Esperé, pero no le dijo nada.
La solución al problema vino de quien menos me lo podía esperar, de Tanneke. Desde el nacimiento de Franciscus, el ama de cría dormía con ella en el Cuarto de la Crucifixión. Así podía acceder con facilidad a la Sala Grande cuando tenía que dar de mamar al niño. Catharina insistía en que Franciscus durmiera en una cuna a su lado, aunque no lo amamantara ella. A mí este arreglo me parecía bastante raro, pero cuando conocí un poco mejor a Catharina comprendí que lo que quería era mantener una apariencia de maternidad, pero sin el trabajo que ésta implicaba.
A Tanneke no le gustaba tener que compartir el cuarto con el ama de cría y se quejaba de que ésta se tenía que levantar muchas veces para atender al pequeño y que cuando no estaba levantándose estaba roncando. Tanneke se lo contaba a todo el mundo, la escucharan o no. Empezó a flaquear en su trabajo y le echaba la culpa a la falta de sueño. María Thins le dijo que no se podía hacer nada, pero Tanneke seguía gruñendo. Me lanzaba unas miradas terribles, pues antes de que yo entrara a trabajar en la casa, ella dormía en donde lo hacía yo, en la bodega, siempre que era necesaria la presencia del ama de cría.
Una tarde incluso recurrió a Catharina. Ésta, pese al frío reinante, se estaba preparando para una velada en la casa de los Van Ruijven. Estaba de buen humor, llevar las perlas y la pelliza amarilla siempre la ponía contenta. Se había anudado sobre la pelliza un amplío peinador de lino que le cubría los hombros y protegía la piel de armiño de los polvos con los que se estaba empolvando la cara. Mientras Tanneke recitaba sus quejas, Catharina no dejó de empolvarse, comprobando el resultado en un espejo que sostenía en la otra mano. Llevaba el, cabello trenzado y adornado con cintas y, mientras fuera capaz de mantener la expresión de contento, estaba muy guapa; la combinación de cabello rubio y ojos castaños le daba un aspecto exótico.
Por fin alzó la mano y, agitando la brocha en el aire, exclamó entre risas:
– Para ya! Necesitamos al ama de cría y tiene que dormir cerca de mí. En el cuarto de la chica no hay espacio, pero en el tuyo sí, por eso la acomodamos ahí. No se puede hacer nada. Así que para qué me vienes a molestar con esto.
– Tal vez se podría hacer algo -dijo él.
Yo levanté la vista del ropero donde estaba buscando un delantal para Lisbeth. Él estaba en la puerta. Catharina se quedó mirando a su marido sorprendida. Raramente se inmiscuía en la marcha de la casa.
– Pon una cama en el desván y que duerma alguien en ella. Griet, tal vez.
– ¿Griet? ¿En el desván? ¿Por qué? -exclamó Catharina.
– Porque así Tanneke podrá dormir en la bodega, cono, al parecer, prefiere -le explicó él suavemente.
– Pero… -Catharina se detuvo, confusa. Parecía que no estaba de acuerdo con la idea, pero no podía decir por qué.
– Pues sí, señora -intervino Tanneke con cierta impaciencia-. Eso facilitaría las cosas.
Me miró.
Yo me puse a doblar la ropa de las niñas, aunque ya estaba ordenada, para parecer ocupada.
– Pero ¿qué pasará con la llave del estudio? -Catharina finalmente encontró un argumento. Sólo había una manera de llegar al desván: por la escalera de mano del almacén contiguo al estudio, que por la noche se cerraba con llave-. No le podemos dar la llave a una criada.
– No necesitará la llave -contestó él-. Puedes cerrar la puerta del estudio cuando ella se haya ido a la cama. Y luego por la mañana podrá limpiarlo antes de que vayas a abrirlo,
Dejé de doblar la ropa. No me gustaba la idea de quedarme encerrada bajo llave por la noche.
Por desgracia, esta idea pareció complacer a Catharina. Tal vez pensó que dejándome encerrada me mantendría lejos de su vista y a buen recaudo.
– Está bien -asintió. Por lo general no le llevaba mucho tiempo decidir-. Mañana trasladaréis una cama al desván. Será algo temporal -añadió-, hasta que dejemos de necesitar al ama de cría.
Sí, tan temporal como ir a comprar el pescado y la carne pensé.
– Sube un momento conmigo al estudio -dijo él. La miraba de una forma que yo había aprendido a reconocer, con la mirada del pintor.
– ¿Yo? -Catharina le sonrió a su marido.
No solía invitarla al estudio. Ella dejó la brocha haciendo una floritura con la mano y empezó a quitarse el peinador, que estaba cubierto de polvos.
