– Venga, venga -intervino oportunamente Van Leeuwenhoek-, seguramente un público es mucho menos interesante que la propia orquesta.
Me gustó que defendiera a mi amo.
– A mí no me gustan especialmente los públicos -anunció Van Ruijven-, pero me gustaría figurar en el cuadro. Yo seré el que toca el laúd -y tras una pausa, añadió-: También quiero que aparezca ella.
No necesité mirarlo para darme cuenta de que era a mí a quien señalaba.
Tanneke me hizo un gesto con la cabeza y yo volví a la cocina con lo poco que había recogido, dejando que ella se llevara el resto. Quería mirar a mi amo, pero no me atreví. Al salir, oí que Catharina decía con gran contento en la voz:
– ¡Qué buena idea! ¡Como en el de usted con la criada vestida de rojo! ¿La recuerda?
El domingo mi madre me habló cuando estábamos solas en la cocina. Mi padre se había quedado fuera disfrutando del sol de octubre mientras nosotras preparábamos la comida.
– Ya sabes que nunca hago caso de las habladurías que se oyen en el mercado -empezó a decir-, pero no es fácil no prestar oídos cuando oyes mencionar el nombre de tu hija.
Enseguida pensé en Pieter el hijo. Nada de lo que hacíamos en el callejón era digno de ir de boca en boca. Había insistido en ello.
– No sé de qué habla, madre -respondí sinceramente.
Mi madre puso una mueca.
– Dicen que tu amo te va a pintar.
Era como si estas palabras le dieran repugnancia.
Yo dejé de revolver la olla que estaba al fuego.
– ¿Quién dice eso?
Mi madre dejó escapar un suspiro, reacia a repetir los chismorreos oídos.
– Unas mujeres que vendían manzanas.
Cuando no respondí, creyó que mi silencio significaba lo peor.
– ¿Por qué no me lo has dicho, Griet?
– ¡Pero si yo misma no he oído nada de eso! Nadie me ha dicho nada.
No me creyó.
– Es verdad -insistí-. Mi amo no me ha dicho nada. Maria Thins tampoco me ha dicho nada. Sólo limpio el estudio. Eso es lo más cerca que llego a estar de sus cuadros -nunca le había hablado del trabajo que hacía en el desván con las pinturas-. ¿Cómo puede andar creyendo a esas mujeres y no a mí?
– Cuando algo se rumorea en el mercado suele haber razones para ello, aunque no sea exactamente verdad lo que se dice.
Mi madre salió de la cocina para llamar a mi padre. No volvió a mencionar el tema aquel día, pero yo empecé a temer que tuviera razón: yo sería la última en enterarme.
Al día siguiente, cuando fui a la Lonja, decidí preguntarle a Pieter el padre sobre el rumor. No me atrevía a hablar de ello con Pieter el hijo. Si mi madre había oído el chismorreo, él también lo habría oído, y sabía que no le habría gustado. Aunque nunca me había dicho nada, no cabía la menor duda de que estaba celoso de mi amo.
Pieter el hijo no estaba en el puesto. No tuve que esperar mucho para que Pieter el padre me dijera algo él mismo.
– ¿Qué es eso que andan diciendo por ahí? -me preguntó con una afectada sonrisa-. ¿Te van a hacer un retrato, no? Y no tardará en parecerte poco mi hijo. Sé ha ido enfurruñado a la Feria, por tu culpa.
– Cuénteme lo que haya oído.
– ¡Ah! ¿Quieres volverlo a oír, verdad? -levantó la voz-. ¿Adorno un poco la historia para el disfrute de unos cuantos?
– ¡Shhh! -le susurré. Sentí que bajo su fanfarronada estaba enfadado conmigo-. Sólo dígame lo que ha oído. Pieter el padre bajó la voz.
– Pues que la cocinera de Van Ruijven anda diciendo que vas a posar al lado de su señor en un cuadro.
– No sé nada de eso -afirmé, consciente incluso mientras las pronunciaba de que, como con mi madre, mis palabras apenas tenían efecto.
Pieter el padre agarró un puñado de riñones de cerdo.
– No es a mí a quien has de explicar todo eso -me dijo pesándolos en la mano.
Esperé unos cuantos días para hablar con María Thins. Quería ver si alguien me decía algo antes. La encontré en el Cuarto de la Crucifixión una tarde que Catharina estaba dormida y Maertge se había llevado al resto de las niñas al Campo de la Feria. Tanneke estaba en la cocina cosiendo y cuidando de Johannes y Franciscus.
– ¿Puedo hablar con usted, señora? -dije sin levantar apenas la voz.
