Esa noche dormí mal, pese a lo cansada que estaba. Me desperté muchas veces, buscando el cuadro. Aunque no veía nada de lo que había en las paredes, tenía todos los detalles grabados en el cerebro. Por fin, cuando empezaba a clarear, la pintura volvió a aparecer ante mis ojos, y tuve la certeza de que la Virgen María me miraba desde allí.
Cuando me levanté a la mañana siguiente, intenté no mirar al cuadro y, en su lugar, me puse a examinar el contenido de la bodega a la pálida luz que entraba por el ventanuco de la despensa, situada encima. No había mucho que ver: varias sillas amontonadas y cubiertas con un tapiz, otras cuantas sillas rotas un espejo y dos cuadros más, bodegones ambos, apoyados contra la pared. ¿Se daría cuenta alguien si sustituía la Crucifixión por una de aquellas naturalezas muertas?
Cornelia sí se daría cuenta. Y se lo diría a su madre. No sabía lo que opinaba Catharina -o el resto de los miembros de la familia- de que yo fuera protestante. Era una sensación curiosa el ser de pronto consciente de ello. Nunca había estado en inferioridad numérica.
Di la espalda al cuadro y subí la escalerilla. Se oían las llaves de Catharina en la parte delantera de la casa y fui a buscarla. Se movía con lentitud, como si estuviera todavía medio dormida, pero se esforzó por aparecer erguida cuando me vio. Me condujo al piso superior, subiendo muy despacio las escaleras, agarrada con fuerza al pasamanos a fin de elevar el inmenso bulto de su cuerpo.
A la puerta del estudio, rebuscó entre su manojo de llaves y la abrió. La habitación estaba a oscuras, los postigos cerrados: sólo se distinguían algunas formas gracias a los rayitos de luz que se colaban por las rendijas. Olía a aceite de linaza; el penetrante olor a limpio de la linaza me recordó al de las ropas de mi padre cuando regresaba de la fábrica de azulejos por la noche. Olía a madera y a hierba recién cortada.
Catharina se quedó en el umbral. Yo no me atreví a entrar antes que ella. Pasado un incómodo momento, me ordenó:
– Abre los postigos, pues. No los de la ventana de la izquierda. Sólo los de la del centro y los de la más alejada. Y de los de la del centro sólo los de abajo.
Crucé la habitación, contorneando un caballete y una silla, hasta la ventana del centro. Abrí la parte inferior de la misma y luego los postigos. No miré el lienzo que había en el caballete, no mientras Catharina siguiera observándome desde el umbral.
Bajo la ventana de la derecha habían puesto una mesa, y en esa misma esquina había una silla arrimada a la pared. El respaldo y el asiento de la silla eran de cuero estampado con un dibujo de flores amarillas y hojas.
– No muevas nada de lo que hay en aquella esquina. Eso es lo que está pintando.
Ni siquiera de puntillas llegaba a las ventanas y los postigos superiores. Tendría que subirme a una silla, pero no quería hacerlo delante de ella. Me ponía nerviosa, esperando en el umbral a que hiciera algo mal.
Consideré qué hacer.
Fue el pequeño el que me salvó: empezó a berrear en el piso de abajo. Catharina balanceó el cuerpo. Se impacientó al verme vacilar y finalmente bajó a atender a Johannes.
Me subí rápidamente a la silla, abrí la ventana superior, me asomé y empujé los postigos. Miré para abajo y vi a Tanneke fregando las baldosas delante de la casa. No se percató, pero un gato que cruzaba sigiloso las baldosas húmedas detrás de ella se paró y levantó la cabeza.
Abrí la ventana y el postigo inferior y me bajé de la silla. Algo se movió frente a mí y me quedé paralizada en el sitio. El movimiento cesó. Era mi reflejo en un espejo que estaba colgado en la pared entre las dos ventanas. Me miré. La luz me iluminaba de frente toda la cara y, aunque tenía un gesto de ansiedad o de culpabilidad, mi cutis era resplandeciente. Me observé, sorprendida, y luego me alejé. Ahora que tenía un rato examiné la habitación. Era un espacio grande, cuadrado, pero no tan largo como la Sala Grande de abajo. Con las ventanas abiertas era luminoso y aireado; tenía las paredes encaladas y el suelo de baldosas grises y blancas, formando las oscuras un dibujo de cruces cuadradas. Un zócalo de azulejos de Delft pintados con cupidos protegía la pared de nuestras bayetas húmedas cuando fregábamos el suelo. No eran de la fábrica donde había trabajado mí padre.
