Cuando por fin se volvió a mirarme, parecía que se había puesto una máscara delante de los ojos. Ahora sí que me era imposible saber qué estaba pensando.

– Así que nos dejas -dijo.

– ¡Oh, señor! No lo sé. No haga caso de palabras dichas así, en la calle.

– ¿Te casarás con él?

– Por favor, señor, no me pregunte por él.

– No. Tal vez no debo hacerlo. Empecemos, pues.

Se volvió al armario que tenía detrás de él, agarró uno de los pendientes y me lo pasó.

– Quiero que me lo ponga usted -no se me habría ocurrido pensar que pudiera llegar a ser tan descarada.

Ni él tampoco. Levantó las cejas y abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.

Se acercó a mi silla. Se me agarrotó la mandíbula, pero conseguí mantener la cabeza en su sitio. Se agachó y tocó suavemente el lóbulo de mi oreja.

Yo jadeé, como si hubiera estado conteniendo la respiración bajo el agua.

Frotó el lóbulo inflamado entre el pulgar y el índice y luego lo estiró. Con la otra mano introdujo el pendiente en el agujero y lo empujó. Me sacudió un dolor ardiente y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Él no quitó la mano. Sus dedos me rozaron el cuello y la mandíbula. Siguió la curva de mi cara hasta el pómulo y entonces con el pulgar bloqueó las lágrimas que habían empezado a rodar por mis mejillas. Me pasó el dedo por el labio inferior. Yo lo lamí. Sabía a sal.

Cerré los ojos y él apartó los dedos. Cuando volví a abrirlos, había vuelto al caballete y tenía la paleta en la mano.

Me senté en la silla y lo miré por encima del hombro. Me ardía la oreja, la perla me pesaba en el lóbulo. Sólo podía pensar en sus dedos en mi cuello, su pulgar entre mis labios.

Me miró, pero no empezó a pintar. Me pregunté en qué estaría pensando.

Finalmente se volvió de nuevo.

– Tienes que ponerte también el otro -declaró, tomando el segundo pendiente y extendiendo la mano para dármelo.

Durante un instante me quedé sin palabras. Quería que él pensara en mí, no en el cuadro.

– ¿Por qué? -dije finalmente-. No se ve en el cuadro.

– Tienes que ponerte los dos. Es una farsa, si no.

– Pero… no tengo agujero en la otra oreja -dije con voz entrecortada.

– Entonces tendrás que ocuparte de ello.

Seguía con la mano extendida, alargándome el pendiente. Yo me adelanté a cogerlo. Lo hice por él. Saqué la aguja y el aceite de clavo y me perforé la otra oreja. No lloré ni me desmayé ni emití sonido alguno. Luego posé durante toda la mañana y él pintó el pendiente que estaba a la vista, y yo sentía, escociéndome como una quemadura en la otra oreja, la perla que él no podía ver.

El agua de las ropas que estaban en remojo en el lavadero estaría ya fría y habría tomado un color grisáceo.

Tanneke movía los peroles en la cocina, las niñas gritaban fuera y nosotros, tras la puerta cerrada del estudio, sentados cada cual en su silla, nos mirábamos. Y él pintaba.

Cuando por fin dejó el pincel y la paleta, no cambié de postura, aunque me dolían los ojos de tanto mirar de lado. No quería moverme.

– Ya está acabado -dijo con voz apagada. Se volvió y empezó a limpiar la espátula con un trapo. Yo la observé. Tenía pintura blanca-. Quítate los pendientes y devuélveselos a María Thins cuando bajes -añadió.

Yo empecé a llorar en silencio. Sin mirarlo, me puse en pie y me dirigí al almacén, donde me quité los paños azul y amarillo. Esperé un momento con el cabello suelto sobre los hombros, pero no vino. Una vez terminado el cuadro, ya no quería tener nada que ver conmigo.

Me miré en el espejito y luego me quité los pendientes. Me sangraban las dos orejas. Las taponé con un trocito de tela y luego me agarré el pelo y me tapé éste y las orejas con la cofia, dejando que sus puntas rozaran mí barbilla.

Cuando salí, se había ido. Había dejado la puerta del estudio abierta para que yo saliera. Por un momento pensé mirar el cuadro para ver lo que había hecho, para verlo terminado, el pendiente en su sitio. Decidí esperar hasta la noche, cuando podría contemplarlo sin preocuparme de que pudiera entrar nadie de repente.

Atravesé el estudio y cerré la puerta tras de mí. Siempre me arrepentiría de esa decisión. Nunca pude ver debidamente el cuadro terminado.


