O eso creía yo.

Una tarde estaba lavando albayalde cuando Cornelia me llamó desde abajo. Yo me limpié las manos rápidamente, me quité el delantal que me ponía para trabajar arriba y me puse el que solía llevar, antes de apresurarme por la escalera de mano. Estaba parada en el umbral del estudio, como si estuviera al borde de un charco considerando si dejarse llevar por la tentación de meterse en él.

– ¿Qué pasa?

Me salió un tono brusco.

– Te está buscando Tanneke -Cornelia se volvió y se dirigió a las escaleras. Vaciló-. ¿Me ayudas, Griet? -me pidió con voz quejumbrosa-. Ve tú primero, así si me tropiezo podrás agarrarme. Son muy empinadas estas escaleras.

No era propio de ella el asustarse. Ni siquiera en unas escaleras que no utilizaba con frecuencia. Me conmoví o, tal vez, sencillamente me sentí culpable por lo dura que era con ella. Bajé y al llegar al último escalón me volví con los brazos extendidos.

– Ahora tú.

Cornelia estaba en la cima de la escalera, las manos en los bolsillos del delantal. Empezó a bajar, una mano en la barandilla y la otra cerrada como una bola bien prieta. Cuando había llegado casi abajo del todo, se tiró y cayó contra mi cuerpo, deslizándose hasta el estómago, donde sentí una dolorosa presión. Cuando estuvo de nuevo en el suelo, empezó a reírse, la cabeza alta y los ojos castaños convertidos en minúsculas rendijas.

– Menudo bicho -susurré, lamentando haber sido tan blanda.

Encontré a Tanneke en la cocina, con Johannes en el regazo.

– Dice Cornelia que me buscabas.

– Sí; se le ha roto uno de los cuellos y quiere que se lo zurzas. No me ha dejado que lo hiciera yo; no sé por qué; sabe de sobra que yo zurzo mejor -y cuando fue a darme el cuello sus ojos repararon en mi delantal-: ¿Qué es eso? ¿Estás sangrando?

Bajé la vista. Un tajo de polvo rojo me atravesaba el estómago, definido como una marca en el cristal de una ventana. Por un momento se me vinieron a la cabeza los delantales de Pieter el padre y de Pieter el hijo.

Tanneke se inclinó para mirar de más cerca.

– No es sangre. Parece polvo. ¿Con qué te has manchado?

Yo me quedé mirando la marca. Rubia, pensé. La molí hace unas semanas.

Sólo oí una risa ahogada en el pasillo.

Cornelia había esperado un tiempo para hacer esta travesura. Incluso se las había apañado para subir al desván a robar el polvo de rubia.

No se me ocurrió ninguna respuesta con la rapidez necesaria. Como vacilara, Tanneke empezó a sospechar algo.

– ¿No habrás estado revolviendo en las cosas del amo? -me dijo en tono acusatorio. Después de todo, ella había posado para él y tenía que saber lo que había en el estudio.

– No… era… -me paré. Acusar a Cornelia me parecía mezquino y además probablemente no impediría que Tanneke descubriera lo que hacía en el desván.

– Creo que es mejor que lo vea tu señora -decidió finalmente.

– No -respondí inmediatamente.

Tanneke se irguió todo lo que le era posible con un niño en el regazo.

– Quítate el delantal, que se lo quiero enseñar a tu señora -me ordenó.

– Tanneke -le dije mirándola cara a cara-, si supieras lo que te conviene no molestarías a Catharina, hablarías con María Thins. Y sola, no delante de las niñas.

Fueron esas palabras, dichas en un tono intimidatorio, las que más dañaron mi relación con Tanneke. No era mi intención que sonaran como sonaron -sencillamente estaba intentando desesperadamente que no se lo dijera a Catharina-. Pero ella nunca me perdonaría por tratarla como si estuviera por debajo de mí.

Mis palabras, al menos, surtieron efecto. Tanneke me miró con ira, pero tras la severidad de su mirada afloraban la duda y el deseo de contárselo a su querida señora. Estaba atrapada entre ese deseo y el de castigar mi insolencia no haciendo caso de mis palabras.

– Habla con tu señora -le dije en voz baja-. Pero a solas.

Aunque estaba de espaldas a la puerta, sentí que Cornelia se apartaba sin hacer ruido.

Tanneke se dejó llevar por su propio instinto. Me pasó a Johannes con una expresión pétrea y se fue en busca de María Thins. Antes de ponérmelo en el regazo, limpié concienzudamente con un trapo la mancha de pigmento rojo y luego eché el trapo al fuego. Seguí sintiendo una mancha. Me senté rodeando al pequeño con los brazos y esperé a que se decidiera mi suerte.

