Catharina apareció en la puerta, cansada y acalorada, aunque el sol todavía no estaba del todo alto. Por debajo del vestido azul le asomaba, no sin cierto desarreglo, una blusa, y el delantal verde que llevaba encima ya estaba arrugado. Su pelo rubio parecía aún más rizado de lo que solía tenerlo, especialmente dado que no llevaba cofia que se lo alisara. Los rizos luchaban con las peinetas que sujetaban el moño.

Parecía necesitada de sentarse un rato junto al canal, dónde la visión del agua la refrescara y la calmara.

Yo no estaba muy segura de cómo debía comportarme con ella: era la primera vez que estaba de criada y en nuestra casa nunca había habido sirvientas, ni tampoco en nuestra calle. Nadie podía pagarlas. Puse la ropa que estaba doblando en una cesta y la saludé con una inclinación de cabeza.

– Buenos días, señora.

Hizo una mueca, y yo me di cuenta de que tenía que haberla dejado hablar la primera. En lo sucesivo tendría que tener más cuidado con ella.

– ¿Te ha enseñado la casa Tanneke? -me preguntó.

– Sí, señora.

– Bien. Entonces ya sabrás lo que hay que hacer y no tendrás más que hacerlo… -dudó, como buscando la palabra, y a mí se me ocurrió que ella tenía tan poca idea de cómo ser mi ama como yo de cómo ser su criada. Probablemente a Tanneke la había enseñado María Thins, a cuyas órdenes estaba todavía, al margen de lo que le dijera o dejara de decir Catharina.

Tendría que ayudarla sin parecer que la estaba ayudando.

– Tanneke me ha explicado que, además de la colada, deseáis que vaya a comprar la carne y el pescado, señora -sugerí educadamente.

A Catharina se le iluminó la cara.

– Así es. Ella te acompañará cuando acabes de lavar. Después irás todos los días tú sola. Y también a otros recados que yo te mande -añadió.

– Sí, señora -esperé. Cuando ella no dijo nada más, alcé los brazos para descolgar de la cuerda de la ropa una camisa de lino de hombre.

Catharina se quedó mirando la camisa.

– Mañana -me anunció mientras yo la doblaba- te enseñaré dónde tienes que limpiar en el piso de arriba. Temprano, lo primero que hagas por la mañana.

Antes de que hubiera podido contestarle había desaparecido en el interior de la casa.

Después de descolgar toda la colada, busqué la plancha, la limpié y la puse a calentar sobre el fuego. Acababa de empezar a planchar cuando Tanneke entró en el cuarto y me puso una cesta de la compra en la mano.

– Vamos a la carnicería ahora -dijo-. Voy a necesitar la carne enseguida.

Ya me había llegado un estrépito de cacharros desde la cocina y el olor a nabos asados.

Fuera, Catharina estaba sentada en el banco delante de la casa, con Lisbeth en un taburete a sus pies y Johannes dormido en la cuna. Estaba peinando y despiojando a Lisbeth. Cornelia y Aleydis cosían a su lado.

– No, Aleydis -decía Catharina-, tienes que tirar más fuerte del hilo; así queda demasiado flojo. Enséñale tú, Cornelia.

No se me había pasado por la cabeza que pudieran,estar tan tranquilas juntas.

Maertge se acercó corriendo desde el canal.

– ¿Vais al mercado? ¿Me dejas ir con ellas, mamá?

– Sólo si no te separas de Tanneke y la obedeces.

Me agradó que Maertge viniera con nosotras. Tanneke todavía estaba recelosa de mí, pero Maertge era alegre y rápida y eso lo hacía todo más fácil.

Le pregunté a Tanneke que cuánto tiempo llevaba trabajando para María Thins.

– ¡Oh, mucho! -dijo-. Entré unos años antes de que la señora joven se casara y el matrimonio se viniera a vivir aquí. No era mayor que tú cuando empecé. ¿Cuántos años tienes?

– Dieciséis.

– Yo tenía catorce cuando entré -dijo Tanneke en tono triunfal-. Llevo media vida trabajando con ellos.

Yo no me habría sentido orgullosa de esto. El trabajo la había estropeado mucho y parecía mayor de los veintiocho años que decía tener.

