– ¿No me vas a presentar a tus padres?

Lo conduje de mala gana junto a ellos. Pieter saludó a mi madre con una ligera inclinación de cabeza y dio la mano a mi padre, quien dio un paso atrás, inquieto. Desde que había perdido la vista, le intimidaban los desconocidos. Y era la primera vez que conocía a alguien interesado por mí.

– No se preocupe, Padre -musité, mientras mi madre presentaba a Pieter a una vecina-, no va a perderme.

– Ya te hemos perdido, Griet. Te perdimos en el mismo momento en que entraste de criada.

Me alivió pensar que no podía ver las lágrimas que me escocían en los ojos.


Pieter el hijo no vino todas las semanas a nuestra iglesia, pero vino lo bastante a menudo para que todos los domingos me pusiera nerviosa y me pasara todo el tiempo que estábamos sentados en nuestro banco alisándome la falda más de lo que le hacía falta y apretando los labios.

– ¿Ha venido? ¿Está aquí? -me preguntaba mi padre todos los domingos, volviendo la cabeza a un lado y al otro.

Yo dejaba que respondiera mi madre.

– Sí, ahí está -decía. O-: No, no ha venido hoy.

Pieter siempre saludaba a mis padres antes de acercarse a mí. Al principio se sentían incómodos en su presencia. Sin embargo, Pieter les hablaba con soltura, ignorando sus extrañas respuestas o sus largos silencios. Sabía cómo tratar a la gente, pues era mucha la que pasaba por el puesto de su padre en el mercado. Después de algunos domingos, mis padres se acostumbraron a él. La primera vez que mi padre se rió con algo que dijo Pieter se quedó tan perplejo que inmediatamente se puso serio, fruncido el ceño, hasta que Pieter dijo otra cosa que le hizo volver a reír.

Siempre había un momento después de haber hablado con ellos un rato en el que mis padres se retiraban y nos dejaban solos. Con gran sabiduría, Pieter dejaba que fueran ellos los que decidieran cuándo. Las primeras veces no se llegó a producir ese momento. Pero un domingo mi madre tomó a mi padre del brazo con clara deliberación diciéndole:

– Vamos a hablar con el pastor.

Durante varios domingos temí ese momento, hasta que me habitué a estar sola con él y observada por tantos ojos. Pieter a veces se burlaba un poco de mí, pero lo más frecuente es que me preguntara cómo me había ido durante la serrana o que me contara historias que había oído en la Lonja o me describiera las subastas de la Feria de Ganado. Tenía mucha paciencia cuando yo me quedaba muda o me mostraba distante y desabrida.

Nunca me preguntó por mi amo. Nunca le conté que le ayudaba a fabricar los colores. Me agradaba que no me preguntara nada.

Los domingos que venía Pieter, yo me sentía muy confusa. Me descubría pensando en mi amo cuando tendría que estarle escuchando a él.

Un domingo de mayo, cuando llevaba casi un año trabajando en la casa de la Oude Langendijck, mi madre le dijo a Pieter un momento antes de dejarnos solos:

– ¿Vendrás a comer con nosotros después del servicio del domingo que viene?

Pieter sonrió al ver que yo me había quedado mirando con la boca abierta.

– Claro que vendré, con mucho gusto.

Apenas oí lo que dijo después de esto. Cuando por fin marchó y mis padres y yo nos fuimos a casa tuve que morderme el labio para no gritar.

– ¿Por qué no me ha dicho que pensaba invitarlo a comer? -murmuré.

Mi madre me miró de reojo.

– Ya era hora de que lo invitáramos -fue todo lo que dijo.

Tenía razón, habría sido una descortesía por nuestra parte no invitarlo a comer con nosotros. Nunca había jugado a este juego con ningún hombre, pero había visto lo que pasaba a mi alrededor. Si Pieter iba en serio, mis padres tenían que tratarlo con seriedad.

También sabía que para ellos era un sacrificio invitarlo. Mis padres tenían muy poco. Pese a mí sueldo y a lo que mí madre sacaba hilando para fuera, apenas lograban mantenerse, y mucho menos mantener otra boca, por no hablar de la de un carnicero. Yo no podía hacer mucho para ayudarles: llevarme lo que podía de la cocina de Tanneke, un poco de leña, tal vez, o unas cebollas, algo de pan. La semana que lo invitaban comían menos y encendían menos el fuego, para poder darle una comida decente.

Pero insistían en que fuera. No me lo decían a mí, pero probablemente consideraban que darle de comer ahora era una manera de llenar nuestros estómagos en el futuro. La esposa de un carnicero -y sus padres- siempre comía bien. Un poco de hambre ahora acabaría por proporcionarnos un estómago lleno.

