Se había tirado en el suelo junto a su hermana Maertge, y no le dije nada entonces. Pero esa noche, revisé mis cosas. No faltaba nada: el azulejo roto, la peineta de carey, mi breviario, los pañuelos bordados, mis cuellos, mis camisolas, mis delantales y cofias. Conté todas las prendas, las separé y volví a doblarlas.

Luego comprobé el armario de los colores, sólo para asegurarme. También estaban intactos, y no parecía que nadie hubiera estado revolviendo en ellos.

Tal vez, después de todo, no estaba siendo más que una niña subiéndose a una escalera y saltando, una niña jugando más que haciendo una fechoría.


El panadero se llevó su cuadro en mayo, pero mi amo no empezó a preparar el escenario del siguiente hasta julio. Yo empecé a agobiarme con el retraso, esperando que Maria Thins me echara la culpa, aunque las dos sabíamos que no era culpa mía. Entonces, un día, la oí decirle a Catharina que un amigo de Van Ruijven había visto el cuadro de su mujer con el collar de perlas y pensaba que ésta debería estar mirando al frente en lugar de a un espejo.

Van Ruijven había decidido que quería un cuadro con la cara de su mujer vuelta hacia el pintor.

– Es una pose que no suele pintar con frecuencia -observó.

No oí la respuesta de Catharina. Dejé por un instante lo que estaba haciendo, barrer el cuarto de las niñas.

– Seguro que recuerdas el último -le dijo Maria Thins-. El de la criada. ¿Recuerdas a Van Ruijven y la criada del vestido rojo? [5]

Catharina sofocó una risita.

– Ésa fue la última vez que apareció alguien mirando de frente en un cuadro suyo -continuó Maria Thins-. ¡Y menudo escándalo se armó! Estaba segura de que iba a negarse cuando Van Ruijven se lo sugirió esta vez, pero ha aceptado.

No podía preguntárselo a Maria Thins porque entonces sabría que había estado escuchándolas. Tampoco a Tanneke, porque ya nunca quería contarme nada de lo que oía. Así que un día que no había mucha gente en el puesto le pregunté a Pieter el hijo qué sabía él de aquella criada del vestido rojo.

– ¡Ah, sí! Se habló mucho de ella en la Lonja -me contestó, con una sonrisita. Se inclinó y volvió a colocar las lenguas que tenían a la venta.

– Hace ya varios años de eso. Decían que Van Ruijven quería que una de sus criadas posara en un cuadro con él. Le pusieron un vestido de su mujer, uno rojo, y Van Ruijven se aseguró de que fuera una escena en la que se bebiera, de modo que cada vez que posaban la hacía beber. Y pasó lo que tenía que pasar: antes de que el cuadro estuviera terminado, ella se había quedado embarazada.

– ¿Y qué pasó con ella? Pieter se encogió de hombros.

– ¿Tú qué crees que les pasa a esa clase de chicas?

Se me heló la sangre en las venas al oír sus palabras. Había oído antes este tipo de historias, pero ninguna de ellas me había tocado tan de cerca. Pensé en mis sueños de ponerme las ropas de Catharina, en cuando Van Ruijven me agarró por la barbilla en el pasillo, en él diciéndole a mi amo: «Debería pintarla».

Pieter dejó de hacer lo que estaba haciendo; se le había puesto cara de preocupación.

– ¿Por qué te interesa tanto?

– No, no me interesa en especial -respondí, como si me diera igual-. Es que oí algo, pero no tiene mayor importancia.


No había estado presente cuando preparó la escena para el cuadro de la hija del panadero; todavía no le ayudaba por entonces. Pero esta vez, sin embargo, cuando la mujer de Van Ruijven vino a posar por primera vez para el nuevo cuadro, yo estaba trabajando en el desván y oí lo que decía él. Ella era una mujer muy callada. Hizo lo que le indicaba sin emitir un solo sonido. Ni siquiera se oyó el taconeo de sus finos zapatos en las baldosas. Él la hizo quedarse de pie al lado de la ventana, que tenía los postigos abiertos, luego la hizo sentar en una de las sillas con leones en el respaldo que estaban dispuestas alrededor de la mesa. Lo oí cerrar algunos de los postigos.

– Este cuadro será más oscuro que el anterior -afirmó.

Ella no respondió. Era como si él estuviera hablando para sí. Pasado un momento me llamó. Cuando aparecí ante él me dijo:

– Griet, ve a buscar la pelliza amarilla de mi mujer y el collar y los pendientes de perlas.

