– Nosotros no necesitamos cosas que nos ayuden a ver a Dios -repuse-. Tenemos Su Palabra, y eso nos basta.
Él sonrió.
– ¿Sabías, Griet, que a mí me educaron en la fe protestante? Me convertí al catolicismo al casarme. Así que no es necesario que me prediques. Ya he oído esas palabras muchas veces.
Lo miré fijamente. Era la primera vez en mi vida que conocía a alguien que hubiera decidido dejar de ser protestante. No creía que realmente se pudiera cambiar así como así. Pero él lo había hecho.
Parecía que esperaba que yo dijera algo.
– Aunque no he entrado nunca en una iglesia católica -empecé a decir lentamente-, creo que las pinturas que vería en ellas serían parecidas a las suyas. Aunque las suyas no sean escenas de la Biblia, ni de la Virgen y el Niño, ni de Jesucristo en la Cruz -me recorrió un escalofrío al pensar en el cuadro que colgaba sobre mi cama en la bodega.
Volvió a coger el frasco y vertió unas gotas en la concha. Empezó a mezclar el albayalde y el aceite de linaza con la espátula hasta que la pintura tuvo la consistencia de la mantequilla dejada al calor de la cocina. Yo seguí fascinada el movimiento de la espátula plateada en la cremosa pintura blanca.
– Los católicos y los protestantes tienen diferentes actitudes con respecto a la pintura -me explicó sin dejar de mover la espátula-, pero no tienen por qué ser tan distintas como tú te crees. La pintura puede tener un propósito espiritual para los católicos, pero tampoco debes olvidar que los protestantes ven a Dios en todas partes, en todas las cosas. ¿O es que acaso no están celebrando también la Creación Divina cuando pintan cosas cotidianas, como sillas y mesas, aguamaniles, soldados y criadas?
Deseé que mi madre hubiera podido escucharlo. Hasta a ella la habría hecho comprender.
A Catharina no le agradaba tener que dejar en el estudio su joyero, en donde no podía acceder a él cuando quería. Sospechaba de mí, en parte porque yo no le gustaba, pero también porque se dejaba influir por esas historias de todos conocidas de criadas que roban poco a poco la cubertería de plata de sus amos. Que robaran y que tentaran al señor de la casa, eso era lo que las señoras temían siempre de las criadas.
Como pude descubrir con Van Ruijven, sin embargo, era más frecuente que los maridos persiguieran a las criadas que al contrario. Se creían con derecho sobre ellas.
Aunque raramente le consultaba sobre las cosas de la casa, Catharina fue a pedirle a su marido que se hiciera algo al respecto. No oí su conversación. Me lo contó Maertge una mañana. Maertge y yo nos llevábamos bien por entonces. Se había hecho mayor de pronto y, habiendo perdido el interés en las otras niñas de la casa, prefería estar conmigo por la mañana y acompañarme mientras yo hacía mi trabajo. De mí aprendió a remojar la ropa para clarearla al sol, a quitar las manchas de grasa aplicándoles una mezcla de sal y vino, a frotar la plancha con sal gorda para que no se pegara y chamuscara la ropa. Tenía unas manos demasiado delicadas para, meterlas en el agua, sin embargo; la dejaba mirarme, pero no mojarse la manos. Las mías estaban ya destrozadas: encallecidas y rojas y agrietadas, pese a todos los remedios que me ponía mi madre para intentar suavizarlas. Tenía las manos de toda una vida de trabajo y todavía no había cumplido dieciocho años. Maertge se parecía un poco a mi hermana Agnes: vivaracha, curiosa, de decisiones rápidas. Pero también era la mayor de la familia, y mostraba la grave formalidad que suele acompañar a esa posición. Había cuidado de sus hermanas, como yo había cuidado de mi hermano y mi hermana. Eso hace a las niñas precavidas y cautelosas frente a los cambios.
– Mamá quiere que vuelvan a bajar el joyero -me anunció cuando rodeábamos la estrella central de la Plaza del Mercado de camino a la Lonja de la Carne. Ya se lo ha dicho a papá.
– ¿Y qué le dijo él?-intenté parecer despreocupada, mirando de reojo las puntas de la estrella. Recientemente Había reparado en que al abrirme la puerta del estudio por las mañanas, Catharina echaba un vistazo a la mesa donde estaba el joyero.
Maertge vaciló.