Nunca supe lo que María Thins le dijo a Tanneke, qué amenazas o promesas le haría para que guardara silencio. Pero lo que sea que fuere funcionó: Tanneke no les dijo nada de mi trabajo en el desván ni a Catharina, ni a las niñas, ni tampoco volvió a mencionármelo a mí. No obstante se mostró aún más conflictiva conmigo; no es que le saliera sin darse cuenta, sino que lo hacía deliberadamente. Me hacía volver a la pescadería con el bacalao que yo estaba segura que me había encargado, jurando que lo que ella me había dicho que comprara era platija. No ponía ningún cuidado de no mancharse al cocinar y dejaba que le cayeran grandes lamparones de grasa en el delantal, de modo que me obligaba a dejarlo en remojo más tiempo y a restregarlo con más fuerza para quitárselos. Me dejaba todos los cubos para vaciar y dejó de acarrear el agua del depósito de la cocina y de fregar los suelos, tareas que me veía obligada a hacer yo sola. Ella se quedaba sentada mirándome tétricamente y se negaba a levantar los pies del suelo, de modo que yo tenía que fregar alrededor de ellos, sólo para descubrir más tarde que sus pies estaban tapando un manchurrón de aceite.

Ya nunca me hablaba amablemente. Hacía que me sintiera muy sola en una casa llena de gente.

Así que no me atrevía a coger nada de su cocina para alegrarle un poco la vida a mi padre. Ni les conté ni a él ni a mi madre lo mal que lo estaba pasando en la Oude Langendijck y el cuidado que tenía que tener para no perder el trabajo. Y, por otro lado, tampoco me era posible hablarles de las pocas cosas buenas que tenía: los colores que fabricaba, los ratos que pasaba por la noche sentada sola en el estudio, los momentos en que trabajaba codo con codo con él, reconfortada por su presencia.

De lo único que podía hablarles era de sus cuadros.


Una mañana de abril, cuando por fin parecía que el frío se había ido definitivamente, iba yo caminando por la Koornmarkt hacia la botica y Pieter el hijo apareció de pronto a mí lado y me saludó. No lo había visto antes. Se había puesto un delantal limpio y llevaba un paquete en la mano, que me dijo que tenía que entregar un poco más adelante. Iba en la misma dirección que yo y me preguntó si podía acompañarme. Yo asentí; me pareció que no podía negarme. Durante el invierno lo había visto dos o tres veces por semana en la Lonja. Siempre me resultaba difícil mirarle a la cara: sus ojos parecían agujas que se me clavaban en la piel. Sus atenciones me agobiaban.

– Pareces cansada -me dijo-. Tienes los ojos rojos. Te hacen trabajar demasiado.

Y era verdad. Trabajaba demasiado. Mi amo me había encargado que moliera tanto marfil que había tenido que levantarme muy temprano para poder dejarlo terminado. Y la noche anterior, Tanneke no me había permitido irme a la cama hasta que no volví a fregar el suelo de la cocina, después de que a ella se le cayera un cuenco lleno de grasa. No quería echarle la culpa a mi amo.

– Tanneke la ha tomado conmigo -dije-, y me manda cada vez más cosas. Además, como está empezando el buen tiempo, nos toca hacer limpieza general -añadí, para que no pensara que me estaba quejando de ella.

– Tanneke es rara -dijo-, pero leal.

– Sí, a María Thins sí que le es leal.

– Y con la familia también. ¿No recuerdas cómo defendió a Catharina de su hermano loco?

Hice un gesto de no saber.

– No sé de qué me hablas.

Pieter pareció sorprendido.

– Durante días no se habló de otra cosa en la Lonja de la Carne. ¡Ah, claro, que a ti no te gustan las habladurías! Mantienes los ojos abiertos, pero no vas con chismorreos ni tampoco te gusta escucharlos -dijo con un tono que parecía de aprobación-. Yo me paso el día escuchándolos de las viejas que esperan que les sirva la carne, y no puedo remediar quedarme con alguno.

– ¿Qué hizo Tanneke? -pregunté sin querer.

Pieter sonrió.

– Cuando tu señora estaba embarazada del penúltimo…, ¿cómo se llama?

– Johannes. Como su padre.

La sonrisa de Pieter se ensombreció como una nube al pasar por delante del sol.

