Había entrado en el estudio y estaba de pie al lado de la ventana.

– Siéntate, por favor, Griet -me dijo, dándome la espalda.

Me senté en la silla que estaba junto a la espineta. No me atreví a tocarla. Nunca había tocado un instrumento, salvo para limpiarlo. Mientras esperaba, estudié los cuadros que había colgado en la pared del fondo y que formarían parte de la escena del concierto que iba a pintar. El de la izquierda era un paisaje, y en el de la derecha había tres figuras: una mujer tocando el laúd vestida con un traje que dejaba al descubierto gran parte de su pecho, un caballero que la tenía enlazada, y una anciana. El hombre estaba comprando los favores de la joven, y la anciana se adelantaba a recoger la moneda que él le entregaba. El cuadro pertenecía a María Thins, quien me había dicho una vez que se titulaba La alcahueta.

– No, en esa silla, no -se volvió, dándole la espalda a la ventana-. Ahí se sienta la hija de Van Ruijven. Donde me habría sentado yo, pensé, de haber tenido que posar en ese cuadro.

Puso al lado del caballete, pero mirando a la ventana, otra de las sillas con cabezas de león:

– Siéntate ahí.

– ¿Qué quiere, señor? le pregunté, sentándome.

Estaba sorprendida; nunca nos habíamos sentado juntos. Me puse a temblar, aunque no tenía frío.

– No hables -abrió un postigo de modo que la luz me diera directamente en la cara-. Mira afuera de la ventana -se sentó en su silla delante del caballete.

Clavé los ojos en la Iglesia Nueva y tragué. Sentí como se me tensaba la mandíbula y abría unos ojos como platos.

– Ahora mírame.

Me volví y lo miré por encima de mi hombro izquierdo. Nuestras miradas se fundieron. Y yo sólo podía pensar en que el gris de sus ojos se parecía al del interior de las ostras.

Parecía que estaba esperando algo. Se me debió de notar en la cara el temor a no cumplir con sus expectativas.

– Griet -me dijo muy bajito.

No tenía que decir más. Los ojos se me inundaron de lágrimas que no llegué a verter. Ahora lo sabía.

Sí. No te muevas. Me iba a pintar.

1666

– Hueles a aceite de linaza

Por su tono, mi padre parecía desconcertado. No podía creer que con el solo hecho de limpiar el estudio se me pegara así al cuerpo y a las ropas y al pelo el olor de la linaza. Tenía razón. Era como si hubiera adivinado que ahora dormía con ese olor en el cuarto, que me pasaba horas posando y absorbiendo su fragancia. Lo había columbrado, pero no podía decirlo. Toda su confianza en sí mismo le había abandonado al quedarse ciego, de modo que no se fiaba de lo que pensaba.

Un año antes habría intentado ayudarlo, le habría insinuado que sabía en qué estaba pensando, le habría animado a abrir su corazón. Ahora, sin embargo, me limité a ver cómo se debatía en silencio, igual que los escarabajos cuando caen patas arriba y tratan de darse la vuelta.

Mi madre también se barruntaba algo, aunque no sabía qué A veces no podía mirarla a los ojos. Cuando lo hacía veía un rompecabezas de rabia contenida, de curiosidad, de dolor. Estaba intentando comprender qué le pasaba me había acostumbrado al olor de la linaza. Incluso tenía una botellita al lado de la cama. Por la mañana, cuando me vestía la ponía junto a la ventana para admirar su color, que era parecido al zumo de limón con una gota amarillo de barita.

Ahora llevo ese color, me habría gustado decirles. Me está pintando con ese color.

Pero en lugar de ello, para apartar de la cabeza de mi padre aquel olor, le describí el otro cuadro en el que estaba trabajando mi amo [7].

– Una mujer está sentada delante de una espineta, tocando. Lleva un corpiño amarillo y negro -el mismo que llevaba la hija del panadero en su cuadro-, una falda de satén blanca y cintas también blancas en el pelo. De pie, junto a la curva de la espineta, hay otra mujer cantando con una partitura en la mano. Va vestida con una túnica verde ribeteada de piel sobre un vestido azul. Entre las mujeres hay un hombre sentado de espaldas a nosotros…

– Van Ruijven -interrumpió mi padre.

– Sí, Van Ruijven. Sólo se le ve la espalda, el cabello y una mano sobre el mástil del laúd.

– Lo toca muy mal -añadió mi padre, impaciente.