Para su tamaño, la habitación estaba escasamente amueblada. Había un caballete con su silla delante de la ventana del centro y una mesa en la esquina derecha, pegada a la pared, debajo de la ventana. Además de la silla a la que me había subido, junto a la mesa había otra de cuero liso tachonado con clavos de latón y un respaldo rematado con dos cabezas de león. En la pared opuesta, entre la silla y el caballete, había un armarito, que tenía los cajones cerrados y varios pinceles y una espátula con su hoja en forma de diamante encima, junto con algunas paletas limpias. Al lado del armario había una mesa de despacho sobre la que se amontonaban papeles y libros y grabados. Dos sillas más con cabezas de león torneadas en el respaldo estaban arrimadas a la pared junto a la puerta.
Era una habitación bien ordenada, libre del trasiego cotidiano. Te daba una sensación muy distinta de la que sentías en el resto de la casa, casi como si estuviera en otra vivienda. Con la puerta cerrada apenas se oirían los gritos de los niños, el tintineo de las llaves de Catharina y el arrastrar de nuestras escobas.
Agarré la escoba, el cubo de agua y el paño y me dispuse a limpiar. Empecé en la esquina donde estaba dispuesta la escena que estaba siendo pintada en el cuadro, de la que no debía mover nada en absoluto. Me puse de rodillas sobre la silla para limpiar la ventana que tanto me había costado abrir y la cortina amarilla que colgaba a un lado, en la esquina, tocándola suavemente a fin de no mover los pliegues. Los cristales estaban muy sucios y tendría que lavarlos con agua caliente, pero no estaba segura de que él quisiera que los limpiara. Tendría que preguntarle a Catharina.
Quité el polvo a las sillas y le di brillo a los clavos de latón y a las cabezas de león del respaldo. La mesa llevaba algún tiempo sin que la limpiaran como es debido. Alguien había pasado el plumero a los objetos puestos encima -una brocha de empolvarse, un cuenco de estaño, una carta, un jarrón de porcelana negro, un paño azul amontonado en una esquina y colgando de uno de los laterales-, pero había que levantarlos para que la mesa quedara realmente limpia. Como me había dicho mi madre, tendría que encontrar la forma de mover las cosas y volverlas a dejar exactamente como si no hubieran sido tocadas.
La carta estaba casi en la esquina de la mesa. Si ponía el pulgar en el filo inferior del papel y el índice en el derecho, formando un ángulo, y plantaba la mano sobre la mesa enganchando el meñique en el borde de ésta, podría mover la carta limpiar debajo y alrededor de donde estaba y volver a ponerla en el lugar que indicaba mi mano.
Enmarqué la carta con mis dedos y mantuve la respiración, luego la levanté, limpié y la volví a dejar donde estaba, todo ello en un rápido movimiento. No sabía muy bien por qué tenía que hacerlo deprisa. Me separé unos pasos de la mesa. Parecía que la carta había quedado en su sitio, aunque sólo él lo sabría.
Con todo, si ésta iba a ser mi prueba, mejor me daba prisa.
Medí con la mano la distancia entre la carta y la brocha de empolvar, luego puse varios dedos alrededor de ésta. La levanté, limpié, la volví a poner donde estaba y medí el espacio entre la brocha y el cuenco. Hice lo mismo con éste.
Así es como me las ingenié para limpiar sin que pareciera que había movido nada. Medía cada cosa en relación con los objetos que la rodeaban y el espacio entre ellos. Las cosas pequeñas no suponían ningún problema, pero los muebles resultaron más complicados: tuve que usar los pies, las rodillas y, a veces, los hombros y la barbilla en el caso de las sillas.
No sabía qué hacer con el paño azul desordenadamente amontonado sobre la mesa. Si lo movía era imposible que pudiera reproducir los mismos pliegues. Lo dejé de momento, esperando que durante uno o dos días no se diera cuenta, hasta que hubiera encontrado la manera de limpiarlo.
Con el resto de la habitación no tenía que poner tanto cuidado. Limpié el polvo y barrí y fregué -los suelos, las paredes, las ventanas, los muebles-, con la satisfacción que da meterle mano a una habitación que necesita una buena limpieza. En la esquina opuesta, frente a la mesa y la ventana, había una puerta que conducía al almacén, un espacio lleno de cuadros y lienzos, sillas, arcones, platos, calentadores de cama, un perchero y una estantería. También limpié allí dentro, colocando los objetos de modo que la habitación pareciera más ordenada.