La Lonja de la Carne estaba justo detrás del Ayuntamiento, al suroeste de la Plaza del Mercado. Dentro había treinta y dos puestos; en Delft había treinta y dos carniceros desde hacía varias generaciones. Había mucho trasiego de criadas y amas de casa eligiendo, regateando y comprando la carne para sus familias, y hombres que transportaban reses muertas de un lado a otro. El serrín absorbía la sangre y se te pegaba a los zapatos y a los bajos del vestido. El fuerte olor a sangre que impregnaba el aire me produjo un escalofrío, aunque hubo un tiempo en que había ido allí todas las semanas y debería estar acostumbrada. Pero con todo, me gustó encontrarme en un sitio que me resultaba familiar. Cuando avanzábamos entre los puestos, el carnicero donde solíamos comprar nosotros antes del accidente de mi padre me llamó. Yo le sonreí, aliviada de ver una cara conocida. Era la primera vez que había sonreído en todo el día.

Era raro conocer a tantas personas nuevas y ver tantas cosas nuevas en una sola mañana y hacerlo de una forma muy diferente de como había sido mi vida hasta entonces. Antes, cuando conocía a alguien nuevo siempre había sido rodeada de mi familia y de mis vecinos. Si iba a algún sitio nuevo, lo hacía acompañada de Frans o de mi madre o mi padre y no me sentía amenazada. Lo nuevo se entretejía con lo viejo, como el zurcido de un calcetín.

Frans me dijo poco después de empezar su aprendizaje que había estado a punto de escaparse, no por la dureza del trabajo, sino porque no soportaba enfrentarse cada día a lo desconocido. Lo único que le mantuvo allí fue saber que nuestro padre se había gastado todos sus ahorros en su aprendizaje y le habría obligado a volver inmediatamente si hubiera aparecido en la casa. Además, si se hubiera ido, cualquier otro sitio le habría resultado aún más desconocido.

Vendré a verte cuando esté sola -le dije al carnicero, y luego me apresuré a alcanzar a Tanneke y Maertge.

Se habían parado varios puestos más adelante. El carnicero de aquel en el que estaban era un hombre muy guapo, con unos brillantes ojos azules y unos rizos rubios que empezaban a canear.

– Pieter, ésta es Griet -dijo Tanneke-. Será ella la que venga a buscar la carne de la casa. La apuntarás en nuestra cuenta, como siempre.

Intenté mirarle a la cara, pero me resultaba imposible apartar los ojos de su delantal manchado de sangre. Nuestro carnicero siempre llevaba el delantal limpio cuando estaba en el puesto y se lo cambiaba cada vez que se lo manchaba.

– ¡Ajá! -Pieter me miró como si yo fuera un pollo cebado que estaba considerando poner a asar-. ¿Qué te vas a llevar hoy, Griet?

Me volví hacia Tanneke.

– Cuatro libras de costillas y una libra de lengua -pidió ella.

Pieter sonrió.

– ¿Qué le parece ésta, señorita? -dijo, dirigiéndose a Maertge-. ¿Acaso no vendo la mejor lengua de la ciudad?

Maertge asintió con un movimiento de cabeza, riéndose mientras contemplaba la exhibición de salchichas, manitas de cerdo, costillas, lomos y solomillos.

– Ya te darás cuenta, Griet, de que tengo la mejor carne y la báscula más honrada del mercado -comentó mientras pesaba la lengua-. No tendrás motivos de queja conmigo.

Miré su delantal y tragué saliva. Pieter puso las costillas y la lengua en la cesta que llevaba yo, me guiñó un ojo y se volvió para atender a la siguiente clienta.

Seguidamente nos dirigimos a los puestos del pescado, que estaban al lado de la Lonja de la Carne. Las gaviotas revoloteaban sobre ellos, a la espera de las cabezas y las tripas que los pescaderos arrojaban al canal. Tanneke me presentó al pescadero de la casa, que también era otro distinto del nuestro. Un día iría a por carne y al siguiente a por pescado.

Al terminar las compras yo no quería volver a la casa, a Catharina y las niñas sentadas en el banco. Quería irme a mi propia casa. Quería entrar en la cocina de mi madre y entregarle la cesta llena de costillas. Hacía meses que no comíamos carne.


Catharina estaba peinando a Cornelia cuando volvimos. No me hicieron caso. Ayudé a Tanneke con la comida, atendiendo la carne que se asaba en el horno, llevando las cosas a la mesa, dispuesta en la Sala Grande, y cortando el pan.

Cuando la comida estuvo preparada, entraron las niñas y Maertge fue a ayudar a Tanneke en la cocina, mientras que las otras se sentaron a la mesa. Venía de meter la lengua en el barril de la carne, en la despensa -Tanneke la había olvidado fuera, y el gato estuvo a punto de alcanzarla-, cuando entró él de la calle y se paró en el umbral al final del pasillo, todavía con la capa y el, sombrero puestos. Yo me quedé quieta, y él vaciló; estaba a contraluz, de modo que no podía verle la cara. No sabía si me estaba mirando. Un instante después desapareció en la Sala Grande.

