– Señor -dije finalmente-, o tal vez debería pintarme haciendo otras cosas. Las cosas que hacen las criadas.
– ¿Y qué hacen las criadas? -me preguntó suavemente, cruzándose de brazos y levantando las cejas.
Tuve que esperar un instante antes de contestar. Me temblaba la barbilla. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón y tragué saliva.
– Coser -repuse-. Fregar y barrer el suelo. Acarrear el agua. Lavar las sábanas. Cortar el pan. Limpiar las ventanas.
– ¿Quieres que te pinte con la escoba en la mano?
– No soy yo la que tiene que decidir estas cosas. No es mío el cuadro.
Frunció el ceño.
– No, no es tuyo -sonó como si estuviera hablando para sí.
– No quiero que me pinte con la escoba -dije esto sin saber lo que iba a decir,
– No, no. Tienes razón, Griet. No te pintaría con una escoba en la mano.
– Pero no puedo ponerme la ropa de su esposa. Se hizo un largo silencio.
– No, supongo que no -dijo-. Pero tampoco te pintaré de criada.
– ¿De qué, entonces, señor?
– Te pintaré como te vi la primera vez, Griet. Como tú misma.
Colocó una silla al lado del caballete, mirando a la ventana del centro, y yo me senté en ella. Supe que ése era mi sitio. Iba a buscar la pose en la que me había colocado un mes antes, cuando decidió pintarme.
– Mira por la ventana -dijo.
Yo miré hacia el gris invernal al otro lado de la ventana y, recordando cuando había posado en lugar de la hija del panadero, no intenté ver nada en especial, sino dejar que mis pensamientos se acallaran. No era cosa fácil, porque estaba pensando en él y en que estaba sentada frente a él.
La campana de la Iglesia Nueva sonó dos veces.
– Ahora vuelve la cabeza lentamente hacia mí. No, los hombros no. Mantén el cuerpo mirando hacia la ventana. Mueve sólo la cabeza. Despacio, despacio. Quieta ahí. Un poco más, de modo que…, quieta. Ahora no te muevas. Me quedé quieta.
Al principio no podía mirarlo a los ojos. Cuando lo hice tuve la sensación de estar sentada junto a un fuego que lanzara de pronto una llamarada. En lugar de mirarlo a los ojos, estudié su barbilla firme, sus finos labios.
– No me estás mirando, Griet.
Me forcé a mirarlo. De nuevo sentí una quemazón, pero lo soporté. Él quería que lo hiciera.
Enseguida empezó a resultarme más fácil. Me miraba como si no me estuviera viendo, como si viera otra persona u otra cosa, como si estuviera mirando un cuadro.
Está mirando a la luz que me da en la cara, pensé, no a mi cara. Ésa es la diferencia.
Era como si yo no estuviera allí. Cuando me percaté de esto, pude relajarme un poco. De la misma forma que él no me veía, yo no lo veía a él. Dejé vagar mis pensamientos y por mi cabeza pasaron la liebre estofada que habíamos tenido para comer, el cuello de encaje que me había dado Lisbeth, una historia que me había contado Pieter el hijo el día anterior. Tras esto me quedé con la mente en blanco. Él se levantó dos veces a cambiar la posición de uno de los postigos. Y se dirigió varias veces al armarito y eligió diferentes pinceles y colores. Yo observaba sus movimientos como si estuviera parada en la calle, viendo por una ventana el interior de una casa.
La campana de la iglesia sonó tres veces. Pestañeé. No me había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo. Era como si me hubiera quedado embelesada.
Lo miré: tenía los ojos clavados en mí. Me observaba. Una ola de calor me recorrió el cuerpo al encontrarse nuestras miradas. Pero no aparté los ojos hasta que él, carraspeando, miró a otro lado.
– Esto será todo por hoy, Griet. Tienes un poco de marfil para moler esperándote arriba.
Yo asentí sin palabras y salí de la habitación, mi corazón palpitante. Me estaba pintando.
– Retírate la cofia de la cara -me dijo un día.
– ¿De la cara, señor? -repetí estúpidamente, y lo lamenté enseguida.
Él prefería que no dijera nada y que hiciera lo que me decía. Sí hablaba, debía decir algo que mereciera la pena. No me respondió. Yo levanté por encima de la mejilla el lado de la cofia que veía él. La punta, endurecida con patata al plancharla, me rozó el cuello.
– Más -dijo-. Quiero ver la línea de la mejilla.
Yo vacilé y la retiré un poco más. Sus ojos recorrieron mi mejilla.