Él se acercó a ella y le agarró la mano.
– No te lo quites.
Esto fue casi tan sorprendente como su sugerencia de que yo me mudara a dormir al desván. Tanneke y yo nos miramos mientras él conducía a Catharina escaleras arriba.
Al día siguiente, la hija del panadero empezó a ponerse el amplio peinador blanco a modo de esclavina para posar para el cuadro.
María Thins no se dejaba engañar fácilmente. Cuando oyó a Tanneke contarle entusiasmada que se iba a trasladar a dormir a la bodega y yo al desván, dio una chupada a su pipa, el entrecejo fruncido.
– Vosotras dos podríais cambiaros el sitio sin más -dijo, señalándonos con la pipa- de modo que Griet durmiera con el ama de cría y tú pasaras a la bodega. Entonces no habría necesidad de que nadie se trasladara al desván.
Tanneke no escuchaba: estaba demasiado henchida con su victoria para seguir la lógica de las palabras de su señora.
– Mi señora ha aceptado -dije sencillamente. María Thins me miró de reojo. Un largo rato.
Dormir en el desván me facilitaba el trabajo que tenía que hacer allí, pero seguía contando con muy poco tiempo. Podía levantarme antes o irme a dormir más tarde, pero a veces me daba tanto trabajo que tenía que buscar la manera de subir por las tardes, en el rato en que normalmente me sentaba a coser junto al fuego. Empecé a quejarme de que con la luz que había en la cocina no veía dónde daba las puntadas y que necesitaba la iluminación que tenía en el desván. O decía que me dolía el estómago y necesitaba acostarme. María Thins me echaba la misma mirada de soslayo cada vez que yo daba una de estas excusas para poder subir, pero no hacía ningún comentario. Me acostumbré a mentir.
Una vez que hubo sugerido que yo durmiera en el desván, dejó de mi cuenta la organización de las tareas a fin de poder trabajar para él. Nunca me ayudó mintiendo por mí o preguntándome si me sobraba tiempo para hacer lo que él me encomendaba. Me daba instrucciones por la mañana y esperaba verlas cumplidas al día siguiente.
La fabricación de los colores me compensaba de todos los problemas que tenía para ocultar lo que estaba haciendo. Me llegó a encantar moler las cosas que traía de la botica -los huesos para el carboncillo, el albayalde, la rubia, el masicote- y ver los colores tan brillantes y puros que se conseguían. Aprendí que cuanto más finos moliera los materiales, más intenso era el color. De ser unos granos ásperos y apagados, la rubia se convertía en un fino polvillo de un rojo brillante y, mezclado con aceite de linaza, en una pintura resplandeciente. Había algo mágico en su fabricación así como en la de los otros colores.
Con él aprendí a lavar las sustancias para quitarles las impurezas y extraer sus verdaderos colores. Empleaba una serie de conchas a modo de cuencos en donde enjuagaba y volvía a enjuagar los colores, en ocasiones hasta treinta veces, a fin de quitarles la arena, la grava o la cal. Era un trabajo largo y tedioso, pero resultaba muy gratificante ver cómo el color se aclaraba con cada lavado y se acercaba a lo que se necesitaba.
El único color que no me dejó manipular fue el azul ultramarino. El lapislázuli era tan caro, y el proceso de extracción del azul puro de la piedra tan complicado, que él mismo se encargaba.
Me habitué a estar a su alrededor. A veces estábamos codo con codo en el pequeño desván, yo moliendo el albayalde y él lavando el lapislázuli o quemando los ocres en el fuego. Apenas me dirigía la palabra. Era un hombre callado. Yo tampoco hablaba. Eran unos momentos muy apacibles, luminosos; entraba un raudal de luz por la ventana
Cuando terminábamos, nos lavábamos las manos vertiéndonos el uno al otro agua de una jarra y frotándonoslas. En el desván hacía mucho frío; aunque había una pequeña chimenea que él utilizaba para calentar el aceite de linaza o para quemar los colores, yo no me atrevía a encenderla a no ser que él me lo pidiera. Si no, tendría que explicarles a Catharina y María Thins por qué desaparecían tan rápidamente el carbón y la leña.
Cuando él estaba conmigo no me importaba tanto el frío. Cuando se paraba cerca de mí sentía el calor de su cuerpo. Una tarde estaba lavando el masicote que acababa de moler cuando oí la voz de María Thins en el estudio. Él estaba trabajando en el cuadro; de pie, posando, la hija del panadero lanzaba de cuando en cuando un suspiro.
– ¿Tienes frío, chica? -le preguntó María Thins.