– A mamá no le gusta que tú te quedes arriba con sus joyas toda la noche -dijo por fin. No añadió lo que le preocupaba a Catharina: que pudiera coger las perlas que estaban sobre la mesa, meterme la caja bajo el brazo y deslizarme desde la ventana a la calle, fugarme y empezar una nueva vida en otra ciudad.
A su manera, Maertge intentaba avisarme.
– Quiere que vuelvas a dormir abajo -continuó-. El ama de cría se va a ir pronto y no hay ninguna razón para que sigas en el desván. Dijo que o tú o su joyero debe bajar.
– ¿Y qué le contestó tu padre?
– Nada. Dijo que lo pensaría.
Se me encogió el corazón y sentí como si tuviera una losa en el pecho. Catharina le había pedido que escogiera entre yo y el joyero. No podía tenerme a mí arriba y además el joyero. Pero sabía que no quitaría del cuadro ni éste ni las perlas por tenerme a mí en el desván. Me quitaría a mí. Dejaría de ayudarle.
Aminoré el paso. Años de acarrear el agua, retorcer la colada, fregar los suelos, vaciar los orinales, sin que la belleza o el color o la luz entraran en mi vida, se extendían ante mí como un paisaje llano en el que se divisa el mar a lo lejos, pero nunca puedes alcanzarlo. Si no podía trabajar fabricando los colores, si no podía estar cerca de él, no sabía cómo iba a poder seguir trabajando en aquella casa.
Cuando llegamos al puesto de la carne y Pieter el hijo no estaba, se me llenaron los ojos de lágrimas. No me había dado cuenta de que deseaba ver su cara amable y hermosa. Por más confusa que estuviera con respecto a él, Pieter era mi forma de huir, de recordarme, también, que existía otro mundo en el que había cabida para mí. Tal vez no era tan distinta de mis padres, que lo consideraban su salvador, el que llevaría carne a su mesa.
A Pieter el padre le entusiasmaron mis lágrimas.
– Le diré a mi hijo que se te saltaron las lágrimas al ver que no estaba -declaró, limpiando la sangre de la mesa donde cortaba la carne.
– No hará tal cosa -musité-. ¿Qué queremos hoy, Maertge?
– Carne de vaca para guisar -respondió pronta-. Cuatro libras.
Me sequé los ojos con una esquina del delantal.
– Se me ha metido una mosca en el ojo -dije bruscamente-. Tal vez esto no está demasiado limpio. La suciedad atrae a las moscas.
Pieter el padre se rió de buena gana.
– ¡Una mosca en el ojo, dice! ¡Suciedad aquí! Pues claro que hay moscas: vienen por la sangre, no por la suciedad. La mejor carne es la más sangrienta y es la que atrae más a las moscas. Un día lo descubrirás por ti misma. No hace falta que se dé esos aires con nosotros, señora -le guiñó un ojo a Maertge-. ¿Y qué opina esta señorita? ¿Debe la joven Griet criticar el sitio en el que dentro de unos años ella misma estará despachando?
Maertge trató de no parecer impresionada, pero la sugerencia del carnicero de que tal vez yo no me quedaría con su familia para siempre la había sorprendido claramente. Tuvo el buen sentido de no responder y en su lugar demostró un súbito interés por el pequeño que llevaba en los brazos una mujer en el puesto de al lado.
– Por favor -le dije en voz baja a Pieter el padre-, no le diga estas cosas ni en broma, ni a ella ni a nadie de la familia. Soy su criada. Eso es lo que soy. Sugerir cualquier otra cosa es una falta de respeto hacia ellos.
Pieter el padre me miró. Sus ojos cambiaban de color al menor cambio de luz. Ni siquiera mi amo podría haberlos capturado en un cuadro.
– Puede que tengas razón -aceptó-. Desde ahora tendré más cuidado cuando me burle de ti. Pero déjame que te diga una cosa, querida: mejor te vas acostumbrando a las moscas.
Mi amo no suprimió el joyero del cuadro ni tampoco me dijo que tenía que ir a dormir abajo. Lo que hizo en su lugar fue bajarle a Catharina todas las noches las perlas y la caja, y ella las metía en el armario de la Sala Grande, donde guardaba también la pelliza amarilla. Por la mañana, cuando abría la puerta del estudio para que pudiera salir yo luego, me daba la caja y las joyas. Mi primera tarea en el estudio pasó a ser, pues, la de depositar sobre la mesa el joyero y las perlas y preparar los pendientes si la mujer de Van Ruijven iba a venir a posar. Catharina me observaba desde el umbral mientras yo hacía mis mediciones con la mano y con el brazo para dejarlas en su sitio exacto. Mis gestos debían de parecer extraños a quien me viera, pero nunca llegó a preguntarme para qué hacía todo aquello. No se atrevía.