– Destápate la oreja.
No quería hacerlo. No tenía elección.
Me palpé para asegurarme de que no se me había soltado el pelo, me metí detrás de la oreja un mechoncito rebelde y retiré la cofia, dejando el lóbulo al descubierto. Por su cara pareció que iba a suspirar, aunque no emitió sonido alguno. Yo reprimí el sonido que quería escapárseme de la garganta.
– La cofia -dijo-. Quítate la cofia.
– No puedo, señor.
– ¿No?
– No me pida que lo haga, por favor, señor -dejé caer el lateral de la cofia, de modo que volviera a taparme la mejilla y la oreja. Miré al suelo, á las baldosas grises y blancas que se alejaban de mí, definidas y rectas.
– ¿No quieres descubrirte la cabeza?
– No.
– Pero no quieres que te pinte de criada, con la escoba y la cofia, ni tampoco con el satén, las pieles y el peinado de una dama.
No respondí. No podía enseñarle mis cabellos. Yo no era de esas que se destapaban la cabeza.
Se cambió de postura en la silla y luego se puso de pie. Lo oí entrar en el almacén. Cuando volvió, llevaba un montón de prendas de tela entre las manos y las dejó caer en mi regazo.
– Está bien, Griet, mira a ver lo que puedes hacer con esto. Busca una forma de envolverte la cabeza de modo que no parezcas una criada ni tampoco una dama.
No podía distinguir si estaba enfadado o divertido. Salió de la habitación cerrando la puerta tras él.
Yo examiné el contenido del montón. Había tres cofias, las tres demasiado finas para mí y demasiado pequeñas para cubrirme enteramente la cabeza. Había trozos de tela, restos de los vestidos y chaquetas que se había hecho Catharina, en tonos amarillos y marrones, azules y grises.
No sabía qué hacer con ellos. Miré a mi alrededor, como si el estudio pudiera ofrecerme una solución. Mis ojos se clavaron en el cuadro de La alcahueta: la mujer joven llevaba la cabeza descubierta, el cabello sujeto atrás con unas cintas, pero la anciana la tenía envuelta en un pañolón con los extremos remetidos a fin de sujetarlo. Tal vez esto es lo que quiere, pensé. Tal vez esto es lo que hacen con sus cabellos las mujeres que no son criadas, pero tampoco son damas.
Escogí un trozo de tela marrón y me lo llevé al almacén, donde había un espejo. Me quité la cofia y me enrollé el trozo de tela lo mejor que pude alrededor de la cabeza, comprobando de vez en cuando el cuadro para tratar de ponérmelo como el de la anciana. Me daba un aspecto muy peculiar.
Debería dejar que me pintara con la escoba, pensé. El orgullo me ha hecho una presumida.
Cuando volvió y vio lo que había hecho se echó a reír. No lo había oído reírse mucho, alguna vez con las niñas, una vez con Van Leeuwenhoek. Fruncí el ceño. No me gustaba que se rieran de mí.
– Sólo he hecho lo que me dijo, señor -musité.
Él dejó de reírse.
– Tienes razón, Griet. Lo siento. Y ahora que puedo verla, tienes una cara… -se calló y no terminó la frase. Me quedé para siempre con la duda de qué iba a decir.
Se volvió hacia el montón de telas y prendas que yo había dejado sobre la silla.
– ¿Por qué has elegido el marrón habiendo otros colores? -me preguntó.
No quería que la conversación volviera a girar en torno de las damas y las criadas. No quería recordarle que el azul y el amarillo eran colores para las damas.
– Es el color que llevo normalmente -dije sin más.
Pareció que había adivinado mis pensamientos.
– Tanneke llevaba azul y amarillo cuando la pinté hace unos años -repuso.
– Yo no soy Tanneke, señor.
– No, de eso estamos seguros -sacó un trozo de tela azul muy largo y estrecho-. En cualquier caso, quiero que pruebes con esto.
Yo estudié el trozo de tela.
– No me llegará para cubrirme toda la cabeza.
– Pues entonces usa también este otro -agarró un trozo de tela amarilla que tenía un reborde del mismo tono de azul y me lo dio.
De mala gana tomé los dos trozos y me fui al almacén para probar de nuevo frente al espejo. Me até la tela azul sobre la frente y la amarilla la enrollé de forma que me cubriera la coronilla. Remetí el extremo en una de las vueltas, dejando que me cayera a un lado de la cabeza. Quité las arrugas que se formaron, alisé la tela azul que me cubría la frente y volví a entrar en el estudio.
