Más tarde me enteré de que eran todos de otros pintores; él raramente se quedaba con cuadros suyos terminados. Además de artista era marchante, y había cuadros colgados en todas las habitaciones de la casa, incluso en donde dormía yo. En total había mas de cincuenta, aunque el número variaba conforme negociaba con ellos o los vendía.

– Venga, no te quedes embobada mirando.

La mujer avanzó ligera por un largo pasillo que recorría todo un lateral de la casa, hasta la parte trasera de ésta. La seguí y ella giró bruscamente a la izquierda y entró en una habitación conmigo detrás. En la pared frente a la puerta colgaba una pintura más grande que yo. Era un Cristo en la Cruz, rodeado por la Virgen María, María Magdalena y San Juan. Intenté no mirarlo, pero su tamaño y el tema representado me impresionaron vivamente. «Los católicos no son diferentes a nosotros», me había dicho mi padre. Pero nosotros no teníamos pinturas como ésta en nuestras casas ni en nuestras iglesias ni en ninguna parte. Ahora tendría que ver esta pintura todos los días.

Siempre me referiría a esa habitación como el Cuarto de la Crucifixión. Y nunca me sentí a gusto en él.

Tanto me había impresionado el cuadro que hasta que no habló, no reparé en la mujer sentada en una de las esquinas del cuarto.

– Bien, muchacha -dijo-, parece que estás viendo algo nuevo para ti.

Estaba cómodamente sentada, fumando una pipa. Tenía los dientes marrones y los dedos manchados de tinta. El resto de su persona era impecable: su vestido negro, su cuello de encaje, su cofia blanca bien tiesa. Aunque había cierta severidad en su cara surcada de arrugas, sus ojos castaños parecían divertidos.

Tenía el aspecto de esas ancianas que piensan sobrevivirnos a todos.

Es la madre de Catharina, pensé de pronto. No se trataba sólo de que el color de sus ojos fuera el mismo, ni de que los rizos de pelo gris se le escaparan de la cofia de la misma forma que a su hija. Tenía las maneras de quien está acostumbrada a cuidar de alguien menos capacitado que ella, de cuidar a Catharina. Entendí por qué había sido llevada a su presencia en lugar de a la de su hija.

Aunque fingió que apenas se fijaba en mí, su mirada era atenta. Cuando entrecerró los ojos me di cuenta de que me había adivinado el pensamiento. Volví la cabeza pensando que la cofia me ocultaría la cara.

María Thins chupó su pipa y ahogó una risita.

– Está bien, muchacha. Aquí has de guardarte para ti lo que pienses. Vas a trabajar para mi hija. Ahora no está. Ha salido a la compra. Tanneke te enseñará la casa y te explicará cuáles son tus tareas.

Yo asentí con un movimiento de cabeza.

– Sí, señora.

Tanneke, que había permanecido de pie a un lado de la anciana, me dio un pequeño empellón al pasar, y yo la seguí con los ojos de María Thins clavados en mi espalda. Volví a oír la risita.

Tanneke me llevó primero a la parte de atrás de la casa, donde estaban la cocina, el lavadero y las dos despensas. Del lavadero se salía a un pequeño patio lleno de ropa blanca tendida.

– Para empezar, hay que planchar todo esto -dijo Tanneke.

Yo no dije nada, aunque me pareció que la colada todavía no había sido puesta a clarear al sol del mediodía. Luego me condujo de nuevo adentro y me señaló un agujero en el suelo de una de las despensas, con una escalera de mano apoyada dentro.

– Ahí dormirás tú -me anunció-. Deja tus cosas, más tarde te acomodas.

Yo dejé caer mi hatillo de mala gana en aquel agujero oscuro, pensando en las piedras que Agnes y Frans y yo habíamos tirado a las aguas del canal para descubrir monstruos. Mis pertenencias cayeron con un ruido sordo en el suelo de tierra. Me sentí como un manzano que pierde sus frutos.

Seguí a Tanneke de vuelta por el pasillo, al que se abrían todas las habitaciones, muchas más habitaciones que en nuestra casa. Al lado del Cuarto de la Crucifixión, donde se sentaba María Thins, hacia el frente de la casa, había un cuarto de menor tamaño con camas y sillas pequeñitas, orinales y una mesa sobre la que se acumulaban cacharros, palmatorias, apagavelas y ropa, todo revuelto.

– Aquí es donde duermen las niñas -masculló Tanneke, tal vez avergonzada por el desorden.

Giró de nuevo y abrió una puerta que daba a una gran habitación, donde entraba un raudal de luz por las ventanas de la fachada e inundaba el suelo de baldosas rojas y grises.