– ¿Qué pasa, muchacha?encendió la pipa y me miró a través de una nube de humo-. ¿Volvemos a tener problemas? -sonaba harta.
– No sé, señora, pero vengo oyendo algo muy extraño.
– Todos venimos oyendo cosas extrañas.
– He oído que…, que voy a posar para una pintura. Junto a Van Ruijven.
María Thins soltó una risita.
– Sí, sí que es algo extraño. Lo andan diciendo por el mercado, ¿no?
Asentí.
María Thins se arrellanó en su asiento y chupó su pipa.
– Y dime, ¿qué opinas tú de estar en ese cuadro?
No sabía qué contestar.
– ¿Que qué opino, señora? -repetí como una estúpida.
– No me tomaría la molestia de hacerle esta pregunta a todo el mundo. A Tanneke, por ejemplo. Cuando él la pintó, se pasó meses posando con el cántaro de la leche en alto sin que un solo pensamiento cruzara su mente. Dios la bendiga. Pero tú…, no. Hay cosas, toda suerte de cosas, que piensas y no dices. ¿Qué cosas son ésas?, me digo.
Dije la única cosa sensata que sabía que iba a entender.
– No tengo ganas de posar al lado de Van Ruijven, señora. No creo que vaya con buenas intenciones.
Mis palabras sonaron serias.
– Nunca va con buenas intenciones cuando se trata de jovencitas.
Yo me limpié nerviosamente las manos en el delantal.
– Al parecer te ha salido un defensor de tu honor -continuó-. Mi yerno no está más convencido de pintarte al lado de Van Ruijven que tú de posar con él.
No traté de ocultar mi alivio.
– Pero Van Ruijven es su patrón y es un hombre rico y poderoso -me previno María Thins-. No podemos permitirnos ofenderle.
– ¿Qué le van a decir, señora?
– Todavía estoy decidiéndolo. Mientras tanto, tendrás que aguantarte con los rumores. No contestes; lo último que queremos es que le lleguen a Van Ruijven habladurías de que te niegas a posar a su lado.
La inquietud se me debió de notar en la cara.
– No te preocupes, muchacha -refunfuñó Maria Thins, golpeando la pipa en el borde de la mesa para soltarle las cenizas-. Nosotros nos ocuparemos de ello. Mantén la cabeza gacha y cumple con tus obligaciones. Y ni una palabra a nadie.
– Sí, señora.
Sí que se lo dije a una persona, sin embargo. Me pareció que tenía que hacerlo.
Había sido bastante fácil evitar a Pieter el hijo: durante toda esa semana se celebraron en la Feria de Ganado las subastas de los animales que habían sido engordados durante el verano y el otoño en los pastos y que estaban ya a punto para ser llevados al matadero antes de que entrara el invierno. Pieter había ido todos los días.
Al día siguiente de haber hablado con Maria Thins, por la tarde, salí de la casa sin decir nada a nadie para ir a buscarlo al Campo de la Feria, justo al volver la esquina de la Oude Langendijck. Por la tarde estaba más tranquilo que por la mañana, cuando tenían lugar las subastas. La mayoría de las bestias ya habían desaparecido, y los hombres formaban corrillos bajo los plátanos que flanqueaban la plaza, contando el dinero y comentando los negocios que se habían hecho aquella mañana. Las hojas de los árboles estaban amarillas y al caer al suelo se mezclaban con el estiércol y la orina, que se olía ya mucho antes de llegar a la Feria.
Pieter el hijo estaba sentado junto a otro hombre a la puerta de una de las tabernas de la plaza, con una jarra de cerveza frente a él. Enzarzado en la conversación, no reparó en mi presencia cuando me paré sin decir palabra junto a su mesa. Fue su compañero quien levantó la vista y le dio un codazo.
– Me gustaría hablar contigo un momento -dije rápidamente sin darle a Pieter ni siquiera la posibilidad de parecer sorprendido.
Su compañero se levantó inmediatamente de un salto, dejándome la banqueta.
– ¿Damos una vuelta? -le sugerí señalando la plaza.
– Claro, claro -dijo Pieter. Le hizo una seña a su amigo y me siguió al otro lado de la calle. Por su expresión no era fácil saber si se alegraba de verme o todo lo contrario.
– ¿Qué tal han estado hoy las subastas? -pregunté torpemente. Nunca se me habían dado bien las conversaciones insustanciales.
Pieter se encogió de hombros. Me tomó por el codo a fin de dirigir mis pasos por detrás de un pila de estiércol y luego me soltó.
Yo me di por vencida.
– Andan hablando de mí en el mercado -dije bruscamente.