Había estado evitando limpiar alrededor del caballete. No sabía por qué, pero me ponía nerviosa ver el lienzo que estaba puesto encima. Pero ya era lo único que me quedaba por hacer. Limpié el polvo de la silla colocada delante del caballete, luego empecé a quitárselo a éste mismo, intentando no mirar lo que había pintado en el lienzo.
Pero cuando vislumbré el satén amarillo, no tuve más remedio que pararme.
Todavía estaba mirando la pintura, cuando habló María Thins.
– No se ve algo así todos los días, ¿no?
No la había oído entrar. Apenas había atravesado el umbral y estaba ligeramente encorvada, vestida con un delicado vestido negro y cuello de encaje.
No supe qué contestar y no pude evitar volverme a mirar la pintura.
María Thins se rió.
– No eres la única que se olvida de sus buenos modales delante de sus cuadros, muchacha -se acercó y se quedó de pie a mi lado-. Sí, con éste no se las ha apañado mal. Es la esposa de Van Ruijven -reconocí el nombre del patrón que había mencionado mi padre-. No es guapa, pero él hace que lo parezca -añadió-. Alcanzará un buen precio.
Como fue el primer cuadro de él que vería, siempre lo recordé mejor que los otros, mejor incluso que aquellos que vi crecer desde el principio, desde la primera capa de preparación hasta los últimos retoques.
Una mujer estaba de pie delante de la mesa, vuelta hacia un espejo colgado en la pared, de modo que se la veía de perfil. Estaba vestida con una pelliza de rico satén amarillo ribeteada de armiño y llevaba en el cabello una cinta roja con cinco puntas, muy a la moda del momento. Una ventana la iluminaba por la izquierda y la luz le daba en la cara, trazando la delicada curva de su frente y su nariz. Se estaba abrochando un collar de perlas, las manos suspendidas en el aire sujetando los extremos. Detrás de ella, en la resplandeciente pared blanca, había un mapa antiguo; en el oscuro primer plano, la mesa con la carta, la brocha y el resto de los objetos que yo había limpiado un poco antes [2].
Deseé poder llevar aquella pelliza y aquel collar. Quería conocer al hombre que la había pintado así.
Me avergoncé de haberme mirado al espejo un rato antes.
María Thins parecía contenta mirando el cuadro a mi lado. Resultaba muy raro verlo con la escena reproducida en la pintura justo detrás. Ya conocía todos los objetos que había sobre la mesa por haberlos limpiado, y la relación que guardaban entre sí: la carta en la esquina, la brocha casualmente caída junto al cuenco de estaño, la tela azul amontonada a un lado, alrededor del jarrón de porcelana negro. Todo parecía exactamente igual, salvo que más limpio y más puro. Se reía de mi limpieza.
Entonces encontré una diferencia. Contuve la respiración.
– ¿Qué sucede, muchacha?
– En el cuadro, la silla que está junto a la mujer no tiene las cabezas de león torneadas en el respaldo.
– No. Antes había también un laúd sobre esa silla. Hace muchos cambios. No sólo pinta lo que ve, sino lo que le pega. Dime, muchacha, ¿crees que este cuadro está terminado?
La miré. Su pregunta debía de encerrar algún tipo de trampa, pero no me podía imaginar ningún cambio que pudiera mejorarlo.
– ¿No lo está? -titubeé. María Thins resopló.
– Lleva tres meses trabajando en este cuadro. Espero que siga aún otros dos. Cambiará cosas. Ya verás -miró a su alrededor-. Ya has terminado la limpieza, ¿verdad? Pues entonces ya puedes ir a seguir con el resto de tus tareas, muchacha. Enseguida vendrá él a ver qué tal lo has hecho.
Eché una última mirada a la pintura, pero observándola con tanta atención tuve la sensación de que algo se me escapaba. Era como mirar a una estrella en el cielo nocturno: si la miraba directamente apenas la veía, pero si la miraba por el rabillo del ojo, parecía mucho más brillante.
Recogí la escoba, el cubo y el paño. Cuando salí de la habitación, María Thins seguía de pie frente al cuadro.
Llené las jarras en el canal y puse el agua al fuego; luego fui en busca de Tanneke. Estaba en el cuarto donde dormían las niñas, ayudando a Cornelia a vestirse, mientras Maertge ayudaba a Aleydis y Lisbeth se vestía sola. Tanneke no estaba de buen humor y me miró sólo para pasar a ignorarme cuando intenté hablarle. Terminé plantándome frente a ella, de modo que no tuviera más remedio que mirarme.
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