Catharina volvió sólo unos minutos después de que yo le hubiera entregado los pendientes a María Thins, quien los volvió a dejar inmediatamente en el joyero. Yo me apresuré a la cocina para ayudar a Tanneke con la comida. Tanneke no me miraba a la cara, sino que me lanzaba miradas de reojo y, en algún momento, la vi agitar reprobadoramente la cabeza.

Mi amo no estuvo a comer; había salido. Después de recoger la cocina, yo volví al patio a terminar de aclarar la colada. Tuve que subir agua limpia y calentarla. Catharina estaba dormida en la Sala Grande. María Thins fumaba y escribía cartas en el Cuarto de la Crucifixión. Tanneke cosía sentada a la puerta. Maertge se había encaramado al banco y hacía ganchillo. A su lado, Aleydis y Lisbeth jugaban con su colección de conchas.

No vi a Cornelia.

Estaba tendiendo un delantal cuando oí decir a María Thins:

– ¿Adónde vas?

Fue el tono en el que lo dijo más que lo que dijo lo que me hizo pararme a escuchar. Sonaba intranquila.

Entré y recorrí sigilosa el pasillo. María Thins estaba al pie de la escalera, mirando hacia lo alto. Tanneke estaba parada en el umbral de la puerta principal, como un poco antes ese mismo día, pero mirando hacia el interior de la vivienda, hacia donde lo hacía su señora. Oí crujir los escalones y un fuerte jadeo. Catharina estaba tirando de su peso escaleras arriba.

En ese momento supe lo que iba a suceder: a ella, a él, a mí.

Cornelia está con ella, pensé. Está conduciendo a su madre hasta el cuadro.

Podría haberme ahorrado la espantosa espera. Podría haberme ido entonces, salir por la puerta dejando la colada a medias, sin mirar atrás. Pero me quedé paralizada. Permanecí inmóvil, viendo a María Thins también inmóvil al pie de la escalera. También ella sabía lo que iba a suceder y no podía hacer nada para impedirlo.

Yo me hinqué en el suelo. María Thins me vio, pero no dijo nada. Seguía mirando arriba, incierta aún. Entonces las escaleras dejaron de crujir y oímos los pesados pasos de Catharina dirigiéndose a la puerta del estudio. María Thins se lanzó escaleras arriba. Yo seguí de rodillas, demasiado agotada para ponerme en pie. Tanneke seguía de pie en la puerta, impidiendo que entrara la luz. Me observaba, los brazos cruzados, totalmente inexpresiva.

Poco después se oyó un grito encolerizado, luego voces que no tardaron en acallarse.

Cornelia bajó las escaleras.

– Mamá quiere que vayas a decirle a papá que venga -le anunció a Tanneke.

Tanneke dio un paso atrás y una vez fuera se volvió hacia el banco de la entrada.

– Maertge, vete a buscar a tu padre a la Hermandad -le ordenó-. Rápido. Y dile que es importante.

Cornelia miró a su alrededor. Cuando me vio, se le encendió el rostro. Yo me puse en pie y volví al patio conteniendo la respiración… Nada podía hacer, salvo tender la ropa y esperar.

Cuando él volvió, pensé por un instante que vendría a buscarme al patio, donde estaba escondida entre las sábanas que acababa de tender. Pero no lo hizo; lo oí subir las escaleras, y luego nada más.

Me apoyé en la cálida tapia de ladrillo. Brillaba un sol resplandeciente en un cielo que parecía falso de puro azul. Hacía uno de esos días en los que los niños corren y gritan arriba y abajo de la calle; en los que las parejas se alejan de las puertas de la ciudad, paseando a orillas de los canales hasta más allá de los molinos; en los que los ancianos se sientan al sol y cierran los ojos. Mi padre estaría probablemente sentado en el banco delante de nuestra casa, la cara al sol. Mañana podría hacer un frío espantoso, pero hoy era primavera.

Enviaron a Cornelia a buscarme. Cuando apareció entre la ropa tendida y me miró con aquella cruel y afectada sonrisa, me dieron ganas de darle una bofetada, como había hecho el día que había entrado a trabajar en la casa. No lo hice, sin embargo; me quedé sentada con las manos en el regazo, los hombros caídos, viendo cómo me pasaba su regocijo por las narices. El sol producía reflejos dorados -herencia de su madre- en su cabello pelirrojo.

– Te llaman arriba -dijo en tono formal-. Quieren verte -se volvió y desapareció en el interior de la casa.