– Siempre se corren rumores sobre todo el mundo en un momento u otro.
– No es verdad lo que se dice. No voy a estar en un cuadro al lado de Van Ruijven.
– Me ha dicho mi padre que le gustas a Van Ruijven.
– Pero eso no significa que vaya a aparecer en un cuadro con él.
– Es muy poderoso.
– Tienes que creerme, Pieter.
– Es muy poderoso -repitió-, y tú no eres más que una criada. ¿Quién crees que ganará esta partida?
– Piensas que voy a ser igual que la criada del vestido
– Sólo si bebes de su vino -Pieter me miró cara a cara.
– Mi amo no quiere pintarme con Van Ruijven -dije de mala gana pasado un momento. Hubiera preferido no nombrarlo.
– Eso está bien. Y yo tampoco quiero que te pinte él.
Cerré los ojos y no dije nada. El olor animal tan cercano empezaba a marearme.
– Te estás dejando pillar donde no debes, Griet -dijo Pieter en un tono más amable-. Su mundo no es el tuyo.
Abrí los ojos y di un paso atrás.
– Vine a contarte que todos esos rumores son falsos, no a que me acusaras de nada. Ahora me arrepiento de haberme preocupado por ti.
– No te arrepientas. De veras te creo -suspiró-. Pero no tienes mucho poder para cambiar las cosas. Seguro que te das cuenta de eso, ¿no?
Al no contestar yo, añadió:
– ¿Crees de verdad que podrías negarte si tu amo quisiera pintar un cuadro contigo y Van Ruijven de modelos?
Era una pregunta que me había hecho a mí misma y para la que no había encontrado respuesta.
– Gracias por recordarme lo desesperado de mi situación -le respondí provocadoramente.
– A mi lado no lo sería. Tendríamos nuestro propio negocio, el dinero que ganáramos sería para nosotros, gobernaríamos nuestras propias vidas. ¿No te gustaría algo así?
Lo miré, sus brillantes ojos azules, sus rizos rubios, su entusiasmo. Era una locura incluso dudarlo.
– No he venido aquí a hablar de esto. Todavía soy demasiado joven -utilicé la vieja excusa. Algún día sería demasiado mayor para seguir utilizándola.
– Nunca sé lo que estás pensando, Griet -insistió él-. Eres tan reservada, tan callada, nunca dices nada. Pero hay algo dentro de ti. Lo veo a veces, escondido detrás de tus ojos.
Me alisé la cofia, comprobando que no se me quedaba ningún mechón fuera.
– Lo único que quería decir es que no hay ningún cuadro -afirmé, pasando por alto lo que él había dicho-. Me lo ha prometido Maria Thins. Pero no se lo digas a nadie. Si te hablan de mí en el mercado no digas nada. No intentes defenderme; tus palabras podrían llegar a oídos de Van Ruijven y terminarían volviéndose en tu contra.
Pieter asintió bajando la cabeza y empujó con el pie una paja sucia.
No siempre será razonable. Un día perderá la paciencia.
Para recompensar su sensatez, le dejé que me condujera a un estrecho pasaje que salía del Campo de la Feria y que recorriera mí cuerpo, deteniéndose y tomando entre sus manos mis redondeces. Intenté abandonarme y sentir placer, pero el olor a excrementos animales me seguía mareando
Al margen de lo que le hubiera dicho a Pieter el hijo, yo misma no las tenía todas conmigo de que María Thins cumpliera su promesa de intentar que no saliera en el cuadro Era una mujer impresionante, astuta para los negocios, segura del lugar que ocupaba, pero no era Van Ruijven. No veía cómo iban a poder negarle lo que les pedía. Había querido un cuadro de su mujer mirando de frente al pintor, y mi amo se lo había pintado. Había querido un cuadro de la criada vestida de rojo y lo había conseguido. Si me quería a mí en un cuadro, no había ninguna razón para que no me tuviera.
Un día, tres hombres que yo no conocía trajeron una espineta en un carro. Un muchacho los seguía con una viola de gamba que era más grande que él. No pertenecían a Van Ruijven los instrumentos, sino a un conocido suyo amante de la música. Toda la casa se congregó en el pasillo para ver cómo se apañaban los hombres con la espineta escaleras arriba. Cornelia estaba parada justo al pie de la escalera; si se les soltara, el instrumento caería directamente sobre ella. Me dieron ganas de acercarme y sacarla de allí, y sin duda lo habría hecho de tratarse de una de las otras niñas. Pero me quedé donde estaba. Fue Catharina la que finalmente le insistió para que se cambiara a un sitio menos peligroso.
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