Él estaba mirando un libro y no se dio cuenta de que me había vuelto a sentar en mi silla. Me coloqué como había estado antes. Cuando volví la cabeza sobre el hombro izquierdo, él levantó la vista del libro, y en ese mismo momento el extremo de la tela amarilla se soltó y me cayó sobre el hombro.
– ¡Oh! -dije con un suspiro, temerosa de que se cayera el resto de la tela y quedara expuesta la totalidad de mis cabellos. Pero se sostuvo, sólo el extremo de la tela amarilla se quedó suelto. Mis cabellos siguieron tapados.
– Sí -dijo él entonces-. Así es, Griet. Sí. [8]
No me dejaba ver el cuadro. Lo colocó en un segundo caballete, de espaldas a la puerta y me dijo que no lo mirara. Yo le prometí que no lo haría, pero algunas noches en la cama, antes de dormirme, me entraban ganas de envolverme en una manta y bajar sigilosamente al estudio a verlo. Nunca se habría enterado.
Pero lo sospecharía. No podía imaginarme pasar un día tras otro sentada frente a él sin que adivinara que había mirado el cuadro. No podía ocultarle nada. No quería hacerlo.
Tampoco me apetecía descubrir cómo me veía. Era mejor que siguiera siendo un misterio.
Los colores que me decía que mezclara no me daban pistas sobre lo que estaba haciendo. Negro, ocre, blanco de plomo, amarillo de barita, azul de ultramar, amaranto, eran todos ellos colores con los que ya había trabajado antes y podían estar siendo igualmente empleados en el cuadro del concierto.
No era lo habitual que pintara dos cuadros al mismo tiempo. Aunque no le gustaba tener que estar pasando de uno a otro, así le resultaba más fácil ocultar que me estaba pintando. Algunas personas lo sabían. Van Ruijven lo sabía -no me cabía la menor duda de que mi amo estaba pintándome porque él se lo había pedido-. Debió de aceptar pintarme sola para no tener que pintarme con Van Ruijven. Van Ruijven iba a ser el dueño de mi retrato.
No me gustaba pensarlo. Ni tampoco, creía yo, le gustaba a mi amo.
María Thins también lo sabía. Fue ella probablemente la que llegó a un acuerdo con Van Ruijven. Y además, todavía podía entrar y salir del estudio cuando gustara y podía ver el cuadro, algo que a mí no me estaba permitido. A veces me miraba de soslayo y no podía ocultar una expresión de curiosidad.
Yo sospechaba que Cornelia también conocía la existencia de mi retrato. Un día la pillé donde no debía, en las escaleras que subían al estudio. Y cuando le pregunté qué estaba haciendo allí, no me respondió; yo la dejé marchar en lugar de llevarla a María Thins o a Catharina. No me atrevía a remover las cosas, al menos mientras me estuviera pintando.
Van Leeuwenhoek sabía también del cuadro. Un día trajo su cámara oscura y la dispuso de forma que ambos pudieran examinarme a través de ella. No pareció sorprenderse al verme allí sentada; mi amo debía de haberle advertido. Sí miró con atención a mi extraño tocado, pero no hizo ningún comentario.
Usaron la cámara por turno. Yo había aprendido a posar sin moverme ni pensar en nada y a que no me distrajera su mirada. Era más difícil, sin embargo, con la caja negra apuntando hacia mí. Me sentía incómoda con aquella caja y el sobretodo negro cubriendo una espalda encorvada, en lugar de unos ojos, una cara, un cuerpo vueltos hacia mí. Ya no podía saber cómo me miraban.
No podía negar, sin embargo, que era bastante excitante que dos caballeros la examinaran a una con tanta atención, aunque no pudiera verles la cara.
Mi amo salió de la habitación en busca de un paño suave para limpiar la lente. Van Leeuwenhoek esperó hasta que lo oímos bajar las escaleras y entonces dijo:
– ¡Ándate con cuidado!, querida.
– ¿Qué quiere decir, señor?
– Seguramente sabes que te está pintando para satisfacer un capricho de Van Ruijven. Tu amo pretende protegerte del interés que ha demostrado Van Ruijven por ti.
Yo asentí, secretamente encantada de oír lo que ya sospechaba.
– No dejes que te metan en su guerra. Podrías resultar herida.
Yo seguía en la postura con la que posaba para el cuadro. Mis hombros empezaron a contraerse por su cuenta, como si me estuviera quitando un chal.
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