– No creo que él pueda herirme nunca, señor.
– Dime, querida, ¿sabes mucho de los hombres?
Yo me sonrojé y me volví. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón.
– Verás, la competencia vuelve a los hombres posesivos. Le interesas a él en parte porque Van Ruijven está interesado.
Yo no respondí.
– Es un hombre excepcional -continuó Van Leeuwenhoek-. Sus ojos valen el peso de una habitación llena de oro. Pero a veces ve el mundo sólo como él quiere que sea y no como realmente es. Y no comprende las consecuencias que pueda tener para los otros ese punto de vista. Sólo piensa en él y en su trabajo, no en ti. Debes tener cuidado… -se calló. Oímos los pasos de mi amo en las escaleras.
– ¿De qué debo cuidarme, señor? -dije en un susurro.
– De seguir siendo tú misma.
Levanté la barbilla.
– ¿De no dejar de ser una criada?
– No es eso lo que he querido decir. Las mujeres en sus cuadros… las atrapa en su mundo. Puedes perderte en él.
Mí amo entró en la habitación.
– Griet, te has movido -dijo.
– Lo siento, señor -musité, y volví a adoptar la pose en la que me estaba pintando.
Catharina estaba embarazada de seis meses cuando él empezó a pintarme. Ya estaba muy abultada y se movía con mucho esfuerzo, muy lentamente, apoyándose en las paredes, agarrándose a los respaldos de las sillas, hundiéndose con todo su peso en los asientos al tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Me sorprendía ver lo duro que parecían ser para ella los embarazos cuando ya había pasado por tantos. Aunque no se quejaba en alto, en cuanto le crecía el vientre hacía que todos y cada uno de sus movimientos parecieran un castigo que se veía obligada a soportar. No había reparado en esto en el embarazo de Franciscus, cuando acababa de entrar en la casa y apenas veía nada más allá del montón de ropa para lavar que me esperaba cada mañana.
Conforme avanzaba el embarazo, Catharina iba estando cada vez más ensimismada. Seguía cuidando de los niños, con la ayuda de Maertge. Seguía ocupándose de la casa y nos daba órdenes a Tanneke y a mí. Seguía haciendo las compras acompañada por María Thins. Pero una parte de ella estaba en otro lugar, junto con la criatura que llevaba en su seno. Su brusquedad era menos patente y menos deliberada. Se lo tomaba todo con más calma, y aunque no dejaba de ser torpe, rompía menos cosas.
Yo estaba muy preocupada de que llegara a descubrir mi retrato. Por suerte las escaleras del estudio se le hacían cada vez más difíciles de subir, de modo que no era muy probable que abriera de pronto la puerta y me viera sentada en la silla, posando, y a él delante del caballete. Y como era invierno prefería sentarse al lado del fuego con los niños y Tanneke y María Thins o adormilarse bajo una pila de mantas y pieles. El verdadero peligro era que se enterara por Van Ruijven. De toda la gente que sabía del cuadro, él era el peor a la hora de guardar el secreto. Venía a la casa regularmente a posar para el cuadro del concierto. María Thins ya no me enviaba a hacer recados ni me decía que no me dejara ver mucho cada vez que él venía. Hubiera sido poco práctico: no había tantos recados que yo pudiera hacer. Y debió de pensar que probablemente él ya se habría quedado satisfecho con la promesa de un cuadro y me dejaría en paz.
Pero no lo hizo. A veces venía a buscarme cuando estaba lavando o planchando en el lavadero o ayudando a Tanneke en la cocina. Cuando había gente alrededor era soportable; cuando Maertge estaba conmigo o Tanneke o incluso Aleydis, se limitaba a saludarme -«Hola, preciosa»- con su voz edulcorada y me dejaba en paz. Pero cuando estaba sola, como solía estarlo en el patio, tendiendo la ropa a fin de aprovechar los escasos minutos de sol invernal, entraba en el pequeño recinto cerrado y, escondido tras una de las sábanas que acababa de tender o de una camisa de mi amo, me tocaba. Yo lo rechazaba con toda la determinación que una criada puede mostrar educadamente frente a un caballero. Sin embargo, consiguió llegar a familiarizarse con la.forma de mis pechos y de mis muslos bajo la ropa. Me decía cosas que yo intentaba olvidar, palabras que yo nunca repetía a nadie.
