Y ahora me llamaban de la casa de la que había huido tan bruscamente hacía diez años.
Dos meses antes, estaba en el puesto fileteando una lengua de vaca para una clienta, cuando oí a una de las mujeres que esperaban a ser despachadas decirle a otra:
– Pues sí, imagínate, morir dejando once hijos y todas esas deudas a la viuda.
Yo levanté la vista, y el cuchillo me hizo un profundo corte en la mano. No sentí el dolor hasta que pregunté: «¿De quién estáis hablando?», y la mujer contestó:
– De Vermeer, el pintor. Ha muerto.
Me lavé las uñas con especial cuidado cuando terminé en el puesto. Hacía tiempo que había desistido de dejármelas completamente limpias, para gran regocijo de Pieter el padre:
– Ya ves como se acostumbra uno a tener los dedos manchados, igual que a las moscas -le gustaba decir-. Ahora que sabes un poco más del mundo, podrás darte cuenta de que es inútil empeñarse en tener siempre las manos limpias. En cuanto te descuidas, vuelven a manchársete. La limpieza no es tan importante como te creías cuando trabajabas de criada, ¿eh?
No obstante, a veces machacaba flores de lavanda y me las metía debajo de la camisola para enmascarar un poquito el olor a carne que me parecía tener siempre pegado al cuerpo, incluso cuando me encontraba lejos de la Lonja.
Fueron muchas más las cosas a las que tuve que acostumbrarme.
Me cambié de vestido, me puse un delantal limpio y una cofia recién planchada. Seguía llevando el mismo tipo de cofia, y probablemente mi aspecto no había cambiado tanto desde el día que entré a trabajar de criada. Sólo mis ojos eran menos inocentes y miraban menos asombrados.
Aunque todavía estábamos en febrero, el tiempo no era espantosamente frío. La Plaza del Mercado estaba llena de gente: nuestros clientes, nuestros vecinos, unas personas que nos conocían y que se darían cuenta de que era la primera vez en diez años que ponía un pie en la Oude Langendijck. En algún momento tendría que decirle a Pieter que había ido allí. Todavía no sabía si iba a tener que mentirle ni sobre qué.
Crucé la plaza, luego el puente que conducía desde ésta hasta la Oude Langendijck. No vacilé, pues no quería llamar la atención sobre mi persona. Giré bruscamente y tomé la calle. No estaba lejos -medio minuto después estaba en la casa-, pero a mí se me hizo una eternidad, como si estuviera viajando a una ciudad extranjera que no hubiera visitado en muchos años.
Como hacía un día bastante templado, la puerta estaba abierta y había varios niños sentados en el banco -cuatro: dos chicos y dos chicas, en fila, como lo habían estado sus hermanas mayores diez años antes cuando llegué por primera vez a la casa-. El mayor hacía pompas, como Maertge entonces, pero dejó de soplar en cuanto me vio. Parecía tener unos diez u once años. Pasado un momento me di cuenta de que debía de ser Franciscus, aunque no vi en él nada del crío que había conocido en mantillas. Pero también era verdad que de joven no me fijaba mucho en los niños. A los otros no los reconocí, salvo por haberlos visto alguna vez en la ciudad con las niñas mayores. Todos se me quedaron mirando.
Me dirigí a Franciscus.
– Por favor, dile a tu abuela que Griet ha venido a verla.
Franciscus se volvió hacia la mayor de las dos niñas.
– Beatrix, vete a buscar a María Thins.
La niña saltó obedientemente del asiento y entró en la casa. Pensé en la disputa que hacía tanto tiempo habían tenido Maertge y Cornelia para ver cuál de las dos iba a entrar a anunciar mi llegada.
Los demás no dejaron de mirarme.
– Sé quién eres -afirmó Franciscus.
– Dudo que me recuerdes, Franciscus. Eras muy pequeñito cuando te conocí.
Hizo caso omiso de mi observación; estaba siguiendo sus propios pensamientos.
– Eres la mujer del retrato.
Yo me sobresalté, y Franciscus sonrió triunfante.
– Sí, sí que lo eres, aunque en el cuadro no llevas cofia, sino un pañuelo azul y amarillo.
– ¿Dónde está ese cuadro?
Pareció sorprendido de que le preguntara.
– Lo tiene la hija de Van Ruijven. Él murió el año pasado. ¿Lo sabías?
Lo había oído comentar en la Lonja junto con la vida secreta que había tenido. Van Ruijven no había vuelto a buscarme cuando me fui de la casa, pero yo siempre había temido que volviera a aparecer un día con su untuosa sonrisa y sus toqueteos.
