– Padre nunca me dijo que iba a ser así -musitó resentido-. Siempre decía que él le debía todo a su aprendizaje.

– Tal vez fue así -le respondí-. Tal vez también le deba su situación actual.


A la mañana siguiente, cuando me estaba yendo, mi padre salió a tientas hasta la puerta. Abracé a mi madre y a Agnes.

– Enseguida llegará el domingo -dijo mi madre.

Mi padre me entregó algo envuelto en un pañuelo.

– Para que te acuerdes de casa -dijo-. De nosotros.

Era mí azulejo favorito. La mayoría de los azulejos pintados por mi padre que teníamos en casa eran defectuosos -estaban desportillados, mal cortados o tenían la imagen borrosa debido a un horno demasiado caliente-. Éste, sin embargo, mi padre lo había guardado especialmente para nosotros. Era una sencilla imagen con dos figuras, un niño y una niña. No estaban jugando, como se solía representar a los niños en los azulejos. Simplemente avanzaban por un camino y se parecían a Frans y a mí andando juntos; estaba claro que mi padre había pensado en nosotros mientras lo pintaba. El chico iba ligeramente adelantado, pero se había vuelto a decir algo. Tenía cara de pillastre y el pelo revuelto. La niña llevaba la cofia como la llevaba yo -y no como la llevaban la mayoría de las niñas, con las cintas anudadas bajo la barbilla o en la nuca-. A mí me gustaba más un tipo de cofia que me cubría totalmente el cabello y se plegaba en un ancho reborde, que terminaba en punta a ambos lados de mi cara, ocultándome el perfil; sólo de frente se me veía la expresión. Yo siempre la mantenía bien tiesa hirviéndola con mondas de patata.

Me alejé de la casa con mis cosas en un hatillo. Todavía era temprano: nuestros vecinos echaban cubos de agua en los escalones y en la calle delante de sus puertas, y los fregaban. Agnes lo haría ahora en nuestra casa. Así como muchas otras de mis tareas. Tendría menos tiempo para jugar en la calle y junto a los canales. Su vida también iba a cambiar.

La gente me saludaba al pasar con un movimiento de cabeza y me miraba con curiosidad. Nadie me preguntó adónde iba o me dijo una palabra amable. No necesitaban hacerlo, sabían lo que sucedía en las familias cuando el hombre se quedaba sin los medios de ganarse la vida. Sería algo de lo que hablarían más tarde: la pequeña Griet ha entrado a servir, el accidente de su padre ha llevado a la familia a la ruina. No se refocilarían, sin embargo. Lo mismo podría pasarles a ellos.

Había andado toda mi vida por aquella calle, pero nunca había sido tan consciente de que dejaba mi casa atrás. No obstante, cuando torcí al llegar al final de la calle y desaparecí de la visión de mi familia, me resultó más fácil caminar recta y mirar a mi alrededor. La mañana estaba todavía fresca. Nubes grisáceas, bajas, envolvían Delft como una sábana; el sol del verano no estaba aún lo bastante alto para disiparlas con su calor. Iba caminando por la orilla de un canal que era un espejo de luz blanca tintada de verde. A medida que el sol se hiciera más fuerte, el canal se oscurecería hasta tomar el color del musgo.

Frans, Agnes y yo solíamos sentarnos junto a este canal y le tirábamos cosas -guijarros, palitos, una vez un azulejo roto-, y nos imaginábamos a qué le darían al llegar al fondo -no a qué peces, sino a qué criaturas de nuestra imaginación, con muchos ojos, escamas, manos y aletas-.

Frans se imaginaba los monstruos más interesantes. Agnes era la que más se asustaba. Yo siempre interrumpía el juego, demasiado dada a ver las cosas como eran para ser capaz de imaginarme lo que no existía.

Había unos cuantos barcos en el canal, yendo en dirección a la Plaza del Mercado. Pero no era día de mercado; los días de mercado eran tantas las embarcaciones que había en el canal que no se veía el agua. Una barcaza llevaba pescado del río hacia los puestos del puente Jeronymous. Otra iba muy hundida con el peso de la carga de ladrillos. El hombre que la guiaba con la pértiga me gritó un saludo. Yo se lo devolví con un mero movimiento de cabeza y luego bajé la vista, de modo que el borde de la cofia me ocultó la cara.