– Muy mal. Por eso está de espaldas: para que no veamos que ni siquiera sabe agarrar el laúd.

Mi padre se rió, recuperado su buen humor. Oír que un rico era torpe para otras cosas, como la música, por ejemplo, era siempre de su agrado.

No siempre resultaba así de sencillo ponerlo contento. Los domingos sola con mis padres se habían convertido en tal suplicio que casi me alegraba cuando Pieter se quedaba a comer con nosotros. Pieter debía de notar las miradas de preocupación que me lanzaba mi madre, las tristes apostillas de mi padre, los incómodos silencios, tan extraños entre una hija y sus padres. Nunca hizo ningún comentario al respecto, ni pestañeó ni se quedó mudo. En lugar de ello, bromeaba con mi padre, encomiaba a mi madre y me sonreía.

Pieter no me preguntó por qué olía a linaza. No parecía preocuparle que estuviera ocultando algo. Había decidido confiar en mí.

Era un buen hombre.

Pero no podía evitar mirar si tenía las uñas manchadas de sangre.

Debería ponerlas a remojo en agua con sal, pensaba yo. Un día se lo diré.

Era un buen hombre, pero empezaba a impacientarse. Aunque él no decía nada, algunos domingos, en el callejón del canal Rietveld, sentía la impaciencia en sus manos. Me agarraba los muslos con más fuerza de la necesaria, me estrechaba de tal forma que quedaba como encolada a su entrepierna y sentía el bulto de su sexo incluso bajo todas las capas de ropa. Hacía tanto frío que nunca llegábamos a tocarnos directamente en la piel, sólo las texturas y las rugosidades de la lana, los toscos contornos de nuestros miembros.

Las caricias de Pieter no me repelían siempre. A veces, si miraba al cielo por encima de su hombro y veía en las nubes otros colores además del blanco, o pensaba en moler el blanco de plomo o el masicote, sentía un temblor en los pechos y en el vientre y me pegaba a su cuerpo. Siempre le agradaba que respondiera de este modo. No reparaba en que evitaba mirarle a la cara y a las manos.

Aquel domingo del aceite de linaza en el que mis padres es estaban tan tristes y desconcertados, Pieter me llevó luego al callejón. Allí empezó a estrujarme los pechos y a tirarme de los pezones por encima del vestido. Entonces se paró de pronto, me miró con ojos maliciosos y me acarició los hombros y la base del cuello. Antes de que pudiera detenerlo, sus dedos estaban bajo mi cofia, enredados en mis cabellos.

Yo me agarré la cofia con ambas manos.

– ¡No!

Pieter me sonrió; tenía los ojos vidriosos, como si hubiera estado demasiado tiempo mirando al sol. Se las apañó para soltarme un mechón de pelo y se lo enroscó entre los dedos

– Algún día, Griet, lo veré todo. No siempre vas a ser secreto para mí -dejó caer la mano bajo la curva de vientre y se apretó contra mí-. El mes que viene cumples dieciocho años. Hablaré con tu padre entonces.

Yo di un paso atrás; me sentía como si estuviera en una habitación oscura y sofocante; me resultaba difícil respirar.

– Todavía soy demasiado joven. Demasiado joven para eso.

Pieter se encogió de hombros.

– No todos esperan a ser mayores. Y tu familia me necesita.

Era la primera vez que se refería a la pobreza de mi familia y a su dependencia de él, su dependencia que era también mi dependencia. Por eso aceptaban contentos la carne que él les llevaba de regalo y me hacían irme con él al callejón los domingos.

Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que me recordara el poder que tenía sobre nosotros.

Pieter se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia. Para congraciarse conmigo, volvió a remeter el mechón de pelo bajo mi cofia.

– Te haré feliz, Griet -dijo-. Claro que lo haré.

Después de que él se fuera, me quedé un rato caminando a orillas del canal, pese al frío que hacía. Habían roto el hielo para que pudieran pasar las embarcaciones, pero se había vuelto a formar una fina capa en la superficie. De niños, Frans, Agnes y yo la rompíamos tirando piedras hasta que no quedaba una sola astilla de hielo flotando sobre el agua. Parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces.


Un mes antes me había dicho que subiera al estudio.

– Estaré en el desván -anuncié aquella tarde a quienes estaban conmigo en la habitación.

Tanneke no levantó la vista de la costura.

– Pon un poco de leña en el fuego antes de salir -me ordenó.