Catharina había salido de visita aquella tarde, de modo que no pude pedirle las joyas. En cualquier caso me asustaba hacerlo. Así que me dirigí al Cuarto de la Crucifixión, donde estaba María Thins, quien abrió el joyero y me entregó el collar y los pendientes. Luego saqué la pelliza del armario de la Sala Grande, la sacudí y la doblé cuidadosamente sobre el brazo. Era la primera vez que sentía su tacto. Hundí la nariz en la piel, y era muy suave, como la de un conejito.

Cuando recorría el pasillo hacia las escaleras, me asaltó el deseo de huir llevándome aquellas riquezas. Podía ir a la estrella en medio de la Plaza del Mercado, elegir una dirección y no volver más.

Pero en lugar de ello volví junto a la mujer de Van Ruijven y la ayudé a ponerse la pelliza. Le quedaba como sí fuera una segunda piel. Después de ponerse los pendientes, se colocó el collar alrededor del cuello. Yo sujeté las cintas para atárselo, pero en ese momento él dijo:

– No te pongas el collar. Déjalo sobre la mesa.

Ella se volvió a sentar. Él se sentó también en su silla y la estudió. A ella no parecía importarlemiraba al vacío, sin ver, como había intentado él que hiciera yo.

– Mírame -le dijo.

Ella lo miró. Tenía unos grandes ojos oscuros, casi negros. Él cubrió la mesa con un tapete, luego lo cambió por el paño azul. Dispuso las perlas formando una línea sobre la mesa, luego en un montón, luego otra vez en línea. Le pidió a ella que se pusiera de pie, que se sentara, que se echara hacia atrás, después hacia adelante.

Pensé que se había olvidado de que yo estaba observándolo desde un rincón, hasta que me dijo:

– Griet, ve a buscar la brocha de empolvarse de Catharina.

Le pidió que sujetara la brocha a la altura de la cara, como si se estuviera empolvando, que la dejara sobre la mesa, pero sin soltarla, que la dejara a un lado. Me la dio:

– Vuélvela a su sitio.

Cuando regresé le había dado pluma y papel. Estaba sentada en la silla, el cuerpo inclinado hacia delante y escribía; a su derecha había un tintero. Mi amo abrió un par de los postigos superiores y cerró el par inferior. La habitación se quedó más oscura, pero la luz iluminó directamente la alta frente de la mujer, el brazo que reposaba sobre la mesa, la manga de la pelliza amarilla. [6]

– Adelanta ligeramente la mano derecha -dijo él-. Ahí está bien.

Ella escribía.

– Mírame -le dijo.

Ella lo miró.

Él cogió un mapa del almacén y lo colgó de la pared detrás de la mujer. Lo quitó. Probó con un pequeño paisaje, con una marina, con la pared sin nada. Entonces desapareció escaleras abajo.

Mientras él estuvo fuera me dediqué a observar detenidamente a la mujer de Van Ruijven. Tal vez era descortés, pero quería ver qué hacía. No se movió. Pareció acomodarse con mayor naturalidad en la pose. Para cuando regresó con una naturaleza muerta de instrumentos musicales, parecía como si siempre se hubiera sentado a escribir en aquella mesa. Me habían contado que antes del cuadro del collar ya la había pintado otra vez, tocando el laúd. Y debía de saber lo que exigía de las modelos. Tal vez, sencillamente, ella era lo que él quería.

Colgó la naturaleza muerta detrás de la mujer y después se sentó de nuevo a estudiarla. Mientras ellos se miraban, yo me sentí como si no estuviera allí. Quería irme, volver a mis colores, pero no me atrevía a molestarlos.

– La próxima vez que vengas, ponte cintas blancas en el pelo en lugar de amarillas, y una amarilla para atártelo -atrás.

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.

– Puedes descansar.

Cuando la dejó ir, yo también me sentí libre de mar


Al día siguiente arrimó una silla más a la mesa. Y al otro, subió el joyero de Catharina y lo colocó encima. Tenía perlas incrustadas alrededor de las pequeñas cerraduras de los cajoncitos.

Van Leeuwenhoek llegó con su cámara oscura cuando él estaba trabajando en el desván.

– Tendrás que conseguirte una tú -le oí decir con su voz grave-. Aunque he de admitir que me da la oportunidad de ver lo que estás pintando. ¿Dónde está la modelo?

– No ha podido venir hoy.

– Pues eso dificulta las cosas.

– No. Griet -me llamó.

Bajé la escalerilla. Cuando entré en el estadio Van Leeuwenhoek me miró pasmado. Sus ojos, castaños muy claros, tenían unos grandes párpados que le hacían parecer soñoliento. Nada más lejos de él, sin embargo; más bien se mostraba alerta y perplejo, tensas las comisuras de los labios. Pese a su sorpresa al verme, su gesto era amable y cuando se repuso de su asombro incluso me hizo una pequeña inclinación de cabeza.