– Un poco -se oyó responder débilmente.
– ¿Por qué no tiene un brasero?
Él hablaba tan bajo que no oí su respuesta.
– No se notará en el cuadro, no si se lo pone a los pies. No nos conviene que vuelva a enfriarse.
De nuevo me quedé sin oír su respuesta.
– Griet puede ir a buscarle uno -sugirió María Thins-. Debe de estar en el desván, porque al parecer tiene dolor de estómago. Voy a buscarla.
Era más rápida de lo que yo hubiera pensado en una mujer de su edad. Apenas había puesto yo un pie en el peldaño superior y ella ya estaba a mitad de la escalera. Yo volví a poner el pie en el desván. No podía evitarla Y no tenía tiempo de ocultar nada.
Cuando María Thins llegó arriba, enseguida se percató de las conchas dispuestas en una hilera sobre la mesa, de la jarra de agua y del delantal que yo llevaba puesto moteado con el amarillo del masicote.
– ¿Así que era esto lo que estabas haciendo, eh? Eso pensaba yo.
Yo bajé la vista. No sabía qué decir.
– Dolor de estómago, ojos irritados. No todos somos tontos aquí, ¿sabes?
Pregúntele a él, deseaba decirle. Él es el amo. Esto es obra suya.
Pero ella no lo llamó. Ni tampoco apareció él al pie de la escalera para explicarle nada.
Se produjo un largo silencio. Entonces María Thins dijo: ¿Cuánto tiempo llevas ayudándole, muchacha?
– Unas semanas, señora.
– Ya había observado que estas últimas semanas estaba pintando más deprisa.
Levanté la vista del suelo. Tenía una expresión calculadora.
– Si le ayudas a pintar más deprisa, muchacha -me dijo en voz baja-, podrás mantener tu puesto. Ni una palabra a mi hija o a Tanneke.
– Sí, señora.
Se rió.
Tendría que haberlo sabido; eres lista. Casi logras engañarme incluso a mí. Ahora vete a buscarle un brasero a esa pobre chica.
Me gustaba dormir en el desván. No me atormentaba ninguna Crucifixión colgada a los pies de la cama. No había ningún cuadro, sino el olor a limpio del aceite de linaza y del almizcle y de los otros pigmentos. Me gustaba la vista de la Iglesia Nueva y el silencio. Allí no subía nadie, salvo él. Las niñas no me visitaban, como lo hacían a veces en la bodega, ni podían hurgar en mis cosas. Me sentía sola allí arriba, posada por encima del ruido doméstico, en situación de verlo todo desde cierta distancia.
Casi como él.
Lo mejor, sin embargo, era que podía pasar más tiempo en el estudio. A veces me envolvía en una manta y bajaba muy entrada la noche cuando la casa estaba en completo silencio. A la luz de una vela examinaba el cuadro en el que él estaba trabajando o abría un postigo para que entrara la luz de la luna. A veces me sentaba a oscuras en una de las sillas con dos cabezas de león en el respaldo, acercándola a la mesa y descansando el codo en el tapete azul y rojo que la cubría. Me imaginaba ataviada con el corpiño amarillo y negro y las perlas, con una copa de vino en la mano, y él sentado al otro lado de la mesa.
Sin embargo, había una cosa del desván que no me gustaba. No me gustaba quedarme encerrada con llave por la noche.
Catharina había hecho que María Thins le devolviera la llave y empezó a ser ella quien abría y cerraba la puerta. Debía de sentir que así tenía cierto control sobre mí. No le hacía mucha gracia que yo durmiera en el desván, pues significaba que estaba más cerca de él y del lugar al que a ella no le estaba permitido entrar, pero por el que yo podía moverme libremente.
Debía de ser difícil para una esposa aceptar este arreglo. No obstante, durante un tiempo funcionó. Durante tiempo me las apañé para desaparecer por las tardes y lavar y moler los colores que él me mandaba. Catharina solía echarse a dormir con frecuencia por entonces; Franciscus no acababa de estabilizarse y la despertaba casi todas las noches, de modo que necesitaba dormir algo durante el día. Tanneke también solía quedarse dormida junto al fuego, y yo podía salir de la cocina sin tener que inventarme una excusa. Las niñas estaban ocupadas con Johannes, enseñándole a andar y a hablar, y raramente notaban mi ausencia. Y si lo hacían, María Thins les decía que había ido a hacerle un recado, a buscarle algo a sus habitaciones o que le estaba cosiendo una cosa que requería la iluminación del desván. Después de todo, eran niñas, absortas en su propio mundo, indiferentes a las vidas de los adultos, salvo cuando les afectaban directamente.
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