Cornelia también debió de enterarse del problema que hubo con el joyero. Tal vez había oído a sus padres hablar del asunto sin que éstos se dieran cuenta. Puede que hubiera visto a Catharina subiendo la caja con las joyas por la mañana y a su padre bajándola por la noche, y que adivinara que había algo que no marchaba. Viera lo que viera o entendiera lo que entendiera, lo cierto es que decidió volver a la carga.
No había una razón para que yo no le gustara, salvo una vaga desconfianza. Se parecía mucho a su madre en eso.
Y empezó con un ruego, como lo había hecho cuando pidió que le zurciera el cuello que se le había roto y me echó pintura roja en el delantal. Catharina se estaba peinando una mañana de lluvia, y Cornelia zascandileaba a su lado, mirándola. Yo estaba planchando ropa en el lavadero y no las oí. Pero probablemente fue ella la que le sugirió a su madre que se pusiera unas peinetas de carey.
Unos minutos después Catharina apareció en el arco que separaba la cocina del lavadero y anunció:
– Me falta una de las peinetas, ¿la habéis visto alguna de las dos?
Aunque nos hablaba a las dos, a Tanneke y a mí, era a mí a quien miraba.
– No, señora -contestó Tanneke solemnemente, saliendo de la cocina y quedándose también bajo el arco a fin de observarme.
– No, señora -repetí yo.
Cuando vi a Cornelia asomarse desde el pasillo con aquella cara de traerse algo entre manos que era tan natural en ella, supe que había tramado algo que no tardaría en salpicarme de nuevo.
No parará hasta que me vaya, pensé.
– Alguien tiene que saber dónde está.
– ¿La ayudo a volver a buscar en el armario, señora? -le preguntó Tanneke-. ¿O buscamos nosotras por otra parte? -añadió no sin intención.
– Tal vez la tenga en el joyero -sugerí.
– Tal vez.
Catharina salió al pasillo. Cornelia se volvió y la siguió. Pensé que no tomaría mi sugerencia en consideración viniendo de mí. Pero cuando la oí en las escaleras, sin embargo, me di cuenta de que se dirigía al estudio y me apresuré a ir con ella. Iba a necesitarme. Estaba esperando, furiosa, a la puerta del estudio, con Cornelia detrás.
– Tráeme la caja -me ordenó Catharina sin apenas levantar la voz.
La humillación de no poder entrar en la habitación daba a sus palabras un tono que no le había oído nunca. Por lo general, hablaba muy alto y de forma desabrida. La callada contención de esta vez daba mucho más miedo.
Lo oí en el desván. Sabía lo que estaba haciendo: estaba moliendo lapislázuli para pintar el tapete.
Agarré la caja y se la llevé a Catharina, dejando las perlas sobre la mesa. Ella la cogió sin decir palabra y bajó las escaleras con Cornelia en los talones, como los gatos cuando creen que van a ponerles de comer. Se dirigió a la Sala Grande y revisó todas sus joyas para ver si faltaba algo más. Tal vez, habían desaparecido más cosas; era difícil saber lo que podría llegar a hacer una pequeña de siete años decidida a cometer una maldad.
No encontró la peineta en el joyero. Yo sabía exactamente dónde estaba.
No la seguí, sino que subí al desván.
Él me miró sorprendido, una mano suspendida en el aire agarrando la moleta sobre la mesa, pero no me preguntó por qué había subido. Siguió moliendo.
Abrí el baúl donde guardaba mis pertenencias y desaté el pañuelo que envolvía la peineta. Desde que había entrado a trabajar en la casa raramente sacaba la peineta, no tenía ninguna razón para ponérmela o para admirarla. Me recordaba demasiado un tipo de vida que nunca podría llevar siendo una criada. Entonces cuando me paré a mirarla, vi que no era la de mi abuela, sino otra muy parecida. La forma de la concha era más larga y más curva y a cada lado tenía unas pequeñas marcas en forma de dientes de sierra. Era más delicada fue la de mi abuela, pero tampoco mucho más delicada.
A saber si vuelvo a ver la peineta de mi abuela, pensé. Me quedé tanto tiempo sentada con la peineta en el regazo que mi amo dejó de moler el lapislázuli.
– ¿Pasa algo, Griet?
Me habló suavemente, lo cual me hizo más fácil decir lo que no tenía más remedio que decir.
– Señor -declaré por fin-, necesito su ayuda.
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