Ningún caballero me había saludado antes de esta forma. No lo pude remediar y sonreí.

Van Leeuwenhoek se rió.

– ¿Qué estabas haciendo ahí arriba, querida?

– Moler los colores, señor.

Se volvió hacia mi amo.

– ¡Una ayudante! ¿Qué otras sorpresas me aguardan? Lo siguiente es que la enseñes a pintar a tus modelos.

A mi amo no le hizo gracia el comentario.

– Griet -me dijo-, siéntate como viste hacerlo el otro día a la mujer de Van Ruijven.

Avancé nerviosa hasta la silla y me senté, inclinada hacia delante, como había hecho ella.

– Agarra la pluma.

Yo la cogí con mano vacilante de modo que la pluma se agitó en el aire y puse las manos como recordaba que las había puesto ella. Rogué al cielo que no me pidiera que escribiera nada, como le había pedido a la mujer de Van Ruijven. Mi padre me había enseñado a escribir mi nombre, pero poco más. Al menos sabía cómo agarrar la pluma. Pasé la vista por las hojas que había sobre la mesa, curiosa por lo que habría escrito en ellas la mujer de Van Ruijven. Sabía leer cosas sencillas y conocidas, como mi libro de oraciones, pero no la letra de una dama.

– Mírame.

Lo miré. Intenté ser la mujer de Van Ruijven. El se aclaró la garganta.

– Llevará la pelliza amarilla -le dijo a Van Leeuwenhoek, quien asintió.

Mi amo se puso en pie, y entre los dos montaron la cámara oscura apuntando hacia donde estaba yo. Luego miraron por turno. Cuando se inclinaron sobre la caja con el sobretodo negro cubriéndoles la cabeza, me resultó más fácil quedarme con la mente en blanco, como sabía que quería él que hiciera.

Sin sacar la cabeza de debajo del sobretodo le pidió a Van Leeuwenhoek varias veces que cambiara el cuadro de sitio, hasta que se quedó satisfecho, y luego que abriera o cerrara este o aquel postigo. Por fin pareció contento. Enderezó la espalda y doblando el sobretodo lo dejó sobre el respaldo de una silla. Acto seguido se dirigió a la mesa de despacho, tomó una hoja de papel y se la entregó a Van Leeuwenhoek. Se pusieron a comentar el contenido de la misma: asuntos relativos a la Hermandad sobre los que mi amo quería una opinión. Hablaron largo rato.

Van Leeuwenhoek alzó la vista de pronto.

– ¡Pero hombre de Dios, deja que la chica vuelva a sus tareas!

Mi amo me miró como si le hubiera sorprendido que yo siguiera sentada detrás de la mesa, la pluma en la mano.

– Puedes retirarte, Griet.

Al salir me pareció ver una expresión de tristeza en la cara de Van Leeuwenhoek.


Dejó la cámara montada en el estudio unos días. Tuve la ocasión de mirar por ella varías veces sin que hubiera nadie presente, deteniéndome en los objetos dispuestos sobre la mesa. Había algo en la escena que iba a empezar a pintar que me preocupaba. Era como mirar un cuadro torcido. Había algo que yo cambiaría, pero no sabía el qué. La caja tampoco me ofrecía una solución.

Un día regresó la mujer de Van Ruijven y él la observó con la cámara durante un buen rato. Yo atravesé el estudio mientras él tenía la cabeza tapada; lo más sigilosa que pude a fin de no molestarlos. Me quedé un momento parada detrás de él para ver la escena con la modelo. Ésta debió de verme pero no dio señales de ello y siguió con sus ojos oscuros fijos en él.

Se me ocurrió que la escena era demasiado clara. Aunque yo valoraba la claridad y el orden por encima de todas las cosas, sabía por sus otros cuadros que tenía que haber cierto desorden sobre la mesa, algo en lo que se prendiera el ojo. Consideré todos y cada uno de los objetos -el joyero, el tapete azul, las perlas, la carta, el tintero- decidiendo qué cambiaría. Volví sin hacer ruido al desván, sorprendida por mis atrevidos pensamientos.

En cuanto vi con precisión lo que tenía que hacer en la escena, me limité a esperar a que hiciera el cambio.

No movió nada de lo que había sobre la mesa. Entornó un poco los postigos, rectificó la inclinación de la cabeza de la mujer, el ángulo de la pluma que tenía en la mano. Pero no cambió lo que yo esperaba que cambiara.