– La Sala Grande -susurró-. Aquí duermen el señor y la señora.

Sobre el lecho pendían cortinas de seda verde. Había otros muebles en la estancia: un gran armario taraceado con ébano y una mesa de madera clara arrimada a las ventanas con varias sillas de cuero de estilo español a su alrededor. Pero de nuevo lo que realmente me impresionó fueron los cuadros. En esta habitación había más que en ninguna otra. Los conté en voz baja y salieron diecinueve. La mayoría eran retratos -parecían miembros de ambas familias-. Pero también había un cuadro de la Virgen y otro de los Reyes Magos adorando al Niño Jesús. Los miré incómoda.

– Y ahora, arriba.

Tanneke subió delante de mí las empinadas escaleras y se llevó un dedo a los labios. Subí haciendo el menor ruido posible. Al llegar arriba miré a mi alrededor y vi una puerta cerrada. Tras ella había un silencio que supe que era suyo.

Me quedé quieta, con los ojos fijos en aquella puerta, sin atreverme a moverme por miedo a que se abriera y saliera él.

Tanneke se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

– Te encargarás de limpiar ahí dentro, la señora joven te lo explicará más tarde. Y esas habitaciones -señaló las puertas que daban a la parte de atrás de la casa- son las habitaciones de mi ama. Sólo yo entro a limpiarlas.

Volvimos a bajar. Cuando estuvimos de vuelta en el lavadero, Tanneke dijo:

– Te encargarás de lavar la ropa de la casa -señaló hacia una inmensa pila de ropa sucia, se veía que se les habían ido amontonando las coladas. Tendría que vérmelas y deseármelas para ponerme al día con el lavado y el planchado-. Hay una cisterna en la cocina, pero lo mejor es que el agua de lavar vayas a buscarla al canal, en esta parte de la ciudad va bastante limpia.

– Tanneke -dije en voz baja-, ¿hasta ahora hacías tú todo esto? ¿La comida y la limpieza y la colada de toda la casa?

Había escogido las palabras apropiadas.

– Y también algo de la compra -Tanneke parecía orgullosa de su propia diligencia-. El ama joven hace la mayor parte, claro, pero cuando está embarazada no soporta la carne y el pescado crudos. Y eso es frecuente -añadió en un susurro-. Tú te encargarás de ir a la Lonja de la carne y a los puestos del pescado. Ésa será otra de tus tareas.

Y dicho esto me dejó con la colada. Conmigo éramos ahora diez en la casa, uno de ellos una criatura de pañales que manchaba más que el resto. Hacía colada todos los días; el agua y el jabón me agrietaban las manos, el vapor me abrasaba la cara, me dolía la espalda de levantar el peso de la ropa húmeda y tenía los brazos llenos de quemaduras de la plancha. Pero era nueva y joven y, por consiguiente, me daban las tareas más pesadas.

Tenía que poner la colada a remojo un día entero antes de lavarla. En la despensa encontré dos jarras de estaño y un hervidor de cobre. Cogí las jarras y recorrí el largo pasillo hasta la puerta principal.

Las niñas estaban sentadas en el banco. Ahora era Lisbeth la que hacía las pompas, mientras que Maertge daba de comer al pequeño Johannes pan mojado en leche. Cornelia y Aleydis intentaban coger las pompas. Cuando aparecí en el umbral, todas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y me miraron expectantes.

– Eres la nueva criada -afirmó la niña pelirroja clara.

– Sí, Cornelia.

Cornelia cogió un guijarro y lo echó al canal, al otro lado de la calle. Tenía el brazo lleno de arañazos de arriba abajo; debía de haber estado molestando al gato de la casa.

– ¿Dónde vas a dormir? -preguntó Maertge, limpiándose los dedos pringosos en el delantal.

– En la bodega.

– Nos gusta mucho bajar a la bodega -dijo Cornelia-. Vamos a jugar allí ahora.

Se abalanzó dentro de la casa, pero no llegó muy lejos. Cuando vio que nadie la había seguido, volvió a salir con cara de enfado.

– Aleydis -dije, extendiendo la mano hacia la más pequeña-, ¿me enseñas dónde puedo coger agua del canal?

Me dio la mano y levantó la vista hacia mí. Sus ojos parecían dos brillantes monedas de plata. Cruzamos la calle, con Cornelia y Lisbeth detrás. Aleydis me llevó a unas escaleras que bajaban hasta el agua. Mientras la mirábamos desde arriba, apreté su mano con fuerza, como había hecho años antes con Frans y Agnes siempre que estábamos cerca del agua.