Crucé el puente sobre el canal y giré hacia el espacio abierto de la Plaza del Mercado, ya muy concurrida a esa temprana hora con todos los que tenían que pasar por ella en su camino hacia alguna tarea: comprar carne en la Lonja de la Carne, o pan en el horno, o pesar la madera en la Báscula Municipal. Los niños hacían recados para sus padres, los aprendices para sus maestros, las criadas para sus señores. Los caballos y los carros restallaban en el empedrado. A mi derecha, el Ayuntamiento, con su fachada dorada y sus rostros de mármol blanco mirando a la calle desde los dinteles de las ventanas. A mi izquierda, la Iglesia Nueva, donde yo había sido bautizada hacía dieciséis años. Su alta y estrecha torre me hizo pensar en una jaula de piedra. Una vez habíamos subido con mi padre hasta arriba. Nunca olvidaré la vista de Delft que se extendió bajo nosotros. Para siempre quedaron grabadas en mi memoria las estrechas casas de ladrillo, sus rojos tejados, los verdosos cursos de agua y las diversas puertas de la ciudad. Le había preguntado a mi padre entonces si todas las ciudades holandesas eran iguales que ésta, pero él no lo sabía. Nunca había estado en otra, ni siquiera en La Haya, que estaba tan sólo a dos horas de distancia, andando.

Me dirigí al centro de la plaza. Allí las piedras del empedrado formaban una estrella de ocho puntas en el interior de un círculo. Cada punta señalaba hacia un barrio de Delft. Me parecía que era el centro mismo de la ciudad y el centro de mi propia vida. Frans y Agnes y yo habíamos jugado en esa estrella desde que fuimos lo bastante grandes para correr hasta el mercado. En nuestro juego favorito, uno de nosotros escogía una punta y otro nombraba una cosa -cigüeña, iglesia, carretilla, flor-, y entonces corríamos en esa dirección en busca de la cosa nombrada. De esta forma habíamos explorado casi toda la ciudad.

Había una punta, sin embargo, que nunca había seguido. Nunca había ido al Barrio Papista, donde vivían los católicos. La casa en la que iba a trabajar no estaba a más de diez minutos de la mía, el tiempo que tardaba en hervir un puchero de agua, pero yo nunca había pasado por allí.

No conocía a ningún católico. No había muchos en Delft, y ninguno en nuestra calle ni en las tiendas que frecuentábamos. No se trataba de que los evitáramos, sino de que vivían apartados. Eran tolerados en Delft, pero no se esperaba que exhibieran abiertamente su fe. Celebraban sus misas en privado, en lugares modestos que desde fuera no parecían iglesias.

Mi padre había trabajado con católicos y me había contado que no eran diferentes de nosotros. En todo caso, eran menos solemnes. Les gustaba comer y beber y cantar y apostar. Lo decía casi con envidia.

Ahora seguí esa punta de la estrella, cruzando la plaza más despacio que nadie, pues temía dejar atrás el mundo que me era conocido. Crucé el puente sobre el canal y giré a la izquierda por la Oude Langendijck. A mi izquierda el canal corría paralelo a la calle, separándola de la Plaza del Mercado.

En la intersección con la Molenpoort, había cuatro niñas sentadas en un banco junto a la puerta abierta de una casa. Estaban colocadas en orden de edad, desde la mayor, que parecía de la edad de Agnes, a la más pequeña, que tendría unos cuatro años. Una de las niñas del medio tenía una criatura en las rodillas, un niño o una niña que probablemente ya gateaba y no tardaría en andar.

Cinco hijos, pensé. Y otro en camino.

La mayor estaba haciendo pompas en una concha sujeta al extremo de una cañita hueca, muy parecida a la que mi padre nos había hecho a nosotros. Las otras saltaban reventando las pompas a medida que salían. La niña que tenía a la criatura en el regazo no podía moverse mucho y apenas alcanzaba a tocar una burbuja, pese a estar sentada al lado de la que las estaba haciendo. La más pequeña, entre que estaba en el extremo opuesto y que era más baja, apenas tenía posibilidad de llegar a ellas. La penúltima era la más rápida y se lanzaba tras las pompas palmoteando en el aire. Tenía el pelo más claro de las cuatro, rojo como los ladrillos de la pared que había detrás. La más joven y la que cargaba a la criatura en brazos tenían el pelo rubio rizado, como su madre, mientras que el de la mayor tenía el mismo rojo oscuro del de su padre.

Observé que la pelirroja clara aplastaba las pompas justo antes de que se deshicieran en las húmedas baldosas blancas y grises que formaban hileras diagonales delante de la casa. Ésta me traerá problemas, pensé.

– Mejor las aplastas antes de que toquen el suelo dije-. Si no, habrá que volver a fregar las baldosas.