Más tarde, cuando empezó a venir de forma regular, Pieter le enviaba a mi madre regalos de carne que ella guisaba para el domingo. Aquel primer domingo, sin embargo, mi madre tuvo la sensatez de no ponerle carne al hijo de un carnicero. Hubiera podido juzgar exactamente lo pobres que éramos por el tipo de pieza. En su lugar, hizo un guiso de pescado, al que echó incluso gambas y langosta. Nunca me dijo cómo se había apañado para comprarlas.

La casa, aunque un tanto destartalada, estaba resplandeciente con todos sus cuidados. Había sacado algunos de los mejores azulejos de mi padre, aquellos que no se había visto obligada a vender, y los limpió y los dispuso en fila en la pared para que Pieter los viera mientras comía. Pieter elogió mucho el guiso de mi madre, y sus palabras parecían sinceras. Ella se puso muy contenta y se ruborizó y sonrió y le sirvió un poco más. Luego Pieter le hizo algunas preguntas a mi padre sobre los azulejos, describiéndoselos uno a uno hasta que mi padre reconocía de cuál se trataba y podía terminar él la descripción.

– Griet tiene el mejor -dijo mi padre, después de recorrer todos los que estaban en la habitación-. Es de ella y su hermano.

– Me gustaría verlo -musitó Pieter.

Yo clavé la vista en mis agrietadas manos, que había descansado en el regazo, y tragué saliva. No les había contado lo que había hecho Cornelia con mi azulejo.

Cuando Pieter se iba, mi madre me susurró que lo acompañara hasta el final de la calle. Caminé a su lado, segura de que nuestros vecinos nos observaban, aunque a decir verdad estaba lloviendo y no había mucha gente fuera. Sentía que mis padres me habían empujado a la calle, que habían hecho un trato y que yo había pasado a las manos de un hombre. Al menos es un buen hombre, pensé, aunque no tenga las manos todo lo limpias que deberían estar.

Cerca del canal Rietveld había un callejón al que me condujo Pieter, poniendo su mano en la parte baja de mi espalda. Agnes solía esconderse allí cuando jugábamos de niñas. Yo me apoyé en el muro y dejé que Pieter me besara. Estaba tan deseoso que me mordió los labios. Yo no grité, me lamí la sangre salada y miré por encima de su hombro a la tapia de ladrillo que había enfrente mientras él se apretaba contra mí. Me cayó una gota de lluvia en el ojo.

No le dejé hacer todo lo que quería. Pasado un rato, Pieter se apartó. Me tocó la cabeza con la mano. Yo me moví.

– ¿Te gustan las cofias, no? -dijo.

– No tengo el dinero suficiente para peinarme e ir sin cofia -le espeté a modo de respuesta-. Ni tampoco soy… -no terminé la frase. No necesitaba decirle cuáles eran las otras mujeres que no se tapaban el cabello.

– Pero tu cofia te cubre todo el pelo. ¿Por qué? La mayoría de las mujeres se dejan algo de cabello fuera.

No contesté.

– ¿De qué color es tu cabello?

– Castaño.

– ¿Claro u oscuro?

– Oscuro.

Pieter sonrió como si estuviera jugando con un niño de corta edad.

– ¿Liso o rizado?

– Ni uno ni otro. Los dos -hice una mueca, confusa.

– ¿Largo o corto?

Dudé.

– Por debajo de los hombros.

Él siguió sonriéndome, luego me besó de nuevo y volviéndose se encaminó hacia la Plaza del Mercado.

Había dudado porque no quería mentir, pero tampoco quería que él lo supiera. Tenía el pelo largo e indómito. Cuando me lo dejaba sin cubrir parecía que pertenecía a otra Griet, una Griet que iría a un callejón sola con un hombre, y que no era ni tan tranquila ni tan callada ni tan limpia. Una Griet semejante a las mujeres que no se cubrían la cabeza. Por eso mantenía mis cabellos completamente cubiertos, para que no hubiera rastro de esa Gríet.


Terminó el cuadro de la hija del panadero. Esta vez no me pilló de sorpresa, pues dejó de mandarme que moliera y lavara colores. Ya no necesitaba mucha pintura. Tampoco realizó cambios repentinos al final, como había hecho en el cuadro de la mujer con el collar de perlas. Había cambiado cosas antes; había quitado una de las sillas y había movido el mapa de sitio. Estos cambios no me sorprendieron tanto, porque había tenido la oportunidad de pensar yo misma en ellos y sabía que lo que había hecho mejoraba la pintura.