Tanneke y Maertge se encargaron de servir la mesa mientras yo cuidaba del pequeño en el Cuarto de la Crucifixión. Cuando Tanneke terminó, se reunió conmigo y comimos y bebimos lo mismo que la familia: costillas, nabos, pan y cerveza. Aunque la carne de Pieter no era mejor que la de nuestro carnicero, me supo a gloria después de tanto tiempo sin probarla. El pan era de centeno, en lugar del pan moreno más barato que tomábamos nosotros, y la cerveza tampoco estaba tan aguada.

No serví la mesa de la familia en aquella comida, así que no lo vi. De vez en cuando oía su voz, por lo general unida a la de María Thins. Por su tono no cabía duda de que se llevaban bien.

Después de comer, Tanneke y yo recogimos y limpiamos los platos, luego fregamos los suelos de la cocina, del lavadero y de las despensas. Las paredes de la cocina y del lavadero estaban cubiertas de azulejos blancos, y el fogón era de azulejos de Delft azules y blancos, que tenían pintados pájaros en un lado y barcos y soldados respectivamente en los otros dos. Los examiné detenidamente, pero ninguno había sido pintado por mi padre.

El resto del día lo pasé planchando en el lavadero, sin descanso, salvo para alimentar el fuego, ir a buscar leña o salir un momento al patio para escapar del calor. Las niñas entraban y salían de la casa, jugando: unas veces venían a ver qué hacía yo o a atizar el fuego, otras para molestar a Tanneke, a la que encontraron dormida en la cocina, con el pequeño gateando a sus pies. No se sentían del todo a gusto conmigo, tal vez pensaban que iba a darles una bofetada. Cornelia me lanzaba miradas amenazadoras y no se quedaba mucho tiempo en el lavadero, pero Maertge y Lisbeth cogieron las ropas que había planchado y las guardaron en el armario de la Sala Grande, donde estaba durmiendo su madre.

– El último mes antes del parto se pasa la mayor parte del tiempo en la cama -me había confiado Tanneke-, recostada en las almohadas.

Después de comer, María Thins se había subido a sus habitaciones en el piso superior. Sin embargo, una vez en el transcurso de la tarde la oí en el pasillo y cuando levanté la vista estaba en la puerta del lavadero, observándome. No me dirigió la palabra, de modo que volví a mi plancha como si no estuviera allí. Pasado un momento, vi por el rabillo del ojo que movía afirmativamente la cabeza y luego se iba arrastrando los pies.

Él tenía un invitado arriba -oí subir a dos voces masculinas-. Más tarde, cuando las oí bajar, me asomé discretamente a la puerta del lavadero y los vi salir. El hombre que lo acompañaba era bastante grueso y llevaba una pluma en el sombrero.

Cuando oscureció encendimos las velas, y Tanneke y yo cenamos queso y cerveza con las niñas en el Cuarto de la Crucifixión, mientras que los otros cenaron lengua en la Sala Grande. Yo tuve buen cuidado de sentarme de espaldas al cuadro. Estaba tan agotada que apenas si podía pensar. En mi casa también trabajaba mucho, pero no era tan cansado como en una casa desconocida, donde todo era nuevo y siempre estaba tensa y seria. En casa podía reírme con mi madre o Agnes o Frans. Aquí no tenía a nadie con quien reírme.

Todavía no había bajado a la bodega, donde iba a dormir. Cogí una vela, pero localizada la cama, la almohada y la manta, estaba demasiado cansada para examinar mucho más. Dejando abierta la trampilla para que me entrara un poco de aire fresco, me descalcé, me quité la cofia, el delantal y el vestido, recé brevemente mis oraciones y me acosté. Estaba a punto de apagar la vela cuando reparé en el cuadro que estaba colgado a los pies de mi cama. Me incorporé, totalmente despabilada. Era otra representación de Cristo en la Cruz, más pequeña que la de arriba, pero todavía más inquietante. Cristo había echado la cabeza atrás, en un gesto de dolor, y María Magdalena tenía los ojos en blanco. Me metí en la cama cautelosamente, incapaz de apartar la vista de aquella escena. No podía imaginarme durmiendo en la misma habitación que aquella pintura. Quería descolgarla, pero no me atrevía. Finalmente, apagué la vela -no podía permitirme malgastar las velas en mi primer día en la casa-. Volví a tumbarme, con los ojos fijos en el sitio donde sabía que estaba colgado el cuadro.