica porque un día la vi ponerse el corpiño amarillo y negro de Catharina a través de una rendija en la puerta de la Sala Grande.
Dejaba de mala gana preparados los colores que me pedía cada mañana. Un día saqué también un azul. La segunda vez que lo saqué me dijo:
– No, azul ultramarino, no, Griet. Sólo saca los colores que te pido. ¿Por qué lo has preparado si no te lo he pedido? -parecía molesto.
– Lo siento, señor. Es que… -respiré profundamente- lleva una falda azul. Pensé que lo querría, en lugar de dejarla en negro.
– Cuando esté preparado, te lo pediré.
Hice un gesto de asentimiento y me volví y seguí limpiando una de las sillas que tenían en el respaldo dos cabezas de león. Sentía una opresión en el pecho. No quería que se enfadara conmigo.
Abrió la ventana del medio, y un aire frío inundó la habitación.
– Acércate, Griet.
Dejé el paño del polvo en el alféizar y fui hasta él.
– Asómate a la ventana.
Miré hacia afuera. Hacía bastante aire, y las nubes pasaban y desaparecían detrás de la torre de la Iglesia Nueva.
– ¿De qué color son esas nubes?
– Pues blancas, señor.
Levantó ligeramente las cejas.
– ¿Seguro?
Les eché un vistazo.
– Y grises. Tal vez nieve hoy.
– Venga, Griet, puedes hacerlo mucho mejor. Acuérdate de cómo colocabas las verduras.
– ¿Las verduras, señor?
Movió la cabeza suavemente. Había vuelto a incomodarlo. Se me tensó la mandíbula.
– Piensa en cómo separabas los blancos. Los nabos y las cebollas… ¿tienen el mismo blanco?
De pronto comprendí.
– No. En el de los nabos hay verde; en el de las cebollas, amarillo.
– Exactamente. ¿Qué colores ves, entonces, en las nubes?
– Tienen algo de azul -dije después de observarlas unos minutos-. Y también amarillo. ¡Y hay también algo de verde!
Me entró tal excitación que empecé a señalarlas con el dedo. Había visto nubes toda mi vida, pero me sentía como si en ese momento fuera la primera vez que las veía.
Sonrió.
– Te darás cuenta de que hay muy poco blanco puro en las nubes; sin embargo, la gente dice que son blancas. ¿Entiendes ahora por qué no necesito todavía el azul?
– Sí, señor.
No lo entendía realmente, pero no quería admitirlo. Me sentía como si casi lo entendiera.
Cuando por fin empezó a añadir los colores sobre los falsos colores, entendí qué había querido decir. Pintó un azul claro sobre la falda de la chica, y ésta tomó un azul que en algunas partes dejaba ver el negro, más oscuro en la zona que ocupaba la sombra de la mesa; más claro cerca de la ventana. En las zonas de la pared aplicó un amarillo ocre, tras el cual asomaba algo del gris. Se transformó en una pared luminosa, pero no blanca. Descubrí que cuando le daba la luz de frente, no era blanca, sino que era de muchos colores.
La jarra y la jofaina fueron las más complicadas de pintar: tomaron un color amarillo y marrón y verde y azul. Reflejaban el dibujo de la alfombra, el corpiño de la chica, el paño azul que cubría la silla: todo salvo su verdadero color plateado. Y, sin embargo, seguían pareciendo lo que eran: una jarra dentro de una jofaina.
Después de esto no podía parar de observar las cosas.
Cuando quería que lo ayudara a fabricar las pinturas resultaba más complicado ocultar lo que estaba haciendo. Una mañana me hizo subir con él al desván, al que se accedía por una escalerilla de mano desde el almacén contiguo al estudio. No había subido nunca. Era un cuarto pequeño, con un tejado muy inclinado y una ventana que dejaba entrar bastante luz y una buena vista de la Iglesia Nueva. Estaba casi vacío salvo por un armarito y una mesa de piedra que tenía una concavidad en el medio, dentro de la cual había una piedra con la forma de un huevo al que hubieran cortado un extremo. En la fábrica de mi padre había visto una vez una mesa parecida. También había algunos cacharros -palanganas y platos de barro de poco fondo-, así como unas tenazas junto a la pequeña chimenea.