– ¿Y cómo has visto tú el cuadro si está en casa de Van Ruijven?
– Papá se lo pidió prestado un tiempo -me explicó Franciscus-. Al día siguiente de morir papá, mamá se lo devolvió a la hija de Van Ruijven.
Me coloqué la toquilla con manos temblorosas.
– ¿Quería volver a ver el cuadro? -conseguí decir con un hilo de voz.
– Sí, muchacha -María Thins estaba parada en el umbral-.Y te aseguro que no ayudó a mejorar las cosas aquí. Pero para entonces su estado era tal que no nos atrevimos a decirle que no, ni siquiera Catharina.
Estaba exactamente igual; nunca envejecería. Un día sencillamente se iría a dormir y no se despertaría.
Yo la saludé con una inclinación de cabeza.
– Lamento mucho la pérdida que han sufrido y todas las dificultades que han tenido que pasar, señora.
– Pues sí. Bueno, vivir para ver. Cuando vives muchos años nada te puede sorprender.
No sabía cómo responder a sus palabras, de modo que me limité a decir algo que sabía con toda certeza.
– Quería verme, señora.
– No; es Catharina la que quiere verte.
– ¿Catharina? -no pude evitar el tono de sorpresa.
María Thins sonrió con amargura.
– Ya veo que no has aprendido a guardarte para ti tus pensamientos, ¿no es verdad, muchacha? No importa. Supongo que te irá bien con el carnicero mientras no pida demasiado de ti.
Abrí la boca para hablar, y luego la cerré.
– Así está mejor. Vas aprendiendo. A lo que vamos ahora: Catharina y Van Leeuwenhoek te esperan en la Sala Grande. Él es el albacea del testamento, ¿entiendes?
No entendía. Quería preguntarle qué significaba todo aquello y qué pintaba allí Van Leeuwenhoek, pero no me atreví.
– Sí, señora -dije sencillamente.
María Thins soltó una breve risita.
– La criada que más problemas nos ha dado en toda la vida -murmuró, agitando la cabeza, antes de desaparecer dentro de la casa.
Entré en el zaguán. Todavía había cuadros allí colgados; algunos me resultaron conocidos, otros no. Medio esperaba verme entre los bodegones y marinas, pero no, no estaba. Obviamente.
Eché un vistazo a la escalera que subía al estudio y me detuve con el corazón encogido. Volver a estar en la casa, su estudio encima mío, me parecía más de lo que podía soportar, aunque supiera también que él ya no estaba. Durante muchos años no me había permitido pensar en las horas que había pasado a su lado moliendo los colores, sentada a la luz de la ventana, viéndolo mirarme. Por primera vez en dos meses me hice plenamente consciente de que había muerto. Estaba muerto y no iba a pintar ningún cuadro más. Había muy pocos; había oído que nunca se avino a pintar más rápido, como querían que hiciera María Thins y Catharina.
Sólo cuando una chica asomó la cabeza por la puerta del Cuarto de la Crucifixión, hice un esfuerzo, respiré hondo y me encaminé por el pasillo al encuentro de Catharina. Cornelia tenía ahora más o menos la misma edad que tenía yo cuando entré a servir en la casa. Sus cabellos pelirrojos se habían oscurecido durante estos diez años y los llevaba sencillamente peinados, sin lazos ni trenzas. Con el tiempo había dejado de ser una amenaza para mí. En realidad casi la compadecía: en la cara se le notaba lo falsa y astuta que era, algo que afearía a cualquier chica de su edad.
Me pregunté qué iba a ser de ella, qué iba a ser de todos ellos. Pese a la confianza de Tanneke en la pericia de su ama para los negocios, eran muchos de familia y tenían muchas deudas. Había oído en el mercado que hacía tres años que no pagaban al panadero, y después de la muerte de mi amo, el panadero se había apiadado de Catharina y había aceptado un cuadro como pago de la deuda. Por un instante pensé que tal vez Catharina también iba a darme un cuadro para saldar lo que le debía a Pieter.
Cornelia escondió la cabeza y yo entré en la Sala Grande. No había cambiado mucho desde que yo trabajaba en la casa. La cama seguía teniendo los cortinajes verdes, ahora un poco descoloridos. También estaba el armario taraceado de marfil y la mesa y las sillas de cuero de estilo español y los cuadros de la familia de él y los de la de ella. Todo parecía más viejo, más polvoriento, más ajado. En el suelo faltaban algunas de las baldosas rojas y marrones y otras estaban rajadas.