Volvió a traer la cámara oscura de Leeuwenhoek para mirar por última vez a través de ella la escena que estaba pintando. Después de montarla, me permitió mirar a mí también. Aunque seguía sin entender cómo funcionaba, llegué a admirar las escenas que se veían, como si fueran pinturas, dentro de la cámara, las diminutas imágenes inversas de las cosas que había en la habitación. Los colores de los objetos se hacían más intensos -el tapete de la mesa de un rojo más vivo, el mapa de la pared de un marrón más brillante, como un vaso de cerveza alzado al sol-. No estaba segura de en qué forma le ayudaba la cámara en su trabajo, pero me estaba convirtiendo en una especie de María Thins a este respecto: sí le hacía pintar mejor, no me planteaba para qué servía o dejaba de servir.

No pintaba más rápido, sin embargo. El cuadro de la chica con la jarra de agua le llevó cinco meses. Muchas veces me preocupaba el que Maria Thins pudiera recordarme que no le estaba ayudando a pintar más rápido y me dijera que recogiera mis cosas y me fuera.

Pero no lo hizo. Sabía que aquel invierno había estado muy ocupado en la Hermandad, así como en Mechelen. Tal vez había decidido esperar a ver si las cosas cambiaban en el verano. O puede que le costara trabajo recriminárselo, pues le gustaba mucho el cuadro.

– Es una pena que un cuadro tan bueno vaya a acabar en la casa del panadero -comentó ella un día-. Podríamos haberle sacado más si se lo hubiéramos vendido a Van Ruijven.

No cabía duda de que él pintaba y ella hacía los tratos. Al panadero también le gustó el cuadro. El día que vino a verlo fue muy diferente de la visita formal que habían realizado Van Ruijven y su esposa varios meses antes para ver su cuadro. El panadero trajo a toda su familia, incluyendo varios niños y una o dos hermanas. Era un hombre muy alegre; tenía la cara permanentemente encarnada por el calor del horno y parecía que había metido el pelo en un saco de harina. Rechazó el vino que le ofreció María Thins y prefirió una jarra de cerveza. Le gustaban los niños e insistió en que dejaran entrar también al estudio a las cuatro niñas y a Johannes. Ellas también lo querían; siempre que venía de visita les traía una nueva concha para su colección. Esta vez había traído una del tamaño de mi mano, que era rugosa y puntiaguda, con unas marcas amarillo pálido, por fuera, y lisa, con un tono rosa anaranjado, por dentro. A las niñas les encantó y se fueron corriendo en busca del resto de sus conchas. Las subieron y se pusieron a jugar en el almacén con los hijos del panadero, mientras Tanneke y yo servíamos a los invitados mayores en el estudio.

El panadero anunció que el cuadro le satisfacía.

– Mi hija ha salido muy bien en él, y eso me basta -dijo.

Luego Maria Thins se lamentó de que no lo hubiera contemplado con el detenimiento con el que lo habría hecho Van Ruijven, de que tuviera los sentidos embotados por la cerveza que bebía y el desorden en el que vivía. Yo no estaba de acuerdo, pero no lo dije. A mí me pareció que el panadero había reaccionado de una forma sincera ante el cuadro. Van Ruijven exageraba demasiado cuando contemplaba los cuadros, con todas sus edulcoradas palabras y gestos bien estudiados. Era demasiado consciente de que actuaba para un público, mientras que el panadero sencillamente decía lo que pensaba.

Fui a comprobar qué hacían los niños en el almacén. Estaban tirados por el suelo, jugando con las conchas y poniéndolo todo perdido de arena. Los arcones y los libros y los platos y los cojines que se guardaban allí no parecían interesarles.

Cornelia estaba bajando por la escalera de mano del desván. Saltó desde el tercer peldaño y dio un grito de triunfo al caer al suelo. Me miró brevemente y en sus ojos había un reto. Uno de los hijos del panadero, de la edad de Aleydis más o menos, subió unos peldaños y saltó al suelo. Tras él probó Aleydis y luego otro niño y otro y otro.

Nunca había llegado a saber cómo había conseguido Cornelia llegar al desván para robar el trozo de rubia con el que me manchó de rojo el delantal. Era astuta por naturaleza y desaparecía sin que nadie se diera cuenta. Yo no le había dicho nada de este robo ni a Maria Thins ni a él. No estaba segura de que fueran a creerme. En su lugar, me aseguraba de que los colores quedaban bien guardados siempre que no estábamos ni él ni yo en el desván.