– Sí, como su padre -y siguió con la historia-. Un día el hermano de Catharina, Willem, fue de visita a la Oude Langendijck cuando ella estaba ya muy avanzada en su estado y empezó a golpearla, allí mismo en la calle.

– ¿Por qué?

– Dicen que le faltan uno o dos tornillos. Siempre ha sido muy violento. Su padre también lo era. ¿Sabías que el padre y Maria Thins se separaron hace muchos años? Le pegaba.

– ¿Pegar a Maria Thins? -repetí sorprendida. Nunca habría imaginado que nadie pudiera pegar a Maria Thins.

– Así que cuando Willem empezó a golpear a Catharina, Tanneke se interpuso para protegerla. E incluso le arreó a él un buen porrazo.

¿Y dónde estaba el amo mientras sucedía esto?, pensé. No podía haberse quedado en el estudio. No era posible. Debía de estar en la Hermandad o con Van Leeuwenhoek o en Mechelen, la posada de su madre.

– Maria Thins y Catharina consiguieron el año pasado que lo encerraran -continuó Pieter-. No puede salir de la casa en la que está recluido. Por eso no lo has visto. ¿De verdad no habías oído hablar de él? ¿No lo mencionan nunca en la casa?

– No, al menos no en mi presencia -pensé en todas las veces que Catharina y su madre cuchicheaban en el Cuarto de la Crucifixión y se quedaban en silencio cuando entraba yo-. No voy por ahí escuchando detrás de las puertas.

– Ya lo supongo -Pieter volvía a sonreír, como si acabara de contarle un chiste.

Pieter también pensaba, como el resto de la gente, que todas las criadas escuchaban detrás de las puertas. Había muchas ideas preconcebidas sobre las criadas que la gente también me atribuía.

Me quedé callada el resto del camino. No sabía que Tanneke pudiera ser tan leal y tan valiente, pese a todo lo que decía de Catharina a sus espaldas, ni que Catharina hubiera sufrido tales golpes ni que a Maria Thins le hubiera salido un hijo como ése. Intenté imaginarme a mi hermano pegándome en plena calle, pero no pude.

Pieter no dijo nada más; se daba cuenta de que estaba confusa. Cuando se separó de mí al llegar a la botica, se imitó a rozarme el codo y siguió su camino. Yo tuve que pararme un momento y, mirando el agua verde oscuro del canal, agité la cabeza para echar fuera aquellos pensamientos; tras lo cual, me volví y entré en la botica.

Estaba sacando de mi pensamiento la imagen del cuchillo girando en el suelo de la cocina de la casa de mi madre.


Un domingo, Pieter el hijo asistió al servicio religioso de nuestra iglesia. Debió de entrar después de mis padres y de mí y se sentó al fondo, pues no lo vi hasta la salida, ciando estábamos fuera hablando con los vecinos. Estaba parado a un lado de la puerta, mirándome. Cuando me percaté de su presencia, respiré profundamente. Al menos, pensé, es protestante. Antes no estaba segura de que lo fuera. Desde que había entrado a trabajar en la casa del Barrio Papista ya no estaba segura de muchas cosas.

Mi madre siguió mi mirada.

– ¿Quién es ése?

El hijo dei carnicero.

Me miró con curiosidad, en parte sorprendida y, en parte, temerosa.

– Ve a buscarlo -me susurró-, y tráelo junto a nosotros.

La obedecí y me acerqué a Pieter.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté, sabiendo que no estaba siendo todo lo educada que debía.

Él sonrió.

– Hola, Griet. ¿No me vas a decir nada amable?

– ¿Por qué has venido?

– Asisto a los servicios de todas las iglesias de Delft, para ver cuál me gusta más. Me llevará algún tiempo -cuando vio mi cara, abandonó ese tono; conmigo no valían las bromas-. He venido a verte y a conocer a tus padres.

Me sonrojé de tal forma que me pareció que me había subido la fiebre.

– Preferiría que no lo hubieras hecho -le dije en voz baja.

– ¿Por qué no?

– No tengo más que diecisiete años. Yo no… yo no pienso todavía en esas cosas.

– No hay ninguna prisa -dijo Pieter.

Le miré las manos: estaban limpias, pero todavía le quedaban restos de sangre bajo las uñas. Pensé en las manos de mi amo sobre las mías cuando me estaba enseñando a moler el marfil quemado y me dio un escalofrío.

La gente nos miraba porque era un desconocido para todos los feligreses. Y además era un hombre guapo, incluso yo me daba cuenta de ello, con sus largos rizos rubios, los ojos brillantes y la sonrisa fácil. Varias jóvenes intentaban atraer su atención.