– Alejaos de la orilla -les ordené. Y Aleydis obedeció y dio un paso atrás. Pero Cornelia bajó las escaleras pegada a mí.

– ¿Me vas a ayudar a acarrear el agua, Cornelia? Porque si no, ya puedes volver junto a tus hermanas.

Me miró, y entonces hizo lo peor que podía hacer. Si se hubiera enfurruñado o hubiera gritado, sabría que la había conquistado. Pero se echó a reír.

Yo me acerqué y le di una bofetada. Se le puso la cara roja, pero no lloró. Subió corriendo las escaleras. Aleydis y Lisbeth me miraban solemnes.

Tuve entonces la sensación de que sería igual con su madre, salvo que a ella no le podría dar una bofetada.

Llené las jarras y las llevé a la cima de la escalera. Cornelia había desaparecido. Maertge seguía sentada en el mismo sitio con Johannes. Llevé una de las jarras a la cocina, donde encendí el fuego, llené el hervidor de cobre y lo puse a calentar.

Cuando volví a salir, Cornelia estaba de nuevo fuera, todavía con la cara encendida. Las niñas jugaban con una peonza sobre las baldosas grises y blancas. Ninguna de ellas me miró.

La jarra que había dejado allí llena había desaparecido. Miré al canal y la vi flotando, volcada, fuera de mi alcance desde las escaleras.

– Menudo bicho eres -murmuré para mis adentros.

Miré a mi alrededor en busca de un palo con el que pescar la jarra, pero no encontré nada. Entonces llené la otra y la llevé dentro, volviendo la cara hacia otro lado paga que las niñas no vieran mi disgusto. Dejé la jarra al lado del hervidor y volví a salir, esta vez con una escoba.

Cornelia estaba tirando piedras a la jarra, probablemente con la idea de hundirla.

– Te daré otra bofetada si no paras de hacer eso.

– Se lo voy a decir a nuestra madre. Las criadas no pueden pegarnos -Cornelia tiró otra piedra.

– ¿Quieres que le diga a tu abuela lo que has hecho?

Una expresión de temor cruzó el rostro de Cornelia. Tiró las piedras que tenía en la mano.

Una barcaza avanzaba por el canal desde el Ayuntamiento. El hombre que la llevaba era. el mismo que había visto aquella mañana: había dejado su cargamento de ladrillos y ahora la barcaza no iba tan hundida en el agua. Sonrió al verme.

Yo me sonrojé.

– Por favor, señor -empecé-, ¿me podría ayudar a rescatar esa jarra?

– Así que ahora que quieres algo de mí te dignas mirarme. ¡Qué cambio!

Cornelia me miraba con curiosidad. Yo tragué saliva.

– No puedo alcanzarla desde aquí. ¿No podría usted…?

El hombre sacó medio cuerpo fuera de la barca y pescó la jarra, la vació y me la alargó. Yo bajé corriendo los escalones y la cogí.

– Gracias. Le estoy muy agradecida.

Él no la soltó.

– ¿Eso es todo lo que me das a cambio? ¿Ni siquiera un beso? -se acercó y me agarró de la manga. Yo me solté de un tirón y le arrebaté la jarra.

– Otro día -dije con el tono más alegre que pude. Nunca se me dieron bien las conversaciones de este tipo. Él se rió.

– Pues desde ahora cada vez que pase por aquí miraré a ver si hay alguna jarra en el agua, ¿no, jovencita? -le guiñó un ojo a Cornelia-. Jarras y besos -agarró la pértiga y, hundiéndola en el agua, se alejó.

Al subir las escaleras, de vuelta a la calle, me pareció ver movimiento en la ventana del medio del primer piso, la de su estudio. La observé, pero no vi nada salvo el reflejo del cielo.


Catharina volvió cuando yo estaba recogiendo la ropa seca en el patio. Primero oí el entrechocar de sus llaves en el pasillo. Le colgaban en un gran manojo justo debajo de la cintura y le daban en la cadera. Aunque a mí me pareció que debía de ser una incomodidad, ella las llevaba con mucho orgullo. Luego la oí en la cocina, dándole órdenes a Tanneke y al chico que le había traído la compra desde el mercado. Les hablaba a ambos en un tono desabrido.

Yo seguí descolgando y doblando las sábanas, las servilletas, las fundas de almohada, los manteles, las camisas, los camisones, los delantales, los pañuelos, los cuellos y las cofias. Todo ello había sido tendido de mala manera, sin estirar como es debido, y algunas prendas estaban todavía húmedas en algunas partes. Tampoco las habían sacudido antes de tenderlas, así qué también estaban muy arrugadas. Tendría que pasarme el día planchando para dejarlas presentables.