Yo me incliné y me quité una mota de polvo que tenía en el zapato. Luego me puse en pie, me coloqué la falda en su sitio, me alisé el delantal, me ajusté la cofia y comprobé que no se me había salido un solo pelo. Me humedecí los labios, los apreté y, respirando profundamente, seguí los pasos de Cornelia.

Catharina había llorado; tenía la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Estaba sentada en la silla en la que él solía sentarse frente al caballete; la había arrimado a la pared donde estaba el armarito en el que se guardaban los pinceles y las espátulas. Cuando aparecí en la puerta, ella se levantó y se quedó en pie, alta y corpulenta. Me miró, pero no dijo nada. Retorcía los brazos sobre su abultado vientre con una mueca de dolor.

María Thins estaba de pie junto al caballete; parecía seria, pero impaciente, como si tuviera otras cosas más importantes de las que ocuparse.

Él estaba al lado de su mujer, inexpresivo, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, los ojos fijos en el cuadro. Esperaba que alguien, Catharina o María Thins o yo, empezara.

Yo me quedé en la puerta. Cornelia rondaba a mi alrededor. Desde donde estaba no veía el cuadro.

Por fin María Thins dijo algo.

– Bueno, muchacha, mi hija quiere saber cómo es que llevas sus pendientes -dijo esto como si no esperara que yo contestara.

Yo estudié su rostro de anciana. No pensaba admitir que se había encargado ella de darme los pendientes. Ni él tampoco; eso ya lo sabía. No sabía qué decir; así que no dije nada.

– ¿Has robado la llave del joyero para cogerlos? -Catharina hablaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma de lo que decía. Le temblaba la voz.

– No, señora.

Aunque sabía que sería todo mucho más fácil si dijera que los había robado, no quise decir una mentira que me afectaba personalmente.

– No me mientas. Todas las criadas roban. ¡Me robaste los pendientes!

– ¿No los tiene ahora, señora?

Catharina pareció confusa un instante, tanto por que me atreviera a preguntarle nada como por la pregunta en sí. Era obvio que no había comprobado en el joyero después de ver el cuadro. No tenía ni idea si habían desaparecido los pendientes o no. Pero no le gustaba que le preguntara nada.

– Cállate, ladrona. Te mandarán a la cárcel -susurró-, y pasarán años antes de que vuelvas a ver la luz del sol -volvió a hacer una mueca de dolor. Le pasaba algo.

– Pero, señora…

– Catharina, no debes ponerte así -me interrumpió él-. Van Ruijven se llevará el cuadro en cuanto esté seco y podrás olvidarte de él.

No quería que hablara. Parecía que nadie quería que hablara. Me pregunté para qué me habían hecho subir cuando les asustaba tanto lo que pudiera decir yo.

Podría decir, por ejemplo: «¿Qué me dice de su forma de mirarme durante todas las horas que posé para el cuadro?».

O podría decir: «¿Qué me dice de su madre y de su esposo, que se han confabulado a sus espaldas para engañarla?».

O podría decir sin más: «Su marido me ha acariciado, aquí, en esta habitación».

No sabían lo que podría llegar a decir.

Catharina no era estúpida. Sabía que el verdadero problema no eran los pendientes. Deseaba que así fuera, estaba tratando de que lo fuera, pero no lo pudo evitar. Se volvió hacia su esposo.

– ¿Por qué -le preguntó- no me has pintado nunca?

Cuando se miraron me sorprendió ver que ella era más alta que él y, en cierto modo, más firme.

– Tú y los niños no formáis parte de este mundo -respondió él-. Se supone que estáis fuera de él.

– ¿Y ella? -chilló Catharina, señalándome con la barbilla.

Él no respondió. Deseé que María Thins y Cornelia y yo estuviéramos en la cocina o en el Cuarto de la Crucifixión o fuera en el mercado. Era algo que debían discutir solos marido y mujer.

– ¡Y encima con mis pendientes!

Él se volvió a quedar callado, lo que irritó a Catharina aún más de lo que lo habían hecho sus palabras. Empezó a agitar la cabeza, de tal forma que los rizos rubios le revoloteaban alrededor de las orejas.

– ¡No voy a permitir esto en mi propia casa! -declaró-. ¡No voy a permitirlo!

Miró a su alrededor, fuera de sí. Cuando sus ojos se clavaron en la espátula, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Di un paso adelante al mismo tiempo que ella avanzaba hasta el armario y la agarraba; entonces me detuve, incierta de lo que haría ella a continuación.