Van Leeuwenhoek estaba de pie de espaldas a la puerta, las manos cruzadas detrás, observando un cuadro que representaba a un grupo de soldados bebiendo en una taberna. Se volvió completamente y me saludó con una inclinación; era el mismo amable caballero de siempre.
Catharina estaba sentada a la mesa. No iba vestida de negro como yo había supuesto. No sé si con la intención de provocarme, llevaba puesta la pelliza amarilla ribeteada de armiño. Ésta también parecía raída, como si hubiera sido muy usada. Las mangas tenían varios rasgones mal cosidos y en la piel se veían las calvas típicas dejadas por las polillas. No obstante, ella cumplía con su papel de elegante señora de la casa. Iba bien peinada y se había empolvado el rostro; también se había puesto el collar de perlas. No llevaba los pendientes.
Su rostro no hacía justicia a su elegancia. No había polvos que pudieran ocultar su rigidez e irritación, su temor, su repulsa. No quería verme, pero no le quedaba más remedio.
– Quería verme, señora.
Pensé que era mejor dirigirme yo a ella, aunque al hablar miré a Van Leeuwenhoek.
– Sí.
Catharina no señaló a ninguna silla, como lo habría hecho de ser yo otra dama. Me dejó de pie.
Se produjo un incómodo silencio, ella sentada y yo de pie, esperando a que empezara a hablar. Sin duda estaba esforzándose por encontrar las palabras. Van Leeuwenhoek balanceó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
No traté de ayudarla. No parecía que hubiera manera de hacerlo. La vi manosear los papeles que tenía sobre la mesa, recorrer con el dedo el contorno del joyero, que estaba a su lado, tomar la brocha de empolvarse y volver a dejarla. Se limpió las manos con un paño blanco.
– ¿Sabías que mi marido murió hace dos meses? -empezó a decir por fin.
– Sí, me he enterado, señora. Me apenó mucho oírlo. Que en paz descanse.
Catharina no pareció escuchar mis vacilantes palabras. Sus pensamientos estaban en otro sitio. Agarró de nuevo la brocha y se la pasó por las yemas de los dedos.
– Ha sido la guerra con Francia lo que nos ha llevado a esta situación. Ni siquiera Van Ruijven quería comprar nada. Y mi madre tenía problemas para cobrar las rentas. Para colmo, mi marido tuvo que asumir además la hipoteca de la posada de su madre. Por eso las cosas se pusieron tan difíciles.
Lo último que hubiera esperado de Catharina es que se parara a darme explicaciones de cómo habían llegado a endeudarse. Quince florines después de todo este tiempo no significan nada, me habría gustado decirle. Pieter los ha olvidado. No piense más en ello. Pero no me atreví a interrumpirla.
– Y además estaban los niños. ¿Sabes cuánto pan comen once niños? -levantó la vista y me miró brevemente, luego volvió a clavarla en la brocha.
Con un cuadro se pagan tres años de pan, respondí para mí. Un buen cuadro para un panadero compasivo.
Oí crujir una baldosa en el pasillo y el roce de la tela de un vestido acallado con una mano. Cornelia, pensé, sigue espiando. Ella también tiene su papel en esta representación.
Esperé, guardándome las preguntas que me habría gustado hacer.
Van Leeuwenhoek habló al fin.
– Griet, cuando se abre un testamento -empezó a decir con su profunda voz-, se ha de llevar a cabo un inventario de las posesiones de la familia a fin de establecer con qué bienes se cuenta en relación con las deudas. Sin embargo, hay algunos asuntos privados que a Catharina le gustaría arreglar antes.
Miró a Catharina. Ella no había dejado de juguetear con la brocha.
Siguen sin gustarse, pensé. No coincidirían en la misma habitación si pudieran evitarlo.
Van Leeuwenhoek cogió de la mesa una hoja de papel.
– Diez días antes de morir me escribió esta carta -me dijo, y se volvió hacia Catharina-. Debes hacerlo tú -le ordenó-, pues son tuyos, no eran de él ni míos. Como albacea de su testamento ni siquiera tengo por qué estar aquí, pero era mi amigo y quiero ver cumplido su deseo.
Catharina le quitó el papel de la mano.
– Mi esposo no era un hombre enfermizo -dijo, dirigiéndose a mí-. No estuvo verdaderamente enfermo hasta un día o dos antes de morir. Fue la presión de las deudas lo que terminó poniéndolo frenético.
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