La niña mayor se apartó la caña de los labios. Cuatro pares de ojos se clavaron en mí con una mirada que no dejaba lugar a dudas de que eran hermanas. Vi en ellas varios de los rasgos de sus padres: unos ojos grises por aquí, unos castaños claros por allá, una angulosidad en el rostro, una impaciencia de movimientos.

– ¿Eres la nueva criada? -me preguntó la mayor.

– Nos han mandado que vigiláramos a ver sí llegabas -interrumpió la pelirroja clara sin darme tiempo a contestar.

– Cornelia, vete a buscar a Tanneke -dijo la mayor.

– Ve tú, Aleydis -le ordenó Cornelia, a su vez, a la más pequeña, la cual se me quedó mirando con unos ojos grises abiertos como platos, pero no se movió.

– Yo iré -la mayor debió de decidir que mi llegada era importante, después de todo.

– No. Yo iré -Cornelia dio un brinco y echó a correr por delante de su hermana mayor, dejándome sola con las dos niñas más tranquilas.

Miré a la criatura que se retorcía entre los brazos de la niña.

– ¿Es niño o niña?

– Niño -contestó ella, con una voz suave cual almohadón de plumas-. Se llama Johannes. Nunca lo llames Jan -dijo estas últimas palabras como si fuera una coletilla familiar.

– Ya veo. ¿Y tú cómo te llamas?

– Lisbeth. Y ésta es Aleydis.

La más pequeña me sonrió. Las dos llevaban unos vestíditos marrones con cofia y delantal blancos muy limpios.

– ¿Y la mayor?

– Maertge. Nunca la llames María. Nuestra abuela se llama María. María Thins. Esta casa es suya.

La criatura empezó a lloriquear. Lisbeth la meció en sus rodillas.

Levanté la vista hacia la casa. Era ciertamente más grande que la nuestra, pero no era todo lo grande que yo me había temido. Tenía dos pisos, además de la buhardilla, mientras que la nuestra sólo tenía uno y un pequeño desván. Hacía esquina, y la Molenpoort pasaba por uno de los laterales, de modo que era un poco más ancha que las otras casas de la calle. Daba la impresión de estar menos aprisionada que la mayoría de las viviendas de Delft, que se apretujaban en angostas hileras de ladrillo a lo largo de los canales, en cuyas aguas verdosas se reflejaban sus chimeneas y sus gabletes. Las ventanas del piso bajo de esta casa eran muy altas y en el primero había tres muy juntas, en lugar de las dos que tenían el resto de las casas de la calle.

Desde la fachada principal se veía la Iglesia Nueva, justo al otro lado del canal. Una extraña vista para una familia católica, pensé. Una iglesia en la que ni siquiera entrarían.

– Con que eres la nueva sirvienta -oí decir a alguien a mi espalda.

La mujer parada en el umbral tenía una cara ancha, picada con las marcas dejadas por alguna enfermedad. Su nariz parecía un bulbo irregular y sus gruesos labios se apretaban formando una boca pequeña. Los ojos eran azul claro, como si hubieran cogido un trozo de cielo. Llevaba un vestido de color pardo sobre una blusa blanca, una cofia firmemente anudada alrededor de la cabeza y un delantal que no estaba tan limpio como el mío. No se movió de donde estaba, bloqueando la puerta, de modo que Maertge y Cornelia tuvieron que empujarla a un lado para pasar, y me miró con los brazos cruzados, como si estuviera esperando un reto.

Ya se siente amenazada por mí, pensé. Si la dejo me avasallará.

– Me llamo Griet -dije, mirándola de frente-. Soy la nueva sirvienta.

La mujer se echó un poco a un lado.

– Entonces lo mejor es que entres ya -dijo, pasado un momento, y retrocedió hacia el oscuro interior, dejando libre el paso.

Yo crucé el umbral.

Lo que se me quedó grabado para siempre al entrar por primera vez en el zaguán fueron los cuadros. Traspasado el umbral me paré, agarrando con fuerza mi hatillo, y miré a mi alrededor. Ya había visto pinturas antes, pero nunca tantas en una sola habitación. Conté hasta once. El cuadro más grande representaba a dos hombres, casi desnudos, luchando. No reconocí la escena bíblica y pensé que sería un tema católico. Otros cuadros representaban cosas más conocidas: montones de fruta, paisajes, barcos en el mar, retratos. Parecían de pintores distintos. Me pregunté cuáles habría pintado mi nuevo amo. Ninguno era lo que yo había esperado de él.