– Quiero que muelas aquí algunos de los ingredientes de los colores, Griet -dijo, abriendo uno de los cajones del armarito y sacando un palito negro del tamaño de mi dedo meñique-. Esto es un trozo de marfil carbonizado -me explicó-. Es para hacer la pintura negra.
Lo echó en el hueco de la mesa y añadió una sustancia gomosa que olía a animal. Entonces tomó la piedra, a la que llamó moleta, y me enseñó a agarrarla y cómo debía inclinarme sobre la mesa calcando el peso del cuerpo en la piedra para machacar el hueso. Unos minutos después lo había convertido en una fina pasta.
– Ahora inténtalo tú.
Recogió la pasta negra con una paleta, la depositó en un tarrito y sacó otro trozo de marfil carbonizado. Yo agarré la moleta e intenté imitarlo, inclinándome sobre la mesa como él.
– No; tienes que hacer esto con las manos -puso sus manos sobre las mías. De la impresión que me produjo sentir el tacto de sus manos dejé caer la moleta, que rodó sobre la mesa y cayó al suelo.
Me separé de él de un salto y la recogí.
– Lo siento, señor -musité, dejándola en su hueco. No intentó volver a tocarme.
– Sube un poco las manos -me ordenó en su lugar-. Así está bien. Ahora empieza el giro en el hombro y termínalo en la muñeca.
A mí me llevó mucho más tiempo moler mi trozo, pues el roce de su piel me había puesto nerviosa y no daba pie con bola. Además, yo era más baja que él y no estaba acostumbrada al movimiento que había que hacer. Al menos tenía unos brazos fuertes de tanto retorcer la ropa.
– Un poco más fina -me sugirió cuando inspeccionó la pasta. Seguí machacando unos minutos más hasta que decidió que ya estaba lista, y después me hizo tomar una pizca y frotarla entre los dedos para que comprobara por mí misma cómo la quería de fina. Luego puso sobre la mesa varios trozos más.
– Mañana te enseñaré a moler el albayalde. Es mucho más fácil que el negro.
Me quedé mirando el marfil carbonizado.
– ¿Pasa algo, Griet? No te asustarán unos trocitos de hueso, ¿no? No son muy distintos del peine de marfil que utilizas para asear tus cabellos.
Nunca sería lo bastante rica para poseer un peine de marfil. Me peinaba con los dedos.
– No se trata de eso, señor.
El resto de las tareas que me encomendaba podía hacerlas mientras limpiaba el estudio o hacía los recados. Sólo Cornelia había sospechado algo. Pero moler los colores iba a llevarme tiempo; no podía hacerlo cuando se suponía que estaba limpiando el estudio, ni tampoco podía encontrar una explicación de por qué tenía que subir al desván algunas veces, abandonando mis otras tareas.
– Me llevará algo de tiempo -continué con voz tenue.
– Cuando te acostumbres no te llevará tanto tiempo como hoy.
No quería desobedecerle ni llevarle la contraria: era mi amo. Pero temía la furia de las mujeres en el piso de abajo.
– Están esperando a que vaya a comprar la carne, y luego tengo toda la plancha, señor. Me lo ha mandado el ama. Mis palabras sonaron mezquinas.
Él no se movió del sitio.
– ¿A comprar la carne? -repitió frunciendo el ceño.
– Sí, señor. La señora querrá averiguar por qué no puedo hacer mis otras tareas. Tendré que decirle que le estoy ayudando a usted aquí arriba. No me será fácil subir si no hay una razón.
Se produjo un largo silencio. La campana de la torre de la Iglesia Nueva sonó siete veces.
– Ya entiendo -murmuró cuando se callaron las campanadas-. Déjame que lo piense -retiró parte del marfil y volvió a dejarlo en el cajón-. Haz esto ahora -dijo señalando con la barbilla a lo que quedaba-. No te llevará mucho tiempo. Ahora tengo que salir. Déjalo ahí cuando acabes.
Tendría que hablar con Catharina con respecto a mi trabajo. Entonces me sería más fácil hacer lo que me ordenara.
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