Las niñas estaban haciendo ganchillo dirigidas por Maertge y María Thins. Lisbeth tenía paciencia y agilidad en los dedos y su labor era bastante buena, pero Aleydis era demasiado joven para manipular el delicado ganchillo, y Cornelia demasiado impaciente. El gato estaba echado a los pies de Cornelia, delante del hogar, y de vez en cuando la niña se agachaba y meneaba una hebra para que el animalito jugara con ella. Probablemente esperaba que el gato terminara por clavar las uñas en su labor y se la destrozara.

Tras echar la leña en el fuego, rodeé a Johannes, que estaba jugando con una peonza sobre las gélidas baldosas de la cocina. En el momento que yo salía, la tiró con tal fuerza que cayó directamente en el fuego. El crío se echó a llorar, mientras Cornelia se retorcía de risa y Maertge intentaba rescatar el juguete del fuego con unas tenazas.

– ¡A callar! Vais a despertar a Catharina y a Franciscus -les reprendió María Thins. Pero no la escuchaban.

Salí sin que me vieran, aliviada de dejar atrás todo aquel barullo y sin importarme el frío que pudiera hacer en el estudio.

La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando me acerqué, apreté los labios, me atusé las cejas y me pasé los dedos por las mejillas, hasta la barbilla, como si estuviera palpando la firmeza de una manzana. Vacilé ante la pesada puerta y luego llamé suavemente. No hubo respuesta, aunque sabía que él tenía que estar dentro: me estaba esperando.

Era el primer día del año. Hacía casi un mes que había preparado el lienzo para mi retrato, pero no había hecho nada más desde entonces -ni perfiles rojizos para indicar las formas ni falsos colores ni colores tapados ni zonas resaltadas-. Sólo el blanco amarillento del lienzo. Lo veía todas las mañanas al limpiar el estudio.

Llamé más fuerte.

Cuando abrió la puerta, tenía el ceño fruncido y no me miró de frente.

– No hace falta que llames, Griet, sólo tienes que entrar sin hacer ruido -dijo, volviéndose y dirigiéndose al caballete, donde el lienzo blanco esperaba preparado a que le añadieran los colores.

Cerré la puerta suavemente tras de mí, acallando el ruido de los niños en el piso de abajo, y avancé hasta el centro de la habitación. Estaba sorprendentemente tranquila, ahora que por fin parecía que había llegado el momento.

– Me llamaba, señor.

– Sí. Ponte ahí -señaló hacia el rincón donde había pintado a las otras mujeres. La mesa que estaba utilizando para el cuadro del concierto estaba todavía allí, pero había quitado los instrumentos musicales. Me dio un papel escrito.

– Lee esto -dijo.

Yo desdoblé el papel y bajé la cabeza, preocupada de que descubriera que estaba fingiendo que sabía leer una caligrafía desconocida.

El papel estaba en blanco.

Levanté la cabeza para decírselo, pero me detuve. Con él, por lo general, era mejor no decir nada. Volví a agachar la cabeza sobre el papel.

– Inténtalo con esto, a ver -me sugirió, dándome un libro. La encuadernación de cuero estaba muy gastada y el lomo roto por varios sitios. Lo abrí al azar y contemplé una página. No reconocí ninguna palabra.

Me hizo sentar, luego me dijo que me pusiera de pie y lo mirara, siempre con el libro abierto entre las manos. Me quitó el libro y me dio la jarra blanca con tapa de peltre y me dijo que hiciera como si estuviera sirviendo un vaso de vino. Me pidió que me pusiera frente a la ventana y simplemente mirara a la calle. Parecía perplejo todo el tiempo, como si alguien le hubiera contado una historia y no se acordara del final.

– Es la ropa -musitó-. Ése es el problema.

Comprendí a qué se refería. Me estaba haciendo hacer el tipo de cosas que haría una dama, pero yo iba vestida con ropas de sirvienta. Pensé en la pelliza amarilla y el corpiño amarillo y negro y me pregunté cuál me diría que me pusiera. En lugar de ilusionarme, la idea de vestirme con aquellas prendas me fastidiaba. No sólo era que iba a resultar imposible ocultarle a Catharina que me ponía su ropa. No me sentía a gusto agarrando cartas y libros, sirviendo el vino, haciendo cosas que nunca hacía. Por mucho que me apeteciera sentir la suave piel de la pelliza envolviéndome el cuello estaba claro que ésa no era la ropa que yo solía llevar.