Van Ruijven siempre pasaba con Catharina unos minutos después de posar en el estudio; su hija y su hermana lo esperaban pacientemente mientras él cotilleaba y coqueteaba con ella. Aunque María Thins le había advertido de que no dijera nada del cuadro a Catharina, no era un hombre capaz de guardar secretos. Estaba muy contento de llegar a tener un retrato mío y a veces dejaba caer algo al respecto delante de mi ama.
Un día estaba fregando el suelo del pasillo cuando le oí decir:
– ¿Quién le pedirías a tu marido que pintara si pudiera pintar a quien quisiera?
– ¡Oh, yo no pienso en esas cosas! -contestó riéndose Catharina-. Él pinta lo que pinta.
– Yo no estoy tan seguro -Van Ruijven se esforzó tanto en sonar malicioso que ni siquiera Catharina pudo pasar por alto la indirecta.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó ella.
– Nada, nada. Pero deberías pedirle un cuadro. No podrá decir que no. Podría pintar a una de las niñas, a Maertge, tal vez. O tu encantadora persona.
Catharina se quedó callada. Por la rapidez con que Van Ruijven cambió de tema, debió de darse cuenta de que había dicho algo que la molestaba.
En otra ocasión en que ella le preguntó sí le gustaba posar para el cuadro, Van Ruijven respondió:
– No tanto como si tuviera una hermosa muchachita sentada a mí lado. Pero pronto la tendré, en cualquier caso, y por el momento tendré que conformarme.
Catharina dejó pasar ese comentario, como no lo habría hecho unos meses antes. Pero, por otro lado, es probable que a ella no le sonara tan sospechoso, puesto que no sabía nada del cuadro. Yo me quedé horrorizada, sin embargo, y fui a contárselo a María Thins.
– ¿Andas escuchando detrás de las puertas, muchacha? -me preguntó la anciana.
– Yo…, yo -no podía negarlo.
María Thins esbozó una amarga sonrisa.
– Ya era hora de que te pillara haciendo el tipo de cosas que se supone que hacen las criadas. Lo siguiente que hagas será robar cucharillas de plata.
Yo parpadeé. Eran unas palabras muy duras, especialmente después de todo lo que había pasado con el asunto de Cornelia y las peinetas. No tenía elección, sin embargo: le debía mucho a María Thins. Debía aguantar sus crueles palabras.
– Pero tienes razón que Van, Ruijven se va de la boca -continuó-. Volveré a hablar con él.
No valía de mucho, sin embargo, hablar con él. Incluso parecía que ello le incitaba a contarle aún más a Catharina. María Thins empezó a estar en la habitación con su hija cuando él entraba a visitarla, a fin de intentar refrenar su lengua.
Yo no sabía qué haría Catharina sí descubriera mi retrato. Y algún día habría de descubrirlo, sí no en su propia casa, sí en la de Van Ruijven, en donde me vería mirándola desde la pared cada vez que levantara la cabeza del plato.
No todos los días trabajaba en mi retrato. Tenía que pintar también el cuadro del concierto, con o sin Van Ruijven y sus mujeres. Pintaba lo de alrededor cuando ellos no venían a posar o me pedía que ocupara el lugar de una de ellas: la joven sentada a la espineta, la mayor de pie al lado de ésta cantando con una partitura en la mano. No me ponía sus ropas. Sencillamente quería un cuerpo en el lugar. A veces venían las dos mujeres sin Van Ruijven, y entonces era cuando él trabajaba mejor. Van Ruijven no era fácil de pintar. Lo oía cuando trabajaba en el desván. No se estaba quieto y quería hablar y tocar el laúd. Mi amo tenía mucha paciencia con él, como sí fuera un niño, pero a veces notaba un tono peculiar en su voz y sabía que esa noche saldría e iría a la taberna y volvería con unos ojos brillantes e hinchados.
Posaba para él una o dos horas tres o cuatro veces por semana. Era lo que más me gustaba de la semana, sus ojos sólo para mí durante esas horas. No me importaba que fuera una postura difícil de mantener, que mirar de lado durante todo ese rato me diera dolor de cabeza. No me importaba cuando me hacía mover la cabeza una y otra vez para que la tela amarilla oscilara a un lado y otro y poderme así pintar como si acabara de volverme a mirarlo. Hacía todo lo que me pedía.
Pero él no parecía contento, sin embargo. Pasó febrero y empezó marzo, con sus días de hielo y sol, y a él seguía sin parecerle bien. Llevaba casi dos meses trabajando en el cuadro, y aunque no lo había visto, pensaba que debía de faltarle poco para estar terminado. Ya no me hacía mezclar grandes cantidades de colores, sino que utilizaba pequeñas cantidades y apenas movía los pinceles mientras yo posaba. Yo pensaba que había entendido cómo quería que estuviera, pero ya no estaba muy segura. A veces simplemente se sentaba y me miraba como si estuviera esperando que hiciera algo. Entonces no se comportaba como pintor, sino como hombre, y no era fácil mirarlo.
Un día, cuando estaba en mi silla, posando, dijo él de pronto:
– Esto será del agrado de Van Ruijven, pero no del mío.
Yo no sabía qué decir. No podía ayudarlo sin haber visto el cuadro.
– ¿Puedo ver el cuadro, señor?
Me miró curioso.
– A lo mejor puedo ayudarlo -añadí, y luego deseé no haberlo dicho. Temía haberme vuelto demasiado atrevida.
– Está bien -dijo él pasado un momento.
Yo me puse de pie y me quedé detrás de él. Él no se volvió, sino que permaneció sentado muy quieto. Sentí su respiración pausada y uniforme.
El cuadro no se parecía a ninguno de los otros. Sólo se me veía a mí, mi cabeza v mis hombros, sin mesas ni cortinas ni ventanas ni brochas que suavizaran o distrajeran la atención. Me había pintado con los ojos muy, abiertos, la cara directamente iluminada de frente, pero el lateral izquierdo en la sombra. Iba vestida de azul y amarillo y marrón. El paño que llevaba enrollado a la cabeza hacía que pareciera otra Griet, una Griet de otra ciudad o incluso de otro país. El fondo era negro, lo que contribuía a que se me viera más sola, aunque estaba claramente mirando a alguien. Parecía que estaba esperando algo que no creía que fuera a suceder nunca.
Tenía razón: el cuadro iba a satisfacer a Van Ruijven, pero le faltaba algo.
Lo supe antes que él. Cuando me di cuenta de lo que le hacía falta -ese punto brillante que había empleado para atraer al ojo en los otros cuadros-, me dio un escalofrío. Con esto lo terminará, pensé.
Y tenía razón.
Esta vez no intenté ayudarlo como había hecho con el cuadro de la esposa de Van Ruijven leyendo la carta. No bajé subrepticiamente al estudio a hacer cambios -como colocar de otra forma la silla en la que me sentaba o abrir más los postigos-. No me envolví de otra forma las telas azul y amarilla ni oculté la parte superior de mi camisola. No apreté los labios para ponerlos más encarnados ni me mordí los carrillos. No dejé preparados colores que él no me había pedido, pero que yo pensaba que tal vez podría utilizar.
Sencillamente seguí posando para él y molí y lavé los colores que me pidió.
Terminaría dándose cuenta por sí solo.
Le llevó más tiempo de lo que yo había supuesto. Posé dos veces más antes de que él se percatara de lo que le faltaba a la pintura. Las dos veces puso cara de desagrado mientras pintaba y me despidió enseguida.
Yo esperé.
La propia Catharina me dio la respuesta. Una tarde, Maertge y yo estábamos limpiando zapatos en el lavadero mientras las otras niñas estaban en la Sala Grande mirando a su madre vestirse para un bautizo. Oí a Aleydis y a Lisbeth dar grititos y supe que Catharina había sacado las perlas, pues a las niñas les encantaban.
Entonces oí sus pasos en el pasillo, silencio, luego voces sofocadas. Un momento después me llamó:
– Griet, tráele a mi mujer un vaso de vino.
Puse la jarra blanca y dos vasos en una bandeja, por si él decidía unirse a ella, y los llevé a la Sala Grande. Al entrar me tropecé con Cornelia, que estaba parada en la puerta. Conseguí agarrar la jarra, y los vasos se entrechocaron contra mi pecho sin llegar a romperse. Cornelia me lanzó una afectada sonrisa y se quitó de en medio.
Catharina estaba sentada a la mesa donde tenía su brocha y tarro de polvos, sus peinetas y su joyero. Se había puesto las perlas y el vestido de seda verde, que le habían arreglado para que le cupiera el vientre. Yo puse una copa a su lado y le serví el vino.
– ¿Quiere que le sirva a usted también una copa de vino, señor? -pregunté, levantando la cabeza.
Estaba arrimado al armario que rodeaba la cama, aplastando las cortinas de seda, que, reparé yo entonces por primera vez, estaban hechas de la misma tela que el vestido de Catharina. Su vista pasó de mí a Catharina y de nuevo a mí. Había